Revolucionarios sí; voceros de la revolución, no
En tiempos, no muy lejanos, era uso y costumbre entre los
militantes del socialismo, del anarquismo y del sindicalismo apelar a la
Revolución Social para todos los menesteres de la propaganda, de la oratoria y
hasta de la correspondencia privada. El abuso llegó a tal extremo, que la
locución pasó a mejor vida completamente desgastada y sin provocar la más
ligera protesta.
Este cambio en las costumbres no fue meramente de fórmula,
como pudieran imaginarse los poco versados en el movimiento social
contemporáneo. Más o menos, todos creíamos, a puño cerrado, que la Social
estaba a la vuelta de cualquier esquina y que el día menos pensado íbamos a
encontrarnos en pleno reinado de la anhelada igualdad. Andando el tiempo, la
imaginación hizo plaza a la reflexión, el corazón cedió la preeminencia al
entendimiento y fuímonos dando cuenta de que por delante de nosotros había un
largo camino que recorrer, camino de cultura y de experimentación, camino de
lucha y de resistencia, camino indispensable de preparación para el porvenir.
Y todos nos pusimos a estudiar y todos, estudiando,
aprendimos a luchar, a propagar, hasta a hablar con maneras nuevas que
correspondían a maduras reflexiones. El cambio en el uso de las locuciones que
parecían insustituibles, respondió al cambio de las ideas y los sentimientos
que, al precisarse, se hicieron más exactas y más conformes a la realidad.
Tal novedad, no lo es si se tiene en cuenta la exhuberancia
de la vida en los primeros años. No hay juventud sin bellos ensueños, sin
arrebatos de pasión, sin irreprimibles entusiasmos. Es claro que, no por esto,
los que hemos sido revolucionarios hemos dejado de serlo. Más que en los hechos
en las palabras, la táctica revolucionaria persiste y gana aún a los que andan
reacios en poner de acuerdo la conducta con las ideas.
Nadie cree que la revolución sea cosa de inmediata factura,
pero se labora cada vez más conscientemente por acelerar todo lo posible el
advenimiento de la sociedad nueva. Y en este derrotero, las palabras son lo de
menos; a veces son un estorbo, o una necedad, o una preocupación.
Hacer conciencias; dar luz, mucha luz a los cerebros; poner
a compás hechos y principios; realizar, cuanto más mejor, aquella parte
esencial de las ideas que nos distingue de los acaparadores de la vida;
combatir sin tregua y firmemente todas las fuerzas retardatrices del progreso
humano, es tráfago revolucionario de los tiempos modernos, bien saturados de
ideales y de aspiraciones novísimos.
En nuestros días, las multitudes proletarias actúan
precisamente en este sentido. Aun cuando no estén unánimemente penetradas del
ideal, como el ideal está en el ambiente y el espíritu revolucionario las ha
penetrado por completo, ellas obran conscientes de su misión renovadora y van
en derechura a emanciparse de todos los ataderos que las sujetan a inicua
servidumbre.
¿Qué importa que la palabra revolución no esté en sus
labios, si la revolución está en sus pensamientos y en sus hechos?
La certidumbre del revolucionarismo proletario, bien nos
compensa de aquel extinguido uso de palabras altisonantes que no dejaban tras
sí rastro de provecho. Mas como en achaques sociales se dan las mismas leyes
que en toda suerte de mudanzas humanas, no se extinguió la ingenuidad revolucionaria
de los primeros tiempos sin dejar, como recuerdo, la mueca de la juventud
pasada. Nos quedan los voceros de la revolución, los anacrónicos gritadores de
oficio, los que se entusiasman y embelesan con lo grotesco, con lo vulgar y
necio de las palabras y están ayunos del contenido ideal de las expresiones. Es
fruto natural de la incultura sociológica o del incompleto conocimiento de los
principios revolucionarios. Con el mejor deseo, con la mayor naturalidad, sanos
de corazón y de pensamiento, algunos, no sabemos si pocos o muchos, no tienen
de la revolución y del futuro otra idea que la violencia, las palabras fuertes,
los gritos selváticos, los gestos brutales.
Antójaseles que el
resto es cosa de burgueses, de afeminados, o cuando más de revolucionarios
tibios, prontos a pasarse al enemigo. Para merecer el título de revolucionario
es menester gritar mucho, bullir mucho, manotear y gesticular como poseídos. No
discutáis un hecho por bestial que sea, por cruel, por antihumano que os
parezca. Al punto os tacharán de reaccionario.
Hay en las filas revolucionarias, con distintas etiquetas,
bastantes cultivadores de la barbarie. No se es revolucionario si no se es
bárbaro. Todavía hay muchos que piensan que el problema de la emancipación se
resuelve muy sencillamente con la poda y corta de las ramas podridas del árbol
social.
No decimos nosotros que no sea necesaria; la fuerza, que no
sea fatalmente necesario podar y cortar y sajar; no decimos nosotros que el
revolucionarismo consista en abrir las ostras por la persuasión; pero de esto a
resumir en una feroz expresión de la brutalidad humana la lucha por un ideal de
justicia para todos, de libertad y de igualdad para todos, hay un abismo en el
que no queremos caer.
No voceros de la revolución sino conscientes de la obra
revolucionaria, tan larga o corta como haya de ser, necesita la humana empresa
de emancipación total en que andamos metidos los militantes por los ideales del
porvenir.
Sin importarnos un ardite de los gritadores profesionales,
apesadumbrados con los inconscientes gritadores que lealmente, sinceramente,
creen servir a la revolución a voces y a manotazos, nosotros afirmamos en
nuestras convicciones de siempre, diciendo a todos:
«Revolucionarios, sí; voceros de la revolución, no».
RICARDO MELLA 1911
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