CARCELERAS DEL FRANQUISMO
Avaricia, frialdad, egoísmo, insensibilidad ante el
sufrimiento ajeno, torturadoras psicológicas. Éstas son algunas de las virtudes
de las Hijas de la Caridad señaladas por presas políticas del franquismo.
Ajeno, el jurado del galardón destaca “su excepcional labor social y
humanitaria en apoyo de los desfavorecidos desarrollada de forma ejemplar
durante casi cuatro siglos”. Y las premia “por su promoción en todo el mundo de
los valores de justicia, paz y solidaridad”.
A sus 85 años, Maria Salvo i Iborra, presa política durante
16 en las cárceles de Franco por pertenecer a las Juventudes Socialistas de
Cataluña, recuerda muy bien a estas religiosas que controlaron la Prisión
Provincial de Mujeres de Las Corts, en Barcelona: “En los dos años que estuve
allí, no tengo ningún recuerdo bueno de ellas. Dirigían la cárcel con
favoritismos y una falta de humanidad escalofriante”.
“La comida que nos daban era infame –rememora Maria–,
incomestible. Pasamos mucha hambre. Sólo nos daban boniatos hervidos con col,
mientras las monjas comían de maravilla porque tenían un huerto magnífico que
cultivaban las reclusas”.
A punto de recibir la Creu de Sant Jordi por su labor en la
recuperación de las libertades democráticas y con la Medalla de la Ciudad de
Barcelona en su poder, Maria Salvo evoca la falta de higiene y las enfermedades
pasadas en Las Corts: “Contraje una colitis que arrastro de por vida. En una
ocasión, y por orden del médico, las monjas tuvieron que instalarnos a cuatro
enfermas cerca de su recinto. Por las noches y arriesgándose mucho, una presa
común que trabajaba en la cocina de las Hijas de la Caridad nos pasaba alguno
de sus platos. Eran guisos estupendos y cocidos suculentos”.
“La comparación entre lo que ellas comían y lo que nos daban
a nosotras –continúa Maria Salvo– era brutal. Había mujeres que se caían de
hambre en las formaciones de la prisión y estas monjas no hacían nada. Su
frialdad era tremenda, inhumana. ¡Qué falta de sensibilidad mostraban para
contemplar dos veces al día el rancho infame que nos servían, conociendo los
beneficios de su enorme huerto!”.
Ricard Vinyes, profesor de Historia Contemporánea en la
Universidad de Barcelona, precisa en un artículo publicado en la revista
Historia Social de la UNED: “El huerto constituyó una de las fuentes de
enriquecimiento de la administración, pero no de las presas”. En su obra
Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas (Temas
de Hoy), cuenta cómo las encarceladas trabajaban “en el inmenso huerto para
redimir pena y cobrar algo de dinero –4,50 pesetas por nueve días de trabajo–
con el que poder comprar en el economato de la cárcel las verduras que habían
cultivado con su propio esfuerzo”.
Los libros de contabilidad del citado huerto fijan la
producción de verdura, legumbre y patata en el mes de mayo de 1941 en 1.226
kilos, como en el resto de los meses. En junio y julio se suma la obtención de
fruta. Vinyes resume los dos tipos de quejas elevadas por las presas: “La
salida irregular de productos de la cárcel con destino al mercado negro y el
alto precio de los que se vendían en el economato de la prisión”. Ninguna de
las responsables en España de la orden religiosa ha respondido a interviú
acerca de todas estas acusaciones.
Tortura psicológica
“Sus castigos –continúa Maria Salvo– eran aleatorios,
ladinos, refinados, de maltrato psicológico. Por ello, es cuando menos
sorprendente que le concedan el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia a
una comunidad que actuó sin caridad, con avaricia y torturándonos psicológicamente”.
El castigo más doloroso para estas mujeres encarceladas,
separadas de sus hijos (los niños ingresaban en hospicios al cumplir tres años
de edad) y, en la mayoría de los casos, con sus maridos, padres o hermanos
fusilados, era perder la comunicación con el exterior. “Las monjas te rompían
la carta de un hijo o te castigaban suprimiéndote las visitas con la familia.
El bien más preciado de todas aquellas prisioneras –explica Maria– era saber de
sus seres queridos, y que sólo podían tenerlo, con suerte, una vez al mes. Si
cuando llega ese bien, te lo rompen, sufres un trauma terrible... Era maldad
rasgar las cartas en vez de guardarlas y entregarlas al final del castigo”.
Ricard Vinyes también abunda en “la arbitrariedad ejecutiva
como norma de funcionamiento en la vida carcelaria”. La Junta de Disciplina de
Las Corts, el máximo órgano directivo y gestor de la cárcel, estaba formada por
el director, el médico, el capellán y sor Felipa García Sánchez, secretaria en
funciones de administradora. “El control de las Hijas de la Caridad –asegura
Vinyes– era completo porque sólo las religiosas mantenían trato directo con las
presas”.
Maria Salvo, detenida a los 21 años, torturada y condenada a
30 años de prisión “por delitos como la masonería, que yo ni sabía lo que
significaba”, recuerda muy bien a sor Ausencia, “siempre atenta para descubrir
cualquier infracción que cometiéramos, como intentar ducharnos cuando lo
necesitábamos y no nos lo permitían”. El “único recuerdo humano” que tiene de
estas hermanas es el de sor Juana, “porque a veces permitía que otras presas
nos pasaran algo de comer o algún trapo cuando teníamos la regla (un gran
problema entre mujeres jóvenes en aquel lugar)”.
Tomasa Cuevas, de 88 años, está ingresada actualmente en un
centro geriátrico de Barcelona. En su obra Testimonio de mujeres en las
cárceles franquistas (UNED, 2005) precisa: “Las monjas se quedaban con una
parte regular del dinero que obtenían de las labores que hacíamos las presas.
Cuando nos enteramos de que lo vendían al doble de precio, decidimos poner un
papelito con el valor en cada labor. Les molestó tanto que no nos permitieron
bajar a las comunicaciones con nuestros trabajos. Al final llegamos a un
acuerdo con ellas diciendo que les daríamos un tanto por ciento de lo que
vendiéramos”.
Ricard Vinyes relata la negociación: “Las religiosas
disponían de una red bien organizada de contactos que, bajo el nombre de Ropero
de Caridad, comercializaba los trabajos de las reclusas entre familias
acomodadas de Barcelona. Una parte de la ganancia era retenida por las
religiosas El resto iba a las presas, pero éstas nunca conocían el precio real
de la venta de sus productos”.
En la memoria de Maria Salvo tampoco se ha borrado el oscuro
incidente de las Hijas de la Caridad en la cárcel de Alcalá de Henares
(Madrid), donde ella estuvo recluida en 1956. “Estando allí –relata– eligieron
a una compañera, presa política y maestra, llamada Carmen Orozco, para que les
ayudara a llevar la administración del economato de la cárcel. Carmen comprobó
que vendían la mitad de los suministros que entraban para las penadas y lo
denunció ante el director de la prisión. El director, un falangista y hombre
íntegro, llamó a las monjas y les dijo que prescindía de sus servicios. Luego
le costó a él el cargo”.
Mano de hierro
El historiador Fernando Hernández Holgado, autor de Mujeres
encarceladas (Marcial Pons Historia Estudios, 2003) añade más datos. Tras
instalarse en España en 1790, las Hijas de la Caridad “gobernaron con mano de
hierro las galeras o antiguas cárceles de mujeres durante buena parte del siglo
XIX y comienzos del XX hasta ser expulsadas en 1931 por Victoria Kent, la
primera directora general de Prisiones de España, que las sustituyó por un
cuerpo de funcionarias especializadas”.
Acabada la Guerra Civil, continúa Hernández, “el dictador
Franco volvió a recurrir a ellas como carceleras en establecimientos de
infausta memoria”. En diciembre de 1940, 342 religiosas de 15 órdenes
diferentes se encontraban repartidas por 40 cárceles españolas, precisa la
Memoria Oficial del Patronato de Redención de Penas de 1941. Sus funciones,
según el documento, eran: “Encargarse de todo el gobierno interior, del
mantenimiento de la disciplina de las reclusas, de las clases de enseñanza y de
la dirección de los talleres”.
La madre superiora formaba parte del máximo órgano
consultivo del centro, la denominada Junta de Disciplina. El control de las
religiosas en las prisiones fue creciendo, y las Hijas de la Caridad de San
Vicente de Paúl se hicieron con la administración absoluta de la prisión
barcelonesa de Las Corts en 1943.
Vinyes, en su citado artículo, narra la entrada en esa
cárcel: “Una monja tocada con las amplias alas blancas del singular hábito de
la Orden de la Caridad introducía a las detenidas entre las paredes de un mundo
construido para castigar y estructurado para aniquilar la dignidad desposeyendo
día a día las defensas físicas y la voluntad a sus habitantes”. Mavis Bacca
Dowden, presa en Las Corts acusada de espía de los aliados, fue más dura: “Aquí
dentro nada os pertenece excepto lo que habéis comido y no siempre, porque es
probable que lo vomitéis”.
El número 89 del semanario Redención (definido en la Memoria
del Primer Año de la Obra de Redención de Penas 1939-1940 como “el órgano más
eficaz de Orientación del Patronato de prisiones y su vehículo principal de
propaganda”) destacaba: “La superiora en una prisión de mujeres es una jefa de
servi cios permanente y, por tanto, con una mayor responsabilidad puesto que
ella sola es quien recibe las órdenes, quien las interpreta y quien las
transmite”.
La candidatura de las Hijas de la Caridad al Premio Príncipe
de Asturias, propuesta por la Conferencia Episcopal, se impuso a la de la
Organización Nacional de Trasplantes y a la de la Organización Internacional
del Trabajo. “¿Qué papel juega la Iglesia en este proceso de rememoración
colectiva? ¿Pasará esta orden religiosa a la historia por algo que no fue?”, se
pregunta Fernando Hernández.
Nieves Torres fue detenida a los 19 años por pertenecer a
las Juventudes Socialistas Unificadas. Hoy tiene 87 y no olvida a las Hijas de
la Caridad: “Yo era católica, apostólica y romana. Iba a misa todos los
domingos, pero perdí mi religión al ver cómo se comportaban las monjas y los
sacerdotes en las cárceles”.
Nieves rememora un irónico “acto de caridad” de estas
hermanas: “Teníamos que comer en completo silencio sin apenas mirarnos a los
ojos, mientras nos leían alguna historia de santos. La comida era aguachirri.
Un día, una de las presas ancianas dijo que aquello era agua. La hermana cogió
el plato, lo llevó al grifo, lo llenó de agua y se lo puso de comer”.
“Eran unas marimandonas –cuenta– que nos hacían la vida
imposible: siempre vigilándonos para ver cómo podían herirnos. Nos trataban con
malos modos, nos tenían en condiciones miserables y jamás tuvieron un detalle
de dulzura o un gesto cariñoso. Eran egoístas y malas personas”. No hay regla
sin excepción, y en los 16 años que estuvo encarcelada, la excepción se llamó
sor Catalina: “Ella sufría al ver la maldad de las monjas, pero decía que no
podía dejarlas por el qué dirían en su pueblo”.
Su trabajo en la Prisión de Palma de Mallorca, un hospicio
de ancianos convertido en cárcel en noviembre del 36, no mejora la imagen de
esta congregación. David Ginard i Féron, doctor en Historia por la Universitat
de les Illes Balears, recoge numerosos testimonios de antiguas presas del
centro en su libro Matilde Landa. De la Institución Libre de Enseñanza a las
prisiones franquistas (Ediciones Flor del Viento, 2005). La falta de higiene
(“nos daban mantas mugrientas y unos jergones de paja, desechados por el
ejército tras años de uso, con manchas repugnantes que daban náuseas”), la
comida “escasa e infecta” y el sometimiento de las reclusas salpican las
páginas del libro.
Egoístas y mezquinas
“La mezquindad de las monjas encargadas del funcionamiento
de la prisión llegó al extremo de vender en el economato el pescado que nos
donaba el pueblo”, recoge otro de los testimonios. Isabel Coll Martí, ex presa
que a sus 86 años sigue viviendo en la isla, recuerda cómo “las monjas se
embolsaban una parte del dinero recaudado por el fotógrafo que nos retrataba el
día de la Merced. Las Hermanas de la Caridad ganaron dinero a nuestra costa. En
otra ocasión se quedaron con la leche y una gran coca (bollo azucarado típico
de las islas) que me llevó mi hermano”. Isabel, encarcelada en 1939 con 20
años, evoca a las dos únicas monjas que fueron buenas: sor Isabel y sor María.
“Eran caritativas y cariñosas; pero en cuanto su superiora se enteró del
comportamiento que tenían con nosotras, las trasladó a otros sitios”, señala
Isabel Coll.
Los testimonios se acumulan. Antonia García Toñi, torturada
con corrientes eléctricas en los oídos, permaneció tres años en Palma. Como
cuenta en la citada obra de Tomasa Cuevas: “Llegó a tanta nuestra depauperación
y delgadez que todas o casi todas teníamos la última vértebra al descubierto y
no nos podíamos sentar más que de lado”.
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