HOJA Nº 42 DEL PERIODICO “EL ORDEN” -
PUBLICADA EN MARZO DE 1877 POR LA INTERNACIONAL SOBRE LOS ASESINATOS DE LOS
TRABAJADORES EN LA CARRACA Y SAN FERNANDO
EXTRAIDO DEL LIBRO EL
PROLETARIADO MILITANTE
Tres puntos resaltan en la transcrita
Memoria que merecen fijar la atención del lector.
1° La malicia burguesa y la crueldad
gubernamental con que fueron tratados los internacionales en España, no sólo
como internacionales, sino como trabajadores que aspiraban a librarse de la
esclavitud capitalista.
2° La candidez revolucionaria de los
trabajadores.
3° La pequeñez y consiguiente
debilidad de la organización obrera.
En efecto, ya hemos visto en otro
lugar el Manifiesto de la Comisión Federal relatando los atropellos que en
nombre de la República federal cometieron los funcionarios de la centralización
autoritaria; ahora veremos los horrores cometidos en Cádiz contra infelices
presos por orden de la autoridad militar.
En esa Memoria, con fidelidad de
cronistas y con sinceridad de dignísimos trabajadores que cumplen un cargo
oficial por mandato de sus compañeros, se expone una tristísima verdad,
desconocida generalmente por el silencio de la prensa burguesa al servicio de
los poderosos, referida en el número 42 de El Orden, hoja clandestina,
publicada en España en marzo de 1877:
Hace ya tiempo que El Orden hizo
públicos los horrorosos crímenes cometidos en la Carraca y San Fernando por los
sicarios de la burguesía y cuyas víctimas fueron padres de familia honrados y
laboriosos, que pagaron con una muerte horrible el delito de pertenecer a la
clase trabajadora.
Entonces dijimos que, aparte de otras
monstruosidades que nos resistíamos a creer, nos constaba que habían sido
arrojados al mar, vi- vos y metidos en sacos con una gruesa bola atada a los
pies, sesenta y seis trabajadores que estaban en calidad de presos en la
Carraca.
Por más feroz y antihumanitario que
esto parezca, era una verdad, y hoy (y según prometíamos en nuestro anterior
número), podemos precisar algunos pormenores que hielan de espanto y hacen estallar
de ira el corazón.
Uno de los crímenes que fueron más
conocidos en San Fernando fue perpetrado en la persona del desgraciado Ramón
Cuesta. Había sido presidente del Comité Republicano de la Isla, desde el año
60 al 70, y éste fue el pecado que purgó con la horrorosa muerte que le dieron.
En prueba de lo anterior diremos, que
no tan sólo se había abstenido de tomar participación alguna en el movimiento
cantonal de Cádiz, sino que por el contrario, impulsado por sus simpatías con
los benevolos, que parece le tenían ofrecido un puesto de Gobernador de
Provincia, o porque creyera de buena fe que el movimiento era in- oportuno, el
caso es que rechazó y censuró duramente dicho movimiento.
Esto no le libró de ser preso en
cuanto entraron en la Isla las tropas del Gobierno republicano del funesto
Salmerón: de la Isla fue conducido a la Carraca, donde le pusieron
incomunicado, pero a la siguiente noche del día de su prisión, vio llegar a su
calabozo los carceleros acompañados de un soldado de marina, los cuales le
dijeron que les siguiera.
El desgraciado Cuesta, que estaba
enterado como todos los presos, de las numerosas crueldades a que venían
entregándose con ellos los defensores del orden y de la propiedad, viendo
además que eran más de las 12 de la noche, tuvo un terrible presentimiento de
lo que con él se proyectaba, y se negó a salir del calabozo.
Viendo sus despiadados verdugos que no
conseguían persuadirle con sus mentidas palabras, se arrojaron sobre él,
arrastrándolo a viva fuerza, pero el infeliz, haciendo un supremo esfuerzo
logró asirse de la reja del rastrillo, prorrumpiendo en desgarradores gritos:
¡Que me asesinan! ¡Que me matan! ¡Socorro! gritaba el infeliz, pero todo era en
vano para su salvación, antes por el contrario, excitada la furia de sus verdugos
por la misma resistencia que oponía la víctima, redoblaban sus esfuerzos,
golpeándole con una ferocidad salvaje.
El estrépito era, como puede
suponerse, grandísimo; los demás presos que oían aquellos gritos y adivinaban
la causa, unos estaban sobrecogidos de espanto y otros rugiendo de cólera, pero
como aquella brutal lucha no concluía, para terminarla y poder consumar el
horro- roso crimen que tenían pensado, intervino el capataz de las Cuatro
Torres, don Gregorio García Borrero, diciéndole al pobre preso: no grite usted
hombre, que no se le va a hacer ningún daño; déjese usted conducir, que yo le
aseguro bajo mi palabra que va usted a otro sitio mejor.
Rendido de fatiga y casi engañado por
estas palabras, se dejó arrastrar por los que acompañaban al capataz, pero no
habían andado diez pasos, cuando el soldado de marina que había venido
exprofeso para este repugnante oficio de verdugo, le asestó una cuchillada en
la espalda, con una navaja de afeitar, infiriéndole una larga y profunda
herida. Al grito que exhaló el infeliz, y como si no fuera bastante, se
arrojaron sobre él cuatro soldados más que estaban ocultos en la habitación del
portero, y le acabaron a bayonetazos allí mismo.
Su cadáver desapareció y como había
estado incomunicado, su muerte pudo ser ocultada bastantes días.
La pobre viuda, ignorante de que lo
era, llevaba la comida todos los días para su esposo a la Carraca, hasta un día
en que la dijeron que había sido conducido a Madrid. Inmediatamente púsose en
camino la infeliz para ir en busca suya, pero como era natural, la fue
imposible obtener ni el menor indicio.
¡Júzguese del dolor de esta
desgraciada, considerando que al regresar a Cádiz tuvo la primera noticia de la
suerte que a su marido le había cabido!
Estos horribles pormenores, obtenidos
en parte de los mismos presos que, estando incomunicados como la víctima,
oyeron sus gritos y lamentos, han sido completados después en el Hospital
Militar de San Carlos y ante varios testigos, precisamente por uno de los
principales ejecutores, por el sargento primero de marina, García Arenas, que
estuvo entreteniendo a su auditorio con la relación (que quiso hacer
divertida), de tan horrorosas escenas. Este mismo añadió, como prueba de lo
fecunda que había sido su participación en tales crímenes, que ya sus mismos
compañeros le llamaban alma negra, pero tenía para consuelo y premio de sus
hazañas, el ascenso a alférez que le fue otorgado. ¡Y este hombre ha partido
ileso para la isla de Cuba!
Un detalle reveló el tal García Arenas
que nos olvidábamos de con- signar. Todos los que tomaban parte en estos
crímenes tenían señalado por el Excelentísimo señor don Rafael Rodríguez de
Arias y Villavicencio, Capitán General del distrito marítimo, un sobresueldo de
un duro diario.
Todavía vive un desgraciado, que está
preso desde los acontecimientos de Cádiz, el cual escapó de la muerte por su
resolución para buscarla.
Concluida la sublevación, fue preso y
llevado a la Carraca, donde en compañía de otro preso para él desconocido hasta
entonces, fue incomunicado. Ya tenía noticia de varios asesinatos que habían
tenido lugar cuando llamaron a su compañero de calabozo, que no volvió para
recoger su petate. Persuadido de que había sido asesinado como tantos otros, y
echado en los caños de la Carraca con un lingote a los pies, resolvió evitar
tal suerte suicidándose. Para tal efecto, pidió una botella con refresco, que
le llevaron de la enfermería. Tiró su contenido, la rompió y con uno de los
vidrios se cortó las venas de los brazos. Cuando vinieron a su vez a llamarlo,
lo encontraron exánime, y lo llevaron al hospital ¡Cosa singular! No le han
formado causa por tentativa de suicidio, porque al preguntarle por qué lo
intentó, contestaba el preguntado a su vez: ¡Decidme antes donde está mi
compañero de calabozo!
En medio de las sombras en que se
cuidó de ocultar estos crímenes, hemos podido averiguar algunos nombres de los
desgraciados que fueron asesinados.
Faustino Fuentes, originario de
Galicia, capitán de la Milicia Republicana; ha dejado viuda y cuatro hijos.- Antonio
Santana, voluntario; ha dejado viuda y dos hijos.- Antonio Camacho, voluntario;
viuda y cuatro hijos, y Francisco La Chica, voluntario; viuda y tres hijos.
Los nombres de algunos de los sicarios
los publicaremos en el próximo número.
De todos estos crímenes es
directamente responsable ante el pueblo insurreccionado, el infame y cobarde
verdugo Excelentísimo señor don Rafael Rodríguez de Arias y Villavicencio que
ha sido condecorado con la gran cruz de San Fernando pensionada con mil pesetas
que pagarán los hijos de las victimas.
En la actualidad vive esta fiera en la
villa y corte, en aquel nido de víboras y zánganos, calle de Goya, número 6,
cuarto segundo, Barrio de Salamanca.
Se lo recomendamos muy eficazmente a
los trabajadores de Madrid y al Núcleo Vengador Ejecutivo.
La Comisión de Propaganda.
Para la burguesía española, monárquica
o republicana, el proletario no podía pasar de votante, de soldado y de
trabajador, y cuando vio que éste manifestaba aspiraciones a la igualdad social
y predisposición revolucionaria, intentó hacer un escarmiento, aprovechando la
lección dada por la burguesía republicana gubernamental francesa en la
represión ejecutada contra los vencidos de la Comuna de París.
Aceptada La Internacional en un
principio por el proletariado como agrupación de trabajadores que se cuentan y
organizan para entenderse y ponerse de acuerdo en un pensamiento de
reorganización social, dominó en los primeros tiempos un temperamento pacífico;
pero cuando el privilegio asombrado y asustado vio el peligro y se mostró
desconfiado y agresivo, se produjo en el proletariado español un cambio en el
sentido de acción revolucionaria.
Tan fuera de razón era la confianza
primitiva como la idea de violencia posterior. Era natural; faltaba educación,
experiencia, conocimiento y obraba el proletariado como la infancia: con
candidez o con rabia, pero moviéndose en la impotencia.
Era notable la confianza con que los
internacionales españoles, iniciados en la tendencia anarquista, discutían con
los burgueses:
- Nuestra organización es igualitaria
y libre, decían, cada uno des- empeña su función y no necesitamos dirección ni
presidencia; y cuando un burgués se manifestaba admirado de que en las
sociedades obreras no hubiera presidente que asumiera la representación y el
mando, los internacionales sonreían con orgullosa superioridad, como si
poseyeran un secreto impenetrable a los cortos alcances del interlocutor
burgués.
Esa candidez era perjudicial: ni había
tal secreto ni tampoco era cierta la carencia total de autoridad. Lo que había
era un convencionalismo que engañaba a los mismos trabajadores que lo
empleaban.
Ya hemos visto al Consejo general
imponiéndose a la Asociación y procurando además imponerse artificiosamente en
el Congreso de la Haya; hemos visto a los Congresos de la Federación española
despojar al Consejo federal de atribuciones, reduciéndole a simple oficina de
correspondencia y estadística, y hasta cambiar su nombre en Co- misión federal,
para que pareciera su nombre menos autoritario, mientras que en la resistencia
primero y en la acción revolucionaria después, se le concedían por los
Estatutos y por los acuerdos de las Conferencias comarcales atribuciones
supremas, y por último vemos por la Memoria transcrita que en una Federación regional
que contaba con 73 Federaciones locales, 20 de las cuales constaban de un solo
oficio y 45 de una sola sección de oficios varios, o sea núcleos de obreros y
burgueses jóvenes, sólo había 8 entidades que pudieran considerarse como
verdaderas federaciones por haber más de dos oficios o entidades pactantes.
Así se comprende que se creasen o se
disolvieran de una plumada federaciones comarcales y agrupaciones locales, que
en realidad sólo eran juego de palabras sin realidad positiva.
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