Cuento
La Justicia
En Dorcitat pudo convencerse bien
el pequeño León de que su amigo no había exagerado cuando le hablaba de la república. Le bastó para ello asistir
una sola vez a una audiencia del tribunal, donde le condujo Estanislao, porque esas audiencias eran públicas, y muchos
desocupados, que no podían
pagarse un asiento
en el teatro, asistían
allí y se hacían la cuenta de que viendo juzgar tenían comedia de balde.
Era la primera
vez que el niño penetraba en un pretorio, y
después de haber franqueado la puerta,
guardada por un matador de profesión, porque
desgraciadamente se encuentran aún por todas
partes, se vio en una sala bastante espaciosa llena de curiosos.
A un lado, sentado en un banco,
entre dos guardianes armados, se hallaba
un obrero de miserable
aspecto. En el fondo, detrás de una especie de mostrador, se hallaban tres
hombres sentados, vestidos con negras vestiduras; el de en medio tenía la barba blanca y en el
pecho ostentaba una cinta roja; los otros dos tenían patillas negras.
-¿Qué son esos? ¿Son curas,
o mujeres barbudas? preguntó León.
-No, respondió Estanislao. Son jueces; hombres como los matadores
profesionales, los verdugos o los polizontes, que el sexo masculino tiene el honroso privilegio de suministrar. Visten
casi como los curas, a los cuales se parecen por sus costumbres y sus funciones, con la diferencia de que los curas condenan o
absuelven para una vida futura, en
nombre de un dios imaginario, mientras que los jueces condenan
en la vida presente, en
nombre de un libro estúpido y bárbaro llamado
Código.
-
¿Quién ha escrito ese libro?
-
¿Quién? Conquistadores, emperadores, reyes, amos, gobernando por el derecho del
más fuerte o por la astucia.
Es decir, malhechores públicos. Ello es lo que han escrito o hecho escribir por sus servidores. Pero escucha.
El
presidente, es decir, el hombre sentado en medio, mandó con voz glacial al
obrero sentado entre los guardianes que se levantara; le preguntó su
nombre, edad, estado, profesión y domicilio. Cuando el interrogado hubo
contestado con voz sorda, el juez añadió:
-
A usted se le acusa de haber dormido sobre un banco
en la calle del Pueblo
Soberano, debiendo saber
que la vagancia
está prohibida. ¿Qué
tiene que exponer en su defensa?
- Sencillamente que
no tengo domicilio. Mi casero me ha echado de la casa y me he visto obligado a dormir en la calle.
-
¿Y por qué ha echado a usted el casero a la calle?
- Porque no podía pagarle.
-
¿Por qué no podía usted
pagarle?
-Porque no tenía
trabajo.
- Además, se acusa a usted de haber injuriado al agente que le ha detenido.
- Usted dirá
si podía yo estar contento de verme arrancado al sueño, mi único consuelo, y llevado a la
prevención como un malhechor, después de haber trabajado
honradamente toda mi vida.
-
El tribunal apreciará.
El presidente se inclina hacia
los otros dos jueces,
sus asesores; consulta
con ellos un instante,
y dice:
-Seis días de
prisión... ¡Otro!
-He ahí, murmuró
Estanislao, al oído de León,
una cosa que hará brotar en el corazón de ese pobre obrero un poco de odio contra
el régimen social.
Al segundo procesado, que entró por una puerta lateral
para sentarse también
entre los dos guardianes, se le inculpaba de haberse hecho
ser- vir una comida
en un restaurant y de haber dicho
luego al dueño:
“Ahora hágame usted prender, si quiere, porque
no tengo un céntimo para pagar”.
-¿Por qué hizo
usted eso? preguntó el juez.
-Porque
tenía necesidad de comer, como la tiene todo hombre, y consideré que era preferible
eso a atacar al primero que se presentase al volver una esquina pidiéndole la
bolsa o la vida.
-Cuatro días de prisión y veinte pesetas de multa,
sentenció el presidente.
Tocó
en seguida el turno a otro procesado de género
diferente; era un hombre bien vestido, sentado,
no entre los guardianes, sino en la primera fila de los asistentes, quien
declaró su nombre, Víctor Mast, y su cualidad, contratista de obras.
-Señor,
le dijo el juez empleando por primera vez este calificativo; a usted se le
acusa de haber roto el bastón sobre las costillas de un obrero que reclamaba su
jornal. A petición suya se le ha citado a usted.
-Señor juez, respondió el acusado; ese obrero
es un tunante que quería
robarme y me amenazó
con la justicia. Por lo demás mi abogado explicará el asunto mejor que yo puedo hacerlo.
Y aquel patrón, que si no era muy elocuente era astuto y
tenía dinero de sobra para poder pagarse un abogado hábil, se sentó, dejando
a su defensor explicar el asunto a su manera, quien
declaró que Víctor Mast, viendo a su obrero hacer ademán de pegarle,
se consideró en el caso de legítima defensa. El tribunal, en su alta sabiduría,
apreciará los hechos y no excitará la rebeldía
de los obreros contra los patronos.
Los jueces acogieron aquel discurso por signos apenas
perceptibles de aprobación. El público homenaje
tributado a su sabiduría fue de su agrado, por lo que el contratista fue absuelto y el obrero condenado en costas.
-Esto, dijo Estanislao a su amigo
de modo que lo pudieran oír los que se hallaban
cerca, enseñará a ese obrero
a hacerse justicia por sí mismo, en vez de implorarla a los magistrados. ¿No has visto y oído bastante?
- ¡Oh, sí; vámonos! Creo que me pondría malo si
permaneciéramos más tiempo
en esta casa
abo- minable. Este es el Palacio de la Injusticia y no el de la
Justicia.
Salieron de aquella casa del crimen, donde unos hombres, vestidos de una manera particular para imponer respeto, condenan
con imponente solemnidad a desgraciados, víctimas de la sociedad,
y absuelven a los explotadores.
Una vez fuera respiraron con satisfacción el aire libre.
León,
profundamente impresionado por lo que había visto y oído, permanecía
silencioso; la melancolía se reflejaba en su rostro.
-¿En qué piensas?
le preguntó su compañero.
-En lo que llaman
justicia, respondió el niño.
¿Qué es la
justicia? ¿Existe?
Estanislao permaneció un
instante silencioso: buscaba las
palabras más apropiadas para hacer comprender su pensamiento a
aquel niño de nueve años.
-La
justicia no es una especie de divinidad reparadora
y vengadora del mal, como se la imaginan todavía muchos individuos influidos
por la enseñanza religiosa; es
sencillamente el equilibrio, la armonía o la concordancia de los intereses.
En la sociedad
presente todos los intereses, el del
patrón y el del obrero,
el del vendedor y el del
comprador, el del gobernante y el del gobernado
están en contradicción y en luchas perpetuas;
en tales condiciones la justicia no puede existir
y no puede pedirse ciertamente a los jueces, defensores del orden de cosas
actual.
Por el
contrario, en una sociedad en que todo sea de todos, los individuos tendrán el
mismo interés en producir y no podrá haber conflictos entre gentes que trabajen
y gentes que hagan trabajar por su
beneficio exclusivamente personal. Cuando la propiedad individual desaparezca, desaparecerán con ella una
multitud de males y de crímenes. ¿No es mejor impedirlos
que castigarlos?
Del
mismo modo, la eliminación de la autoridad hará desaparecer también la
opresión de los unos, el cobarde
servilismo de los otros, los odios, las rebeldías sangrientas, las guerras. No
habrá indudablemente la perfección absoluta, porque entre los seres humanos hay
diferencias de temperamento y de gustos,
como hay también enfermedades que producen desarreglos del entendimiento y de la voluntad que causan actos perjudiciales, pero los que las
padezcan serán una ínfima excepción, y como no tendrán fuerza para imponerse a toda la sociedad, como lo
hacen actualmente los gobernantes y los capitalistas, todo quedará reducido a
ponerlos fuera de estado de causar
daño. En lugar de matarlos o de martirizarlos, se les cuidará como inválidos o
como enfermos y se procurará su curación.
He ahí el concepto que nosotros tenemos
de la justicia. Ya ves
que no tiene nada de común con la de los magistrados.
-Efectivamente,
respondió León.
REVISTA ORTO Nº 190 Carlos Malato