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sábado, 15 de abril de 2023

LA LEY DEL NUMERO (RICARDO MELLA)



La Ley del numero (Ricardo Mella)

 

CAPÍTULO I

SUPERSTICIÓN Y SUPERCHERÍA DEL SUFRAGIO

A la gran superstición política del derecho divino de los reyes, dice Spencer, ha sucedido la gran superstición política del derecho divino de los parlamentos. “El óleo santo ‑añade‑ parece haber pasado inadvertidamente de la cabeza de uno a las cabezas de muchos, consagrándolos a ellos y a sus derechos”.

Examinemos esta gran superstición que ha inspirado al primero de los filósofos positivistas tan elocuentes palabras.

El origen de los parlamentos, ya se trate de países monárquicos, ya de republicanos, es la voluntad de la mayoría, por lo menos teóricamente. Al propio tiempo, la supremacía del mayor número descansa en su derecho indiscutible a gobernar directa o indirectamente a todos. Se dice, y apenas es permitido ponerlo en duda, que la mayoría ve más claro en todas las cuestiones que la minoría, y que, siendo muchas cosas comunes a todos los hombres, es lógico y necesario que los más sean los que decidan cómo y en qué forma se han de cumplir los fines generales.

De aquí resulta una serie de consecuencias rigurosamente exactas.

La mayoría de los habitantes de un país tiene el derecho de reglamentar la vida política, religiosa, económica, artística y científica de la masa social. Tiene el derecho enciclopédico de decidir sobre todas las materias y disponer de todo a su leal saber y entender. Tiene el derecho de afirmar y negar cuanto le plazca a cada instante, destruyendo al día siguiente la obra del día anterior. En política, dicta leyes y reglas a las cuales no es permitido escapar. En economía, determina el modo y forma de los cambios, reglamenta la producción y el consumo y permite o no vivir barato, según su voluntad del momento. En religión, pasa sobre las conciencias e impone el dogma a todo el mundo bajo penas severas y mediante contribuciones o­nerosas. En artes y ciencias, ejerce el monopolio de la enseñanza y el privilegio de la verdad oficial.

Ella decide y fija las reglas higiénicas y la conducta moral que deben seguirse, cuáles funciones sociales corresponden al grupo y cuáles al individuo, en qué condiciones se ha de trabajar, adquirir riquezas, enajenar bienes, cambiar las cosas y relacionarse con las personas. Finalmente, y como digno remate, premia y castiga, y es acusador, abogado y juez, dios todopoderoso que se halla en todas partes, todo lo dispone y sobre todo vigila, atento y celoso.

Estas deducciones nada tienen de exageradas una vez admitido que la ley del número es la suprema ley.

Mas, como las mayorías no pueden realizar por sí tantas cosas, como no les es dable ocuparse a diario en tan múltiples cuestiones, surge necesariamente el complemento de la ley, la delegación parlamentaria. Y, al efecto, por medio de las mayorías, se elige también delegados o representantes que, constituidas en corporación, asumen todos los poderes de sus representados, o más bien los del país entero, y así es cómo se genera el poder omnipotente, el derecho divino de los parlamentos.

Y he aquí que, en el seno de esas cámaras o asambleas de los escogidos, se aplica de nuevo la ley radical del número y por mayoría se decretan las leyes a fin de gobernar sabiamente los intereses públicos y privados, que a tanto alcanza la omnisciencia de los legisladores. De este modo, un puñado de ciudadanos medianamente cultos, vulgarotes las más de las veces, alcanza la gracia de la suprema sabiduría. Higiene, medicina, jurisprudencia, sociología, matemáticas, todo lo poseen, porque el espíritu santo de las mayorías se cierne constantemente sobre sus cabezas. Tal es la teoría en toda su desnudez.

Tienese por temerario discutirla, por locura negarla. La imbecilidad argumenta injuriando.

Pero la sabiduría expresa la verdad. “El pueblo soberano ‑dice el positivista‑ designa a sus representantes y crea el gobierno”.

“El Gobierno, a su vez, crea derechos y los confiere separadamente a cada uno de los miembros del pueblo soberano, de donde emana. ¡He ahí una obra maravillosa de escamoteo político!”

Mas, el escamoteo no para en esto. Extiende sus dominios hasta lo más hondo de los sistemas políticos, porque, una vez afirmada la ley de las mayorías, se convierte, como veremos muy pronto, en una tremenda ficción que permite a unos cuantos encaramarse en la cucaña del poder, dictar e imponer a un pueblo entero su voluntad omnímoda.

Tratemos, pues, antes de hacer la crítica de la ley, de penetrar este misterio político, poniendo ante los ojos del lector la realidad que encierra.

CAPÍTULO II

LA FICCIÓN MAYORITARIA Y LAS FALACIAS DEL VOTO PARLAMENTARIO

Los países constitucionales ¿rígense verdaderamente por las decisiones de las mayorías? ¿Impera en todo o en algo la voluntad de éstas?

Veamos. El Gobierno de una nación, de España, por ejemplo, convoca en determinado plazo a elecciones generales. Los partidos hacen sus aprestos para la lucha próxima y llega finalmente el día de la contienda. Por lo menos se presentarán en cada distrito dos candidatos. Este es el caso más común. No obstante, en algunos, se presentarán más y no faltarán aquéllos en que el candidato sea único.

Ciñámonos al caso general y admitamos, verdadero mirlo blanco, la más perfecta imparcialidad en la lucha electoral. Hagamos cuentas. Sin citar casos y acumular datos que cada uno puede, sin gran trabajo, buscar por sí mismo, nos será permitido afirmar que generalmente se abstiene de hacer uso del derecho electoral de un 30 a un 50 por 100 de los electores. Sentimos no conocer datos respecto a España. Pero, en Francia, en un período de singular agitación, esto es, en 1886, de diez millones de electores votaron siete millones, o, lo que es lo mismo, se abstuvo cerca del tercio del número de los electores; y hace constar el autor de quien tomamos estas cifras que el número de abstenciones adquiere proporciones alarmantes. Si, pues, en circunstancias anormales y en un país donde las luchas políticas son más vivas que en España, se abstuvo de votar un 38% de los electores, no habrá motivo para que se nos tache de exagerados si asignamos a nuestro país un 50% de abstenciones, es decir, el promedio de las dos cifras, indicadas antes. ¿Cómo se distribuye el 60% restante? Comúnmente el candidato derrotado va a los alcances del candidato triunfante, que es casi siempre el oficial. Rarísimos son los casos en que éste tiene doble número de votos que aquél. No será, pues, cargar mucho la mano si atribuimos al candidato derrotado un veinte por ciento de los electores. Recapitulemos. De cada 100 electores, 40 se abstienen, 20 votan al candidato vencido, que suman 60, y los 40 restantes que componen esa decantada mayoría a quien representará en Cortes el candidato triunfante. Esta es, sin embargo, una cuenta de color de rosa para los elegidos. Pero, aunque no lo fuera, aunque el candidato vencido no obtuviese más que un 10% de los electores, aunque nos empeñásemos en sumar todo lo favorable forzando los datos del cálculo en beneficio del vencedor, siempre resultaría éste representante de una minoría. Notemos, al efecto, que en todo lo dicho se prescinde de las mujeres, que componen, aproximadamente, la mitad de la nación y tienen derechos e intereses que defender como el hombre. Y aún podríamos añadir que se prescinde asimismo de los hijos menores de edad que, como ha hecho observar Tarde, gozan de todos los derechos civiles por medio de apoderado (padre, tutor), y debieran también gozar del derecho electoral de una manera análoga. En este caso, resultaría que, no teniendo derecho a votar las tres cuartas partes de la población (Francia 1885 y 1886), ningún candidato puede ser expresión de la mayoría de los individuos de su distrito.

Pasemos, no obstante, por alto este cálculo y veamos, en otro orden de consideraciones, cuál es la representación real del candidato elegido. Por imparcial que sea un gobierno, por mucho que quiera ceñirse a la legalidad, y nosotros queremos suponerle el más ardiente deseo de justicia, no podrá menos de inclinar con su influencia, aun involuntariamente, la balanza electoral. No hace falta la recomendación expresa, la violencia descarada, el amaño inmoral. Por ley de naturaleza esta influencia existirá de hecho, influencia si se quiere impersonal, no deliberada, pero por esto mismo más efectiva y eficaz. Los empleados públicos votarán, sin que nadie se lo mande y por o contra su voluntad, al candidato oficial. A su vez, los amigos y deudos de éste se verán arrastrados a influir, cuando menos moralmente, con sus palabras, con sus consejos, cerca de cuantos con ellos tengan relaciones sociales de cualquier índole. Las autoridades judiciales, eclesiásticas, militares, etc, aun manteniéndose en la más absoluta pasividad, serán nuevas recomendaciones para que muchos, sin consultar sus propias ideas, voten al candidato del Gobierno o del cacique. Verdad que los deudos, amigos y parientes del candidato de oposición harán lo mismo; pero su influencia y su poder serán menores que el poder y la influencia de los elementos gubernamentales.

¿Puede ponerse en duda lo que dejamos dicho? Pues no hagamos ya cuentas; la aritmética sobra. El elegido no tendrá otra representación real que la de una minoría exigua que acepta sin discusión el representante designado por las autoridades de partido o por el mismo gobierno.

¿Y qué diremos si los candidatos son más de dos? ¿Podrá nunca el elegido representar a la mayoría de los electores? Sucederá siempre que, sumados los votos de los derrotados y las abstenciones, la suma arrojará una cantidad superior a la obtenida por el candidato triunfante.

Se nos dirá que, en muchos casos, no hay lucha electoral porque el candidato es único. Y bien: cuando en un distrito o localidad sólo se presenta un candidato, es, o por la indiferencia del cuerpo electoral, o por la seguridad de que nada se podrá contra la influencia del gobierno. En estos casos, la abstención es casi absoluta. Todo el mundo lo sabe y lo confiesa, aunque siempre aparece LEGALMENTE una nutrida votación. De uno o de otro modo, el elegido representa, cuando más, al propio gobierno y a sus caciques oficiales y no tiene, por tanto, la representación real de ningún elector.

En la mayor parte de los distritos rurales, que es donde con más frecuencia se da el caso del candidato único, ni siquiera se abren los comicios. Los personajes más influyentes, o los que componen el Ayuntamiento, que casi siempre son aquéllos, se reúnen un día y ellos son los que deciden libremente sobre la representación parlamentaria de la localidad. Todos los votos, sin exceptuar uno, el padrón, como suele decirse, es para el candidato previamente designado. Se levanta un acta con las formalidades de rúbrica, y elección hecha. A veces se llega hasta remitir al cacique el acta en blanco. Nosotros lo hemos visto en Galicia, en Castilla y en Andalucía. No pecaremos afirmando que, salvo las formas, lo mismo ocurre en toda España.

Estos representantes de tan extraño modo elegidos, en la mayor parte de los casos no reconocen siquiera sus distritos ni éstos les conocen a ellos, y por lo tanto no puede haber entre unos y otros compenetración de necesidades ni deseos en los elegidos de velar por los intereses que desconocen. El elector, a todo esto, permanece indiferente, como si supiera de antemano que nada tiene que esperar del legislador y que todo se reduce a un juego a cartas vistas.

¿Qué representación puede entonces atribuirse una asamblea de tal manera formada? La de una microscópica minoría, cuanto más.

Supongamos, sin embargo, falso nuestro análisis, y admitamos que cada uno de los representantes de la nación lo es en virtud de la voluntad, libremente manifestada, de una mayoría. Aún así, cada representante habrá de hallarse frecuentemente en conflicto entre los intereses generales, que la ley le manda atender, los particulares que sus electores le exigen sirva. Diráse que colectivamente los diputados producen una resultante armónica que satisface, a la vez que al interés común del país, a los parciales intereses de cada localidad. Mas, aun supuesta aquella metafísica concordancia de intereses, ¿están de acuerdo siempre los representantes en lo que conviene a la nación? Mejor dicho, ¿lo están alguna vez? Y, cuando lo están, ¿atienden verdaderamente los intereses y necesidades de sus representados?

Se trata, por ejemplo, de aumentar los derechos de importación del trigo. Los diputados castellanos querrán el aumento. Pero los diputados gallegos, valencianos, aragoneses, etc., pretenderán que los trigos entren libremente en España. Si se trata de tejidos, Cataluña tendrá opinión contraria a la de gran parte del resto del país. Si de vinos, Andalucía y Castilla, por ejemplo, no opinarán como Galicia y Asturias. ¿Qué ocurrirá? Que los diputados, atentos sobre todo a las instrucciones del gobierno, no a la voluntad del país, que por otra parte no puede formularse en una expresión unitaria, entrarán en transacciones y acomodamientos, de los que resultará una ley contradictoria o incolora, una ley que no satisfará ningún interés público ni privado, una ley que dejará descontentos a todos y levantará tempestuosas protestas; una ley, en fin, que no satisfará más intereses que el interés gubernamental, una amalgama burdamente hecha en beneficio del legislador.

Los Parlamentos representan colectivamente a sus respectivos países. Un grupo heterogéneo de hombres se atribuye la representación de toda una nacionalidad. Su misión es obrar de acuerdo con las necesidades generales, no con las de cada grupo de electores. Esto es, al menos, teóricamente. Pero, ¿cómo conocerán los representantes el interés y las necesidades generales si no pueden siquiera darse cuenta de las necesidades e intereses más inmediatos de los grupos que les eligieron? En la práctica, las cosas ocurren de otro modo. Los representantes del país procuran acomodarse por conveniencia lo más posible a las necesidades supuestas de la comarca a que pertenecen; pero resulta que, aunque los diputados castellanos voten lo que desea Castilla, por ejemplo, siempre serán vencidos por el resto de sus colegas del Parlamento, y así los castellanos tendrán que soportar las imposiciones de las demás comarcas. Y esto se generalizará, a menos que por una sola vez en la historia, se dé el caso de que dieciséis o veinte millones de hombres estén de acuerdo en la adopción de una ley, de una regla cualquiera. De aquí que no haya ley que satisfaga verdaderamente los generales intereses y necesidades y sí una cierta entidad metafísica, vaga, indeterminada, una sombra; pero sombra sin cuerpo, que a tanto alcanza la ficción legislativa gubernamental.

Esto aparte, se comprende bien que, en virtud del procedimiento mismo, ninguna ley cumpla los amplios fines que se le atribuyen. Elegidos los miembros del Parlamento por sufragio, aún habiendo obtenido cada uno de ellos verdadera mayoría de votos, quedan naturalmente huérfanos de representación muchos grupos de ciudadanos que restan, por tanto, su conformidad a las leyes formuladas. Y, como luego éstas nunca tienen a su cuenta la unanimidad de pareceres del cuerpo legislador, resulta que a toda ley hay que restarle la conformidad de los electores derrotados en los comicios la de aquéllos que representan los diputados que disienten de la mayoría, y por fin, la de los electores abstenidos; lo que, traducido al lenguaje de la brevedad, quiere decir que hay que restarle la opinión de la inmensa mayoría del país.

Todavía tendremos que atender los argumentos de los federales. Nos dirán que todo lo expuesto es rigurosamente cierto; pero que ocurre a causa del sistema centralizador que informa nuestra organización política. Entendámonos. Lo que hemos dicho respecto de los Parlamentos nacionales, no dejaría de ser cierto aplicado a Parlamentos comarcales, no deja de serlo respecto a los municipios. La federación fracciona el hecho, no lo destruye. Lo que hoy es cierto para una nación grande, lo sería mañana para la serie de naciones chicas federalmente constituidas. La autonomía no hace más que contraer la cuestión a una esfera más reducida. Además, aún dentro de la federación, queda en manos del poder central una porción de asuntos; de modo que entonces habría casos en que nuestra crítica sería perfectamente aplicable a las asambleas nacionales, y otros en que lo sería igualmente a las cámaras cantonales y a los municipios. Porque el mal no nace del espíritu más o menos centralizador de un organismo, sino de la legislación y del despotismo numérico que, como principio de acción política, aceptan lo mismo el federalismo que el unitarismo.

De hecho, pues, cualquiera que sea el sistema político, resulta siempre que es una minoría la que gobierna.

Aun prescindiendo de la inmensa inmoralidad del cuerpo electoral, de los desafueros del caciquismo y de la poderosísima influencia oficial, que no son, como se dice, un mal solamente en España, sino que coge de arriba a abajo a todas las naciones constitucionales, la ley de mayorías es una ficción formidable que permite el agiotaje organizado descaradamente por los que han hecho de la política profesión lucrativa y a su amparo acrecientan sus riquezas por medios más bajos que los que empleaban en Sierra Morena o en los montes de Toledo el bandido clásico de la clásica tierra del Quijote y Sancho.

Y no cabe argüir que con la generalización del sufragio y el triunfo de la democracia será verdad la ley del número, porque, aparte el ejemplo que nos dan las naciones republicanas, conviene recordar el período de la revolución en España, con sus diputados impuestos desde abajo a garrotazo limpio, cuando no a tiros; conviene recordar que, a falta de caciquismo gubernamental, subsiste siempre el caciquismo de localidad y de partido, el caciquismo de comité; conviene recordar que durante aquel período se persiguió, atropelló, encarceló y deportó a cuantos estorbaban por impacientes, por internacionalistas o por mil motivos pequeños, y que tal persecución no tenía otro objeto que el de asegurar una aparente mayoría cuyo apoyo era necesario para mantenerse en el poder (1873).

Y, en último análisis, si se quiere se insiste en que la más perfecta equidad democrática haría caer por su base nuestra crítica, todavía preguntaremos: ¿Y cómo se garantizará la igualdad de condiciones y la libertad, por tanto, de emitir el voto al campesino que depende del jornal que le da el amo, del usurero que le presta y del monterilla que le amenaza? ¿Cómo se hará para que el cura, con sus anatemas y excomuniones, no coarte la libertad personal? ¿Y qué, para que el siervo del taller pueda votar contra la voluntad del patrono, para que el fabricante arrastre unos centenares de votos con la simple amenaza, expresada o no, de la privación del pan para el día siguiente? ¿Cómo proceder para que la inmensa mayoría de la sociedad, que vive bajo la dependencia humillante de la minoría adinerada, pueda votar libremente?

El obrero y el campesino saben bien que no disponen de su voto, que es para el amo, aunque éste no lo pida. En millares de casos, basta el temor de la pérdida del jornal para que el obrero y el campesino abdiquen voluntariamente todo derecho individual. El empleado público y el de empresas particulares piensan lo mismo, y sin esfuerzo ofrécense de antemano a la esclavitud y a la anulación de su voluntad. El industrial y el comerciante en pequeña escala no olvidan sus compromisos con el gran capitalista que cobra letras de cambio o sirve pedidos que muchas veces es necesario pagar tarde y mal. La libertad soñada se escurre así de entre las manos. Y esto no hay monarquía ni república que lo destruya.

Inútil, completamente inútil extremar la cuestión. La ley de las mayorías trae aparejado el imperio despótico de los menos, de los que tienen el privilegio del señorío, no otorgado voluntariamente por talentos o virtudes reconocidas, sino impuesto por amaños e iniquidades de toda especie.

La superstición será bastante poderosa para que continúe creyéndose locura el simple hecho de dudar de la virtud, de la sapiencia de las mayorías y de la bondad de sus determinaciones; pero la experiencia y el entendimiento prueban la falsedad de la ley de las mayorías, que se convierte irremediablemente en el despotismo sin freno de los menos.

CAPÍTULO III

LA RAZÓN NO ES VIRTUD DE LAS MAYORÍAS, SINO DE LA INTELIGENCIA DESARROLLADA EN USO DE LA LIBERTAD. LA FUNCIÓN LEGISLATIVA ES NEGATIVA Y CENTRALIZADORA; EL LIBRE ACUERDO ES AUTONÓMICO Y VITALIZADOR. EL MAL RESIDE EN LA LEY MISMA Y NO ADMITE VARIANTES COMPENSADORAS

Si del examen de los hechos resulta demostrada la falsedad de la ley del número, parece innecesaria toda crítica razonada de los principios en que se funda. Mas, si se tiene en cuenta todo el poder de la preocupación que impacientará a muchos incrédulos, pese a nuestras deducciones, no se juzgará inútil la labor que acometemos.

Podría atribuirse a impurezas de la realidad lo que es la insania del principio mismo y afirmar, no obstante todas las experiencias en contrario, la posibilidad de regirse por las decisiones de las mayorías, Y en este supuesto nos toca demostrar, aún a trueque de hacer monótono este trabajo, la falsedad de la pretendida ley en todos los aspectos.

Convencidos del radical antagonismo entre la libertad individual y la preponderancia avasalladora de la masa, negamos toda autoridad constituida, ya provenga de la fuerza, ya provenga del número. Para que el individuo y el grupo puedan coexistir sin destruirse, es necesario aniquilar cualquier forma de la imposición del uno sobre el otro. Para nosotros, que fundamos nuestros ideales en la libertad individual ilimitada, la AUTOARQUÍA es el método obligado de convivencia social. El bien de uno es tan respetable como el bien de todos, por lo que sólo a condición de identificar los intereses, la libertad será un hecho. He ahí por qué somos libertarlos y por qué somos socialistas: porque entendemos que la raíz de toda oposición entre individuos, así como entre colectividades, o entre unos y otras, se halla en la forma de apropiación individual, y deducimos que la armonía social ha de producirse mediante la posesión en común de la riqueza y de la libertad compleja de acción para los individuos y para los grupos.

Y, como este criterio de la libertad excluye toda idea de subordinación a las mayorías, vamos a demostrar que la ley del número es falsa en sí misma y que la sociedad puede arreglar todos sus asuntos sin apelar al procedimiento del sufragio.

Afírmase, por los mantenedores de esta pretendida ley, que las mayorías, o más bien las pretendidas mayorías, gozan de ilimitación en sus derechos, y la práctica prueba ciertamente su aserto.

Sin embargo, las leyes casi nunca se cumplen; la mayoría de los hombres las esquivan; los más enérgicos las repudian. ¿En qué consiste esto? En la imposibilidad real de comprender en una, o en varias leyes, la inmensa variedad de los intereses, de las costumbres y de las condiciones. Cada individuo, cada colectividad tiende a diferenciarse produciéndose de distinto modo; mientras que la ley trata de uniformarlos y obligarles a obrar y conducirse de una misma manera. Los intereses comunes no pueden ser reglamentados uniformemente, porque la comunidad no es nunca tan estrecha que no suponga fraccionamiento y serie, divergencia y oposición. Para que la identidad de los intereses se verifique, es necesario que, viniendo de abajo, se establezcan relaciones de solidaridad voluntaria y espontáneamente de individuo a individuo y de grupo a grupo, de forma que alcancen a comprender, en una resultante más o menos definida, todos los miembros sociales. Entonces, en esta organización seriada de las partes, cada una de éstas habrá conservado su sello especial y su personalidad, esto es toda su libertad.

La rebelión, falta de verdaderos motivos determinantes, dejará de producirse, tanto más cuanto que aquella organización no sería por su naturaleza misma inmutable, sino el producto consciente de la voluntad de sus componentes en cada momento del tiempo y en cada lugar manifestada. Pero este procedimiento es precisamente opuesto a la regla de las mayorías, como que se genera en la personalidad libre y en ella tiene su asiento, y por tanto constituye la negación rotunda del derecho de legislar atribuido a aquéllas.

Pues sometamos al análisis la cosa negada, a trueque de evidenciar luego la justicia de la negación.

Reduzcámonos a los límites de un país cualquiera.

A todos los que vivimos en España, por ejemplo, nos interesa mantener relaciones comerciales con los demás países. ¿Qué haremos? ¿Decidiremos el pleito a favor del libre cambio? ¿Votaremos por la protección? El asunto es de la mayor trascendencia y debería augurar un acuerdo casi unánime. No obstante, las opiniones se dividirán grandemente: unos querrán comer y vestir barato sin pensar en la paralización del trabajo nacional; otros querrán fomentar este trabajo, importándoles un bledo la carestía del pan, de la carne, del vino, del vestido, etc. ¿Tendrán aquéllos derecho a imponernos la holganza forzosa y la miseria? ¿Lo tendrán éstos a obligarnos a trabajar como bestias y a concluir también por la holganza y el hambre cuando las consecuencias del sistema hayan llegado a su límite?

Según los partidarios de la ley del número, la verdadera solución la poseen unos cuantos millares de imbéciles que, por ser los más, gozan del supremo derecho de gobernarnos. La mayoría, en efecto, es la llamada a decir cómo se va más pronto a la miseria general; la mayoría acordará, con razón o sin ella, que el país perezca o por abundancia de productos importados, o por insuficiencia de los de propia fabricación; la mayoría tendrá el bárbaro derecho de condenarnos a muerte por hambre; la mayoría estará revestida de poder bastante para hacer lo que se le antoje sin miramientos ni cortapisas de ningún género.

Examinemos otro ejemplo.

A todos los españoles interesa por igual vivir en paz con los otros pueblos. Pero, en la China, supongámoslo, asesínase por fas o por nefas a unos cuantos españoles. Los ánimos se exaltarán, y, como siempre, los patriotas, sin perjuicio de quedarse en casa tranquilamente, clamarán venganza. Las gentes de buen sentido, o lo que es lo mismo, la minoría ‑hablamos siempre en la hipótesis del régimen de las mayorías supuesta verdadera‑, pensarán que la muerte de unos cuantos españoles por otros tantos chinos no es motivo bastante para mandar irrefexiblemente al matadero de una guerra de exterminio a dos pueblos, cuando menos, indiferentes el uno al otro. Y, sin embargo, no será el buen sentido el que prevalezca, sino la voluntad ciega de una mayoría automática que tiene el derecho de obligarnos a matar y a morir.

¿Qué diremos de la organización del país? Es preciso vivir bien, y la vida social depende de las formas políticas adoptadas. ¿Preferiremos la República? ¿Aceptaremos la monarquía? ¿Optaremos por la centralización? ¿Seremos federalistas? La mayoría, la todopoderosa mayoría, decidirá. Si no quiero un rey, tendré que tragarlo. Si un Presidente, tendré que apechugar con él por mucho que lo deteste. Si unitarismo y federación me repugnan de igual modo, cargaré pacientemente con la cruz pesadísima de su complicado mecanismo. ¿Y la cuestión de cultos? Tanto monta: crea o no, pagaré un culto y un clero y viviré y moriré en nombre de un Dios por la sapiente mayoría impuesta.

¿A qué amontonar más ejemplos?

Ya que la mayoría está capacitada para decidir sobre todas las cosas, deberá estar impuesta en todas las ciencias. Mas su ignorancia es tan grande como ilimitadas son sus prerrogativas. Ella, a pesar de todo, podrá imponer como regla de salud pública los mayores absurdos higiénicos. Ella podrá reglamentar las faenas agrícolas mandando que se siembre y se recolecte cuando se le antoje. Ella podrá llevar sus leyes al taller, a la fábrica y al hogar; y, a la hora de la muerte y en plena agonía, sus reglamentos acompañarán nuestra descomposición, siguiéndonos luego hasta dejar nuestros cuerpos siete codos bajo tierra.

Se nos dirá que no son tan ilimitados sus derechos. No obstante, ¿puede negarse que la mayoría se nos impone desde que nacemos hasta que morimos? ¿Puede negarse que higiene, trabajo, la existencia entera, por ella están reglamentados?

Y, en fin, si sus derechos tienen límites, ¿quién los determina? Filósofos, metafísicos, teólogos de la ley del número inventarán prodigiosos escamoteos de la verdad; pero, ¿quién habrá de fijar el límite si no la mayoría misma? ¡Limitarse voluntariamente, cercenar su propio poder! ¡Esta sí que es una obra de maravillosa prestidigitación!

Indudablemente. La ley de las mayorías no es la ley de la razón, no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se verifica precisamente al contrario, o sea por impulso de las minorías, o, con más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión abierta con la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad. Cierto que ésta, aceptando luego la hipótesis individual, ha coronado siempre la obra; pero el impulso no ha venido jamás de las mayorías.

Contra la opinión de la multitud, se descubrió un nuevo mundo y la tierra continúa dando vueltas y más vueltas por el espacio infinito. Contra la opinión de las mayorías, la locomotora resbala sobre los carriles y la palabra vuela del uno al otro confín con rapidez vertiginosa. Pese al parecer de nuestros mayores, se navega sin velas y sin remos y contra viento y marea. Y en fin, contra la opinión del gran número se surcará los aires y se navegará por las profundidades del océano, del mismo modo que, en tiempo no muy lejano, se levantará de las ruinas del mundo actual un mundo mejor, presentido por unos cuantos ilusos, entre cuyo número tenemos el honor de contarnos.

Y ¿no han caído contra la opinión de las mayorías los reyes absolutos? ¿No han sido destronados los reyes constitucionales? ¿No hemos suprimido la esclavitud? ¿No hicimos otro tanto con la servidumbre? ¿No lo haremos muy pronto con el proletariado, última forma de dependencia entre los hombres? ¿No se registran en la evolución religiosa los mismos aspectos y modalidades, hasta el punto de que hoy el mundo pertenece a la negación del dogma, al libre pensamiento y, al ateísmo, a pesar de los poderes religiosos todavía subsistentes?

Toda, absolutamente toda la historia, es una negación de la ley del número, de la bárbara, sí, de la bárbara ley del número. Cada paso que hemos dado ha sido en lucha abierta con los demás. En ciencias y en artes, lo mismo que en política y economía, lo mismo que en la vida práctica, todo se ha hecho contra la voluntad y las decisiones de las mayorías.

¿Continuaremos cantando las excelencias del número, de la suprema ciencia y de la suprema razón de los más? ¿Juzgaremos aún poco menos que temerario poner en duda los derechos limitados o ilimitados de la mayoría?

CAPÍTULO IV

EJEMPLOS Y ERRORES DE LA LEY DE MAYORÍAS

Pasemos a otro orden de consideraciones.

Mañana, veinte, cuarenta, cien individuos constituyen una sociedad para fomentar la instrucción laica. Cada uno concurre con su fuerza moral, con su posición en la sociedad y con su dinero a la consecución de los fines que todos persiguen. ¿Podrá la mayoría disponer que, al día siguiente, todos los fondos y todo el valimiento de la agrupación se dedique a la enseñanza religiosa? Si no puede tanto, la ley del número queda negada, puesto que la limita. Si puede realizar nuestra hipótesis, la ley de las mayorías es la ley de la fuerza y la ley del despojo erigida en principio de justicia.

El buen sentido dice que, en todo caso, si los miembros de una sociedad difieren en los fines, la sociedad debe disolverse. Cada cual quedará así libre de asociarse con sus colegas en propósitos y satisfacer sus aspiraciones.

Podría ocurrir asimismo que, estando los asociados conformes en los fines, no lo estuviesen en los medios. Podrían querer unos que la enseñanza se contrajese a individuos que reuniesen ciertas condiciones. Podrían querer otros que se la diese a todos sin diferencia alguna. ¿Sería razonable que dominase la restricción porque así lo quisiere la mayoría? Si así fuese, valdría tanto como levantar altares al privilegio y a sus mantenedores, poniendo por encima de la razón y del desinterés la ignorancia y el egoísmo. Y entonces, como siempre, la ley del número representaría el imperio de la fuerza y de la brutalidad.

A una diferencia tal de pareceres, ahora como antes, corresponde la disolución de la sociedad. Cada grupo, quedaría en libertad de obrar como mejor le pareciera, y la experiencia demostraría a todos cuál era el mejor camino para llegar al fin propuesto.

A los reparos que pudieran hacérsenos sobre la inestabilidad de las asociaciones, contestaremos por anticipado que, de la subordinación del pensamiento y de la conducta de unos socios a los de otros, nada duradero ni práctico puede esperarse y que, siendo la experiencia la gran piedra de toque de todas las contiendas, siempre será preferible la multiplicidad de las prácticas a la limitación de las ya habituales. Por otra parte, entendemos que toda agrupación debe concretar bien y con claridad los fines para que se constituye y los medios que ha de aplicar, cuidando siempre de mantener la independencia personal completa. Si esto se hace, nada o casi nada habrá que resolver luego; y aquellas cosas de poca monta, que son generalmente indiferentes a los socios porque su ejecución no vale la pena de dividir las opiniones, se las resolverá de común acuerdo y sin agitaciones estériles. Por lo general, en las sociedades reglamentadas y sometidas a la ley del número, no son las mayorías las que deciden estas pequeñas cuestiones, sino la voluntad de los más activos, sean pocos o muchos. En estas agrupaciones privadas, en que la ley no tiene la trascendencia de un principio general, de una ley propiamente dicha, ocurre, no obstante, lo mismo que en la sociedad política. Un pequeño núcleo de individuos lo arregla todo, de todo dispone y todo lo hace.

El que haya pertenecido o pertenezca a sociedades de recreo, de cooperación, de política, etc., habrá visto o verá producirse continuamente en su seno luchas violentas por verdaderas bagatelas. A pesar de la pretendida ley, no se vive un momento en paz bajo la tutela sapientísima de las mayorías. Por la cosa más trivial se encrespan, se irritan y tratan siempre de imponerse, con razón o sin ella; casi siempre sin razón. Esto demuestra precisamente su arbitrariedad, pues que provoca y no tolera la rebeldía, y puesto también que, a su pesar, las cosas sociales marchan en el más complejo desbarajuste cuando de lo que se trata es exactamente de lo contrario.

¿Y nada nos dice la ineficacia de la pretendida ley? ¿Nada sus negativos resultados? ¿Nada sus mil perturbaciones?

¿Cómo explicarse la persistencia de la generalidad en afirmar y sostener la ley del número, no obstante tantos hechos y tantas pruebas que la destruyen?

¿Cómo se explican todos los errores humanos? De un lado, por el interés de los favorecidos en educarnos en la preocupación. De otro, por la preocupación misma heredada y transmitida de unos a otros durante siglos.

En último término, los más sinceros convienen en que es razonable cuanto se diga contra el régimen de las mayorías; pero no comprenden cómo pueden hacerse las cosas de otro modo en sociedad. Reconocen que el hábito de los andadores es pésimo y no se imaginan, sin embargo, la posibilidad de echar a andar sin ellos.

Apenas una ley es promulgada por la mayoría supuesta o real, multitud de descontentos pide que se la reforme, que se la modifique, y lo pide precisamente a los que la han redactado; votado y promulgado. Hágase o no la reforma, el caso es que la mayoría, o sus representantes, se han equivocado, que se equivocan todos los días. Y es siempre a la una y a los otros a quienes se pide que deshagan un error que no tienen por tal.

Es el fruto natural de la gran superstición política de los parlamentos derivada de la superstición de las mayorías. Es el mundo terráqueo inmóvil en el centro del Universo, a pesar de todas las demostraciones y experiencias que enseñan lo contrario.

CNT-AIT  Puerto Real

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