LA SOLIDARIDAD
Errico Malatesta
El hombre posee, a manera de
propiedad fundamental, necesaria, el espíritu de su propia conservación, sin el
cual ningún ser viviente podría existir, y el instinto de conservación de la
especie, sin el cual ninguna especie hubiera podido formarse ni persistir. El
hombre se ve, pues, naturalmente forzado a defender su existencia y su
bienestar, así como la existencia y el bienestar de su descendencia contra todo
y contra todos.
Los seres vivos tienen, por
naturaleza, dos maneras de asegurarse la existencia y de hacerla más apacible;
de un lado, la lucha individual contra los elementos y contra los otros
individuos de la misma especie y de especies diferentes, de otro, el apoyo
mutuo, la cooperación, que pudiera recibir el nombre de asociación para la
lucha contra todos los factores y agentes naturales contrarios a la existencia,
al desarrollo y al bienestar de los asociados.
No podríamos, en el limitado
espacio de estas páginas, indicar siquiera la participación respectiva de ambos
principios en la evolución de la vida orgánica: la lucha y la cooperación.
Baste a nuestro objeto hacer constar cómo en la humanidad, la cooperación
-forzosa o voluntaria- se ha convertido en el único medio de progreso, de
perfeccionamiento, de seguridad, y cómo la lucha -convertida en atávica- ha
venido a resultar completamente inepta para favorecer el bienestar de los
individuos y causa, por el contrario, de males para todos, lo mismo vencedores
que vencidos.
La experiencia, acumulada y
trasmitida de una a otra por generaciones sucesivas, enseña que el hombre que
se une u otros aseguran mejor su conservación y favorece su bienestar. Así,
como consecuencia de la lucha misma por la existencia emprendida contra el
medio ambiente y contra los individuos de una especie se ha desarrollado entre
los hombres el instinto de la sociabilidad que ha transformado de modo completo
las condiciones de su existencia. Por la fuerza de este instinto el hombre pudo
salir de la animalidad, adquirir un gran poderío y elevarse tanto sobre el
nivel de los demás animales, que los filósofos espiritualistas han creído
indispensablemente inventar para él el alma inmaterial e inmortal.
Numerosas causas concurrentes han
contribuido a la formación de este instinto social, que, partiendo de la base
animal del instinto de la conservación de la especie -o sea, el instinto social
restringido de la familia natural- ha llegado a un grado eminente de intensidad
y de extensión para constituir, en lo sucesivo, el fondo mismo de la naturaleza
moral del hombre.
El hombre, salido de los tipos
inferiores de la animalidad, hallábase débil y desarmado para la lucha
individual contra los animales carnívoros, pero dotado de un cerebro capaz de
notable desarrollo, de un órgano bucal apto para expresar por sonidos diversos
las diferentes vibraciones cerebrales y de manos especialmente adaptadas para
dar forma deseable a la materia, debía sentir bien pronto la necesidad y
calcular las ventajas de la asociación; puede decirse que salió de la
animalidad cuando se hizo sociable y cuando adquirió el uso de la palabra,
consecuencia y factor principalísimo de la sociabilidad.
En los comienzos de la humanidad
el número de hombres era por demás restringido; la lucha por la existencia,
entablada de hombre a hombre, era menos áspera, menos continuada, hasta menos
necesaria, incluso fuera de la asociación, la cual debía favorecer en sumo
grado el desarrollo de los sentimientos de simpatía y permitir contrastar y
apreciar el valor y utilidad del mutuo apoyo.
En fin, la capacidad adquirida
por el hombre merced a sus primitivas cualidades aplicadas, en cooperación con
un número mayor o menor de asociados, a la tarea de modificar el medio ambiente
y de adaptarlo a sus necesidades; la multiplicación de los deseos crecientes, a
la vez que de los medios de satisfacerlos, que se fueron convirtiendo poco a
poco en necesidades; la división del trabajo, que es la consecuencia de la
explotación metódica de la naturaleza en provecho del hombre, han hecho de la
vida social el medio indispensable, fuera del cual es imposible la vida, so
pena de caer en un estado de bestialidad.
Y por el refinamiento de la
sensibilidad, consecuencia de la multiplicidad de relaciones; por la costumbre
adquirida en la especie, merced a la trasmisión hereditaria durante miles y
miles de años, esta necesidad de vida social, de intercambio de pensamientos y
afecciones entre los hombres, ha llegado a convertirse en un modo de ser,
necesario e indispensable, de nuestro organismo. Se ha transformado en simpatía,
en amistad, en amor, y subsiste con independencia de las ventajas materiales
que produce la asociación, hasta el extremo que, por satisfacer tales
sentimientos, se afronta toda suerte de penurias y de sufrimientos, incluso la
muerte.
En suma, las enormes ventajas que
la asociación reporta al hombre; el estado de inferioridad física (no
proporcionada a su superioridad intelectual) en que se halla en relación a la
bestia, si permanece en el aislamiento; la posibilidad para el hombre de
asociarse a un número siempre creciente de individuos, en relaciones cada día
más íntimas y complejas, hasta llegar a extender la asociación a toda la
humanidad, a toda la vida; la posibilidad, sobre todo, de producir trabajando
en cooperación con sus semejantes, más de lo indispensable para la vida; los
sentimientos afectivos, en fin, que de todo ello se derivan, han dado a la
lucha por la existencia, entre la especie humana, un carácter por todo distinto
del que reviste la lucha por la existencia entre los demás animales.
Sea como fuere, hoy día se sabe
-y las investigaciones de los naturalistas contemporáneos aportan sin cesar
nuevas pruebas- que la cooperación ha tenido y tiene una participación tan
importante en el desenvolvimiento del mundo orgánico, que ni siquiera sospecharían
los que trataren de justificar, a duras penas por cierto, el reino de la
burguesía por medio de las teorías darwinistas, porque la distancia entre la
lucha humana y la lucha animal aparece enorme y proporcional a la distancia que
separa al hombre de los animales irracionales.
Estos últimos combaten, sea
individualmente, sea en pequeños grupos, permanentes o transitorios, contra
toda la naturaleza, incluso contra el resto de los individuos de su propia
especie. Los animales, aun comprendiendo los más sociables, como las hormigas,
las abejas, etc., son solidarios entre los individuos del mismo hormiguero o de
la misma colmena, pero son indiferentes con relación a las otras comunidades de
su misma especie, si es que no las combaten, como con frecuencia ocurre.
La lucha humana, por el contrario, tiende
siempre a extender más y más la asociación entre los hombres, a solidarizar sus
intereses, a desarrollar el sentimiento de amor de cada uno hacia los demás, a
vencer y dominar la naturaleza exterior con la humanidad y para la humanidad.
Toda lucha directa para conquistar ventajas independientemente de los demás
hombres o contra ellos, es contraria a la naturaleza social del hombre moderno
y le aproxima a la animalidad.
La solidaridad, es decir, la
armonía de intereses y de sentimientos, el concurso de cada uno al bien de
todos y de todos al bien de cada uno, es el único estado en el cual el hombre
puede explicar su naturaleza y lograr el más alto grado de desarrollo y el
mayor bienestar posible. Tal es el fin hacia el que marcha sin cesar la
humanidad, en sus sucesivas evoluciones, constituyendo el principio superior
capaz de resolver todos los actuales antagonismos, de otro modo insolubles, y
de producir como resultado el que la libertad de cada uno no encuentre límite,
sino el complemento y las condiciones necesarias a su existencia, en la
libertad de los demás. “Nadie -decía Miguel Bakunin- puede reconocer su propia
humanidad, ni por consiguiente realizarla en su vida, sino reconociéndola en
los demás y cooperando a la realización por los otros emprendida. Ningún hombre
puede emanciparse, si no emancipa con él, a su vez, a todos los hombres que
tenga a su alrededor. Mi libertad es la libertad de todos, puesto que yo no soy
realmente libre -libre no solo en potencia, sino en los hechos- más que cuando
mi libertad y mi derecho hallan su confirmación y su sanción en la libertad y
en el derecho de todos los hombres, mis iguales”. La solidaridad es la
condición en cuyo seno alcanza el hombre el más alto grado de seguridad y de
bienestar; por consecuencia, el propio egoísmo, o sea la consideración
exclusiva de su propio interés, conduce al hombre y a la sociedad hacia la
solidaridad, o, dicho de otro modo, egoísmo y altruismo -consideración de los
intereses de los otros- se confunden en un sólo sentimiento, de igual modo que
en un sólo interés se confunden el del individuo y el de la sociedad.
Mas el hombre no podía pasar de
un golpe de la animalidad a la humanidad, de la lucha brutal de hombre a hombre
a la lucha solidaria de todos los hombres, fraternalmente unidos, contra la
naturaleza exterior.
Guiado por las ventajas que
ofrecen la asociación y la división del trabajo resultante de ella, el hombre
iba evolucionando hacia la solidaridad; pero esta evolución se ha visto
interrumpida por un obstáculo que la ha obligado a cambiar de dirección,
desviándola, todavía hoy mismo, de su verdadero fin. El hombre descubrió que
podía, hasta cierto punto, y para las necesidades materiales y primordiales,
únicas hasta entonces sentidas por él, realizar y aprovecharse de las ventajas
de la cooperación sometiendo a los demás hombres a su capricho, en lugar de
asociarse con ellos; y, como los instintos feroces y antisociales, heredados de
ancestros simiescos, latían potentes todavía en él, forzó a los más débiles a
trabajar en su provecho, dando preferencia a la dominación sobre la asociación.
Pudo suceder, y en la mayoría de los casos sucedió, que explotando a los
vencidos se dio cuenta el hombre por primera vez de las ventajas que la
asociación podría reportarle, de la utilidad que el hombre podría obtener del
apoyo del hombre.
El conocimiento de la utilidad de
la cooperación que debía conducir al triunfo de la solidaridad en todas las
relaciones humanas, condujo, por el contrario, a la propiedad individual y al
gobierno, es decir, a la explotación del trabajo de todos por un puñado de
privilegiados. Esto ha sido siempre una especie de cooperación impuesta y
regulada por unos cuantos en interés particular suyo.
De este hecho se deriva la gran
contradicción, que ocupa por completo las páginas de la historia de los
hombres, entre la tendencia a asociarse y a fraternizar para la conquista y la
adaptación del mundo exterior a las necesidades del hombre y para la
satisfacción de los sentimientos colectivos, y la tendencia a dividirse en
tantas unidades separadas y hostiles cuantos son los grupos determinados por
las condiciones geográficas y etnográficas, cuantas son las posiciones
económicas, cuántos son los hombres que han logrado conquistar una ventaja y
tratan de asegurarla y aumentarla, cuántos son los que esperan obtener un
privilegio, cuántos los que, víctimas de una injusticia o de un privilegio, se
rebelan y tratan de sacudir el yugo.
El principio de “cada uno para
sí”, que es la guerra de todos contra todos, ha ve-nido, en el curso de la
historia, a complicar, desviar y paralizar la guerra de todos contra la
naturaleza, única capaz de proporcionar el bienestar a la humanidad, por cuanto
ésta no puede alcanzar su perfeccionamiento completo sino basándose en el
principio de “todos para uno y uno para todos”.
La humanidad ha experimentado
males inmensos como consecuencia de la dominación y de la explotación en el
seno de la asociación humana. Pero, no obstante la opresión atroz a que las masas
han sido sometidas, no obstante la miseria, no obstante los vicios, los
delitos, la degradación que la misma miseria y la esclavitud producían entre
los esclavos y entre los amos, no obstante las ansias acumuladas, no obstante
las guerras exterminadoras y no obstante el antagonismo de los intereses
artificialmente creados, el instinto social ha logrado sobreponerse y
desarrollarse. Siendo la cooperación siempre la condición necesaria para que el
hombre pueda luchar con éxito contra la naturaleza exterior, ha permanecido
siendo también siempre como la causa constante de la aproximación de los
hombres y del desenvolvimiento de simpatía entre ellos. Merced a la fuerza de
la solidaridad, más o menos extendida, que ha existido entre los oprimidos en
todo tiempo y lugar, éstos han podido soportar la opresión, y la humanidad ha
resistido los gérmenes mortales introducidos en su seno.
Hoy día, el inmenso desarrollo
alcanzado por la producción, el acrecentamiento de las necesidades que no
pueden ser satisfechas sino mediante el concurso de gran número de hombres
residentes en distintos países, los medios de comunicación, la costumbre y
frecuencia de los viajes, la ciencia, la literatura, el comercio, la misma
guerra, han reducido y compendiado, y continúan reduciendo y compendiando a la
humanidad en un sólo cuerpo cuyas partes, solidarias entre sí, no encuentran su
plenitud ni la libertad de desarrollo debidas, sino en la salud de las otras
partes y en la del todo. La libertad, el bienestar, el porvenir de un montañés
perdido entre los desfiladeros de los Apeninos, no dependen únicamente del
estado de bienestar o de miseria en que los vecinos de su aldea se hallen, ni
de las condiciones generales del pueblo italiano, sino que dependen también del
estado de los trabajadores en América o en Australia, del descubrimiento de un
sabio sueco, de las condiciones morales y materiales de los chinos, de la
guerra o de la paz existente en el continente africano, en suma, de todas las
circunstancias grandes o pequeñas (que ejerzan su influencia sobre un ser
humano.
En las condiciones actuales de la
sociedad, esta vasta solidaridad que une a todos los hombres, es en gran parte
inconsciente, puesto que surge espontáneamente de los conflictos de intereses
particulares, al paso que los hombres se preocupan poco o nada de los intereses
generales. Esto nos ofrece la más evidente prueba de que la solidaridad es la
ley natural de la humanidad, que se aplica y que se impone, a pesar de todos
los antagonismos creados por la estructura social de nuestros días.
Por otra parte, las masas
oprimidas, que nunca han estado, ni pueden estar, completamente resignadas a la
opresión y a la miseria, y hoy mismo menos que nunca, se muestran ávidas de
justicia, de libertad, de bienestar, y comienzan a comprender que sólo es
posible emanciparse por medio de la unión, por medio de la solidaridad con
todos los oprimidos, con todos los explotados del mundo entero. Han llegado a
comprender, por fin, que la condición sine qua non de su emancipación es la posesión
de los medios de producción, del suelo y de los instrumentos de trabajo, en una
palabra, la abolición de la propiedad individual. La ciencia, la observación de
los fenómenos sociales, demuestra que esta abolición sería de una inmensa
utilidad para los mismos privilegiados actuales, a cambio de que se avinieran
solamente a renunciar a sus instintos de dominación y a concurrir con todos al
trabajo para el bienestar común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario