Ramón Mercader, el catalán iluminado que asesinó en nombre
de Stalin
A Stalin no le gustaba compartir asiento, era una manía que tenía. Tampoco daba segundas oportunidades; por ello convirtió la Unión Soviética en un inmenso cementerio abonado por pensadores y opositores de toda índole, hasta rubricar una cifra incalculable. Era un asesino de masas instalado en la cúspide del poder, algo bastante frecuente en esas alturas. A pesar de las proclividades diabólicas de este peculiar sujeto, era más que venerado en la URSS por el tradicionalmente huérfano pueblo ruso, que si de algo sabia, era de convivir con el miedo.
A Stalin no le gustaba compartir asiento, era una manía que tenía. Tampoco daba segundas oportunidades; por ello convirtió la Unión Soviética en un inmenso cementerio abonado por pensadores y opositores de toda índole, hasta rubricar una cifra incalculable. Era un asesino de masas instalado en la cúspide del poder, algo bastante frecuente en esas alturas. A pesar de las proclividades diabólicas de este peculiar sujeto, era más que venerado en la URSS por el tradicionalmente huérfano pueblo ruso, que si de algo sabia, era de convivir con el miedo.
Pero Stalin tenía un adversario que le generaba una singular
inquina y unos cuantos quebraderos de cabeza.
Stalin no era muy aficionado a la lectura y cualquier forma
de reflexión que cuestionara su poder omnímodo le provocaba reacciones
alérgicas
En uno de los acontecimientos centrales del siglo XX, en la
dura disputa para la sucesión en la presidencia del “politburó” –máximo órgano
ejecutivo del partido comunista–, el que sería el delfín de Lenin, León
Daviddovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, desaparecería de forma
súbita de la escena pública iniciando el viaje final tras dos botellas de vino
y una potente fractura craneal ocasionada a tal efecto por un aplicado
alpinista que jamás había escalado cumbre alguna. Con gran esmero y no poco
énfasis, le abriría la cabeza en dos. Se llamaba este enviado del camarada
Stalin Ramón Mercader.
Un operativo montado por la GPU rusa, una de las
instituciones precursoras del famoso y temido KGB, con el nombre en clave de
Utka –"pato" en ruso–, se llevaría por delante a una de las mentes
más preclaras del comunismo por su probada capacidad de liderazgo y
autocritica, algo que brilla por su ausencia en la clase política. Stalin no
era muy aficionado a la lectura y cualquier forma de reflexión que cuestionara
su poder omnímodo le provocaba reacciones alérgicas, hasta el punto de que se
convirtió en un taimado ejecutor y genocida sin ambages.
En los círculos de poder de la Rusia de aquella época, nadie
cercano a aquel georgiano de poblado bigote y fornida complexión dormía sin una
ampolla de cianuro o una bala en la recamara de su Tokareff; era lo más sensato
y una buena previsión ante las visitas inesperadas. La prisión de la Lubianka
en aquel entonces funcionaba a pleno rendimiento y por sus ventanas se
escapaban impotentes gritos de dolor de aquellos incautos que habían
cuestionado las directrices de uno de los grandes monstruos que han poblado la
galería de non gratos.
Situaciones esperpénticas, como la de fruncir nada más que
el ceño ante una cuestión que requería una respuesta afirmativa y sin
dilaciones, podían significar una larga estancia en Siberia. Una aseveración
inmediata era una garantía de longevidad. Si no, unos cuantos palmos de tierra
eran una opción nada desdeñable.
La revolución por
excelencia
En el ideario político de aquella época, aplicado al momento
que vivía Rusia, había dos claras tendencias o corrientes salidas de los
debates de la Segunda Internacional. Por una parte se produce una importante
escisión entre aquellos que se inclinan por una alternativa parlamentarista y
legalista, los mencheviques, y los que quieren pasar a la clandestinidad
atendiendo a la aparente inutilidad de una actuación democrática, los
bolcheviques. Por lo tanto, choque de trenes.
Ya el veintidós de enero de 1905, en el llamado Domingo
Sangriento, una multitud de trabajadores había sido masacrada literalmente a
las puertas del Palacio de Invierno en San Petersburgo cuando pedían pan,
trabajo y libertad. Pero este primer ensayo general de la revolución rusa
fracasa en diciembre del mismo año por la sostenida acción policial que se traduce en una sangría intolerable de
obreros, campesinos e intelectuales, insoportable para el incipiente movimiento
revolucionario.
La cólera de Stalin no reparó en mientes; más de dos docenas
de familiares directos de León Trotsky fueron volatilizadas
Pero la represión constante que intentaba evitar el cambio
de ciclo solo auguraba un drama de mayor calado. Doce años después y tras
varios millones de muertos, el 25 de octubre del año 1917 el poder de los
soviets entraría no sin dificultad en la historia, a través de una de las
revoluciones más famosas de la humanidad. Deshacerse de aquel yugo llevaría a
los hombres y mujeres de Rusia a la conquista necesaria de una utopía que al
final solo sería como todo en la política, un burdo espejismo.
En la pugna por la sucesión de Lenin, dos pesos pesados se
enfrentarían, con todos los recursos a su alcance, por el poder sucesorio. Tras
el ataque de apoplejía que dejó a Lenin en fuera de juego, Zinóviev, Kámenev y
el propio Stalin se pusieron manos a la obra para deshacerse del carismático e
insubordinado Trotsky. La cólera de Stalin no reparó en mientes; más de dos
docenas de familiares directos, hijos, mujeres de estos y todo lo que pudiera
tener alguna relación con León Trotsky fueron volatilizadas, torturadas
salvajemente, o cuando no, ejecutadas sumariamente, o abducidos por algún
lejano Gulag. El sello estalinista del horror, marca de la casa, perseguiría a
León Trotsky hasta México para conseguirle un billete en primera en su postrer
viaje a la eternidad.
Un asesino poco común
Trostky encarnaría el romanticismo de una revolución rusa en
retirada y más próxima a los postulados iniciales de la Revolución. Pero lo que
tenía muy claro era que los Estados-nación se habían convertido en obsoletos
ante la internacionalización de la economía, de ahí que bregara vehementemente
por una globalización del comunismo.
Por otro lado, Stalin convertiría la administración rusa en
una maquinaria donde la burocracia y el estatismo se anquilosarían para los
restos. La desidentificación del sujeto y la invasión de la esfera privada de
los ciudadanos se ejecutarían a sangre y fuego y sin concesiones. Ningún
opositor podía aspirar a vivir en aquel infierno de silencio. Y Rusia con su
prole de repúblicas asociadas causaba un poco de pavor todas juntas. Pero la
URSS no era el único país ni el único protagonista de aquella glaciación de
salvajismo que asoló el siglo XX.
Y aquí entra en escena Ramón Mercader. Ramón Mercader era un
hombre refinado, inteligente, cultivado y de la alta burguesía catalana y con
una madre un poco chalada y algo obsesionada con el gran padrecito Stalin; pero
Mercader no era un sicario al uso ni un asesino en el sentido más drástico y
peyorativo. Mercader era el mejor entre sus pares. Sus más básicos instintos
podían ser perfectamente reciclados por una coartada entrelazada entre los
mimbres de un alto ideal. Mercader no solo fue un oficial republicano durante la
guerra civil española, sino que además ejerció como abogado, periodista,
historiador y maestro. Ciertamente no perdía el tiempo.
Ingresó en los servicios secretos soviéticos gracias a los
vínculos con Moscú adquiridos durante la terrible Guerra Civil española. En
1937 viajaría a la URSS, donde se le entrenaría
específicamente y donde cambió su identidad por la de Jacques Mornard,
identidad que le acompañaría siempre. La NKVD –franquicia especializada en
crímenes en serie que Stalin había
rediseñado a su medida– le asignó una complicada misión: asesinar a Trotsky sí
o sí.Tras un estrambótico periplo llegaría a México, donde su objetivo vivía
exiliado desde 1930.
Trotsky sufrió dos atentados, el primero de ellos ocurrido
en mayo de 1940. Veinte hombres armados hasta los dientes y comandados por
Leopoldo Arenal Bastar y su cuñado, el pintor David Alfaro Siqueiros, lograron
penetrar en la casa con la complicidad
de uno de los guardaespaldas de Trotski, que era un agente doble. Tras disparar
cerca de 400 tiros, que se dice pronto, él y Natalisa Sdova, su compañera de
fatigas en tan larga huida, salvarían milagrosamente la vida. Finalmente, los
guardias de Trotsky conseguirían hacerse con la situación, repeliendo a los
intrusos y poniéndolos en fuga, cosa relativamente fácil, ya que estaban con
acusados síntomas etílicos.
Pero ese solo fue uno
de tantos asaltos.
Mercader se infiltraría en la casa de la calle Viena en
Coyoacán usando una novia postiza para la ocasión. El 20 de agosto sería el día
señalado para el crimen. Ramón Mercader entra presto en el despacho del líder
revolucionario, superando las reticencias –ya se había hecho de “la casa”–, de
los seis guardaespaldas. Sin más
preámbulos y a la primera oportunidad se consumaría la tragedia. El 21 de
agosto, Trotsky fallecería a las siete de la tarde. Todo rápido, muy a la rusa,
y con puesta en escena latina.
Vida en prisión y
delación
Con la detención por asesinato de Jacques Mornard, el alias
de Ramón Mercader, comienza su segunda vida. El condenado sufrirá vejaciones
y torturas periódicas durante los
primeros seis años de prisión. El juez que lleva su causa, Raúl Carranza
Trujillo, psicoanalista muy avanzado
para su época, le somete a una larga batería de preguntas de lo que
deduce que padece “un activo complejo de Edipo por parte de una madre dominante
y de una figura paterna siniestra”. Es obvio que se refiere a Stalin ya que de
sus biógrafos no se desprende referencia a conflicto alguno destacable con su
progenitor, el marido de la que estaba chiflada.
Mercader, después de
ser convertido en héroe de la Unión Soviética, fue discretamente retirado a un
segundo plano
En prisión se encargará de alfabetizar a más de un millar de
presos. Su hazaña solidaria aparecerá en las primeras páginas de los rotativos
locales extendiéndose por todo el país y el mismo presidente de la república
mexicana, Lázaro Cárdenas –un militar
demócrata al que España y su República deben mucho– entrará en prisión a
condecorarlo por su labor humanitaria. Pero hay un punto de inflexión en su
andadura carcelaria, cuando el escritor Víctor Alba, da al traste con su celoso
y exacerbado anonimato. Ya fuera un lapsus o una pregunta capciosa, la realidad
es que descubrió su verdadera identidad al visitarlo en la cárcel y saludarlo
con un “¿Com va tot”? (¿cómo va todo?, en catalán), a lo que Mercader le
contestó:"Vest´en a la merda”, respuesta que no necesita traducción.
Es inexplicable cómo un ser tan talentoso dilapidó su vida y
se hundió en la larga noche carcelaria, en los entresijos de una vida
fantasmal. Perdió su mar Mediterráneo, sus Ramblas, y mucho más, su verdadera
identidad. ¿Por qué? ¿Qué razón tan poderosa le llevó a perpetuar un fidelidad
tan extrema a alguien que jamás llegaría a conocer?
Trotsky no tenía muchos seguidores dignos de tal nombre. En
los días pretéritos a su fallecimiento, quizás una veintena, entre los que se
significaban Diego Rivera y su original consorte Frida Kahlo; pero a su funeral
acudirían más de doscientos cincuenta mil inesperados y fervientes adeptos. Ambos
nombres, Trotsky y Mercader, perviven indisoluble y lamentablemente asociados.
En la actualidad yace en el jardín de la casa museo o “casa
asilo” a la que tantas veces aspiró como centro integrador y de acogida para
cualquier exilado que lo necesitara. Mientras, Mercader, después de ser
convertido en héroe de la Unión Soviética, fue discretamente retirado a un
segundo plano. Padecía una enfermedad terminal que toreó como pudo debajo de
una sombrilla en Cuba. Un día de octubre, cuando el viento de otoño aparece
sorpresivo en La Habana, a una hora temprana, acogido por la tranquilidad del
alba, haría el viaje definitivo.
Trotsky, lo que el viento se llevó. Mercader, una curva
cerrada de la historia.
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