Dos artículos de Marianico (Rajoy) de hace casi 30 años:
(la foto no es del articulo) Ya mostraba su interés por la
desigualdad humana, pero no nos decía abiertamente que él y la casta eran la
élite y el resto los esbirros que reman.
Rajoy en 1983 era un franquista ( ¿todavía? ) y un lector de
ideólogos del último franquismo como Gonzalo Fernández de la Mora y su libro
"La envida igualitaria" según el cual los mejores hombres del país
debían ocupar los mejores puestos del país, en un elitismo total, ignorando las
críticas de la izquierda, puesto que esas críticas obedecían a su envidia que
era también la fuerza que estaba detrás del ansia igualadora de la izquierda.
Es dudoso que los dirigentes del Partido Popular actual
hayan "evolucionado" en su pensamiento político, lo más probable es
que sigan siendo franquistas y elitistas en secreto, reservando su discurso
políticamente correcto y curado de franquismo para las entrevistas oficiales y
los mítines televisados.
Todos sabemos que cuando mande Rajoy, obligará a los obreros
a producir más, dará más facilidades a los empresarios para despedirlos y
volverá al desarrollismo salvaje de los años de Aznar, que es la única solución
que entra en su cabeza para salir de esta crisis económica.
Ver los artículos con Rajoy en 1983 en el PDF adjunto, o
aquí:
IGUALDAD HUMANA Y
MODELOS DE SOCIEDAD
Mariano Rajoy Brey
(*)
(Diputado de AP. en
el Parlamento gallego)
Uno de los tópicos más en boga en el momento actual en que
el modelo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el
que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban
cualesquiera normas y sobre las más diversas materias: incompatibilidades,
fijación de horarios rígidos, impuestos –cada vez mayores y más progresivos-
igualdad de retribuciones…En ellas no se atiende a criterios de eficacia,
responsabilidad, capacidad, conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad:
sólo importa la igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo
permite hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.
Recientemente, Luis Moure Mariño ha publicado un excelente
libro sobre la igualdad humana que paradójicamente lleva por título “La
desigualdad humana”. Y tal vez por ser un libro “desigual” y no sumarse al coro
general, no ha tenido en lo que ahora llaman “medios intelectuales” el eco que
merece. Creo que estamos ante uno de los libros más importantes que se han
escrito en España en los últimos años. Constituye una prueba irrefutable de la
falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales, de las
doctrinas basadas en la misma y por ende de las normas que son consecuencia de
ellas.
Ya en épocas remotas –existen en este sentido textos del
siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la
estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos
conocimientos que el hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los
hijos de “buena estirpe”, superaban a los demás- han sido confirmados más
adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas “Leyes” nadie
pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo
desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación. Cuando
en la fecundación se funde el espermatozoide masculino y el óvulo femenino,
cada uno de ellos aporta al huevo fecundado –punto de arranque de un nuevo ser
humano- sus veinticuatro cromosomas que posteriormente, cuando se producen las
biparticiones celulares, se dividen en forma matemática de suerte que las
células hijas reciben exactamente los mismos cromosomas que tenía la madre: por
cada par de cromosomas contenido en las células del cuerpo, uno solo pasará a
la célula generatriz, el paterno o el materno, de ahí el mayor o menor parecido
del hijo al padre o a la madre. El hombre, después, en cierta manera nace
predestinado para lo que habrá de ser. La desigualdad natural del hombre viene
escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las
desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas nuestras condiciones,
desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo, corpulencia…hasta las
llamadas psíquicas, como la inteligencia, predisposición para el arte, el
estudio o los negocios. Y buena prueba de esa desigualdad originaria es que
salvo el supuesto excepcional de los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos
personas iguales, ni siquiera dos seres que tuviesen la misma figura o la misma
voz.
Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples
manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de
vestir, en el ansia de ganar –es ciertamente revelador en este sentido la
referencia que Moure Mariño al afán del hombre por vencer en una Olimpiada, por
batir marcas, récords…-, en la lucha por el poder, en la disputa por la
obtención de premios, honores, condecoraciones, títulos nobiliarios
desprovistos de cualquier contrapartida económica…Todo ello constituye
demostración matemática de que el hombre no se conforma con su realidad, de que
aspira a más, de que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de
que, en definitiva, lucha por desigualarse.
Por eso, todos los modelos, desde el comunismo radical hasta
el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas –porque como con
tanta razón apunta Moure Mariño, la de inteligencia, carácter o la física no se
pueden “Decretar” y establecen para ello normas como las más arriba citadas,
cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro revestimento, es la de la
imposición de la igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia misma del
hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello,
aunque se llamen asimismos “modelos progresistas” constituyen un claro atentado
al progreso, porque contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a
desigualarse, que es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida
de los pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al
privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más emprendedores…de esa iniciativa
más provechosa para todos que la igualdad en la miseria, que es la única que
hasta la fecha de hoy han logrado imponer.
FARO DE VIGO, 4 de
marzo de 1983
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LA ENVIDIA
IGUALITARIA
Mariano Rajoy Brey
Presidente de la
Diputación de Pontevedra
Hace algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza de
acceder a la publicación de un artículo en el que comentábamos un libro a
nuestro juicio apasionante. “”La desigualdad humana” de Luís Moure-Mariño. Hoy
pretendemos descubrir otro libro no menos magistral que analiza con profusión
de detalles y argumentos aquella afirmación y el consiguiente problema de la
igualdad-desigualdad humana, pero que añade a este estudio el de otro tema no
menos importante e íntimamente unido al primero, cual es el de la envidia, uno
de los más graves y perniciosos de los pecados capitales. El libro lleva por
título “La envidia igualitaria”. Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De
entre sus pocas más de doscientas páginas, cuya lectura recomendamos a todos
aquellos que quieran ampliar sus conocimientos sobre el hombre, destacaremos
tres aspectos concretos y por encima de todo un mensaje general.
La primera parte de “La envidia igualitaria” tiene como
objetivo básico, ampliamente logrado por cierto, el recopilar los escritos
históricos sobre la envida. En ella se sintetizan los diversos estudios y
opiniones que a lo largo de los tiempos ha provocado el pecado de la envidia.
Desde los griegos hasta los contemporáneos pasando por los latinos, Sagrada
Escritura, la patriótica, los medievales, los renacentistas, barrocos y
modernos, todos los grandes pensadores han denunciado la malignidad de ese
sentimiento.
En el segundo apartado del libro, Gonzalo Fernández de la
Mora analiza de manera exhaustiva y profunda el problema de la envida –a la que
define como “malestar que se siente ante una felicidad ajena, deseada,
inalcanzable e inasimilable”-, de su utilización política (vaguedades como “la
eliminación de las desigualdades excesivas”, “supresión de privilegios”,
“redistribución”, “que paguen los que tienen más…” son utilizadas
frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus objetivos políticos),
las defensas ante la misma (la huida, la simulación y la cortesía son medios de
que tiene que valerse el “envidiado” para evitar el provocar el sentimiento), y
la manera de superarla que es la autoperfección y la emulación.
Por último, el autor dedica unas brillantes páginas a
demostrar el error en que incurren quienes a veces conscientemente y utilizando
el sentimiento de la envida y otras sin valorar el alcance de sus
aseveraciones, sostienen la opinión de que todos los hombres son iguales y en consecuencia
tratan de suprimir las desigualdades: El hombre es desigual biológicamente,
nadie duda hoy que se heredan los caracteres físicos como la estatura, color de
la piel… y también el cociente intelectual. La igualdad biológica no es pues
posible. Pero tampoco lo es la igualdad social: no es posible la igualdad del
poder político (“no hay sociedad sin jerarquía”), tampoco la de la autoridad
(¿sería posible equiparar la autoridad de todos los miembros de un mismo
gremio, por ejemplo, de todos los pintores o los cirujanos?), o la de la
actividad (es difícil imaginar un ejército en el que todos fueran generales; o
una universidad en la que todos fueran rectores), o la del premio, o la de
oportunidades (las circunstancias, temporales, geográficas y familiares colocan
inevitablemente a los individuos en situaciones más o menos favorables, nadie
tiene la misma oportunidad mental, ni histórica, ni nacional: no es igual nacer
en EE.UU. que en U.R.S.); ni siquiera la económica: “allí donde se ha
implantado una cierta igualdad pecuniaria –mediante la nacionalización de los
medios de producción, la abolición de la herencia, la supresión de las rentas
del capital y la equiparación de casi todos los salarios- se han radicalizado
las inevitables desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas
quizá no monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin
no fuera superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la igualdad
económica de ambos. Para imponer tal igualdad habría que eliminar el poder
político, lo que es imposible”.
Pero si importantes son todas y cada una de estas ideas,
individualmente consideradas, a todas ellas trasciende el mensaje, o la
pretensión final del autor sobre la que entiendo todos los ciudadanos y particularmente
los que asumen mayores responsabilidades en la sociedad, debemos reflexionar.
Demostrada de forma indiscutible que la naturaleza, que es jerárquica, engendra
a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el
resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura
igualitaria. La experiencia ha demostrado d de modo irrefragable que la gestión
estatal es menos eficaz que la privada. ¿Qué sentido tienen pues las
nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer –vid. RUMASA-, o sea, el de
satisfacer la envidia igualitaria. También es un hecho que la inversión
particular es mucho más rentable no subsidiaria. Entonces ¿Por qué se insiste
en incrementar la participación estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar
la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Es evidente que la
mayor parte del gasto público no crea capital social, sino que se destina al
consumo. ¿Por qué, entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente a la
inversión privada fracciones cada vez mayores de sus ahorros? También para que
no haya ricos para satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo es cada
ciudadano tribute en proporción a sus rentas. Esto supuesto, ¿por qué, mediante
la imposición progresiva, se hace pagar a unos hasta un porcentaje diez veces
superior al de otros por la misma cantidad de ingresos? Para penalizar la
superior capacidad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Lo
equitativo es que las remuneraciones sean proporcionales a los rendimientos. En
tal caso ¿por qué se insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más
que otro y, de este modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo
incentivo para estimular la productividad son las primas de producción. ¿Por
qué, entonces, se exige que los incrementos salariales sean lineales? Para
castigar al más laborioso y preparado, con lo que se satisface la envidia
igualitaria. Y así sucesivamente. Juan Ramón Jiménez lo denunció en su verso
famoso “Lo quería matar porque era distinto”; y el poeta romántico Young dio en
la diana cuando afirmó “todos nacemos originales y casi todos morimos copias”.
Al revés de lo que propugnaban Rousseau y Marx la gran tarea del humanismo
moderno es lograr que la persona sea libre por ella misma y que el Estado no la
obligue a ser un plagio. Y no es bueno cultivar el odio sino el respeto al
mejor, no el rebajamiento de los superiores, sino la autorrealización propia.
La igualdad implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la
libertad. La aprobación por nuestras Cortes Generales de algunas leyes como la
última de la Función Pública constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta
pues pretende equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente
desiguales y sólo va a servir para satisfacer ese gran mal que constituye la
envidia igualitaria. Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica:
hagamos caso de la sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en lugar de
lesionarte te aumento”.
FARO DE VIGO, 24 de
julio de 1984
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