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miércoles, 16 de diciembre de 2009

Militares argentinos mataron hace 30 años en Madrid a Noemí Gianetti, una de las madres de la plaza de mayo


Esto es como volver a nacer”. A sus 29 años, Martín reivindica desde Buenos Aires la identidad que le robaron. Hoy sabe que sus apellidos son Amarilla y Molfino. Sus verdaderos padres –Guillermo y Marcela– integran la larga lista de miles de opositores políticos desaparecidos por la dictadura argentina. Marcela fue detenida junto a su marido el 17 de octubre de 1979. Estaba recién embarazada de su cuarto hijo y aún no lo había contado en casa. Después de dar a luz a Martín, los militares se lo quitaron y lo entregaron a un funcionario de los servicios de inteligencia del Ejército. Una vez despojada de la criatura, mataron a Marcela.Aquel bebé, Martín, reconstruye ahora su pasado, y también el de su familia. Las dudas generadas por los datos de su partida de nacimiento, en la que consta que nació en el hospital del centro militar Campo de Mayo –donde eran trasladadas las detenidas en estado de gestación–, se agravaron cuando buscó fotos de su supuesta madre embarazada. No encontró ninguna. El testimonio aportado a principios de noviembre por un militar arrepentido a las Abuelas de Plaza de Mayo, revelando que Marcela Molfino había parido a un niño durante su paso por ese centro, permitió rearmar el puzle. Las pruebas de ADN se encargaron del resto. El reencuentro se produjo en las oficinas de las Abuelas. Hubo lágrimas, risas y abrazos. También rabia, la misma de hace casi 30 años, cuando su abuela, Noemí Giannetti, fue secuestrada en Perú y asesinada en Madrid, en agosto de 1980. Su delito: reclamar a nivel internacional que su hija y su yerno fueran devueltos con vida. De hecho, los Molfino están marcados a sangre y fuego por el régimen. Dos años antes del secuestro de Guillermo y Marcela, otros dos hijos de Noemí, Alejandra y Miguel Ángel, fueron detenidos por la dictadura. Alejandra conoció el destierro y tuvo que refugiarse en París. Miguel Ángel recorrió los campos de exterminio, lo sometieron a distintos métodos de tortura y permaneció preso durante siete años. En medio de esta oleada represiva, Noemí Giannetti y otro de sus hijos, Gustavo, se exiliaron a París. Noemí recorrió despachos, habló con políticos europeos e incluso acudió a la sede de Naciones Unidas en Ginebra (Suiza) para denunciar la persecución que sufría su familia. Luego se instaló en Lima (Perú), donde la dictadura había dado paso a una incipiente democracia. Desde allí quería amplificar la lucha por los derechos humanos en Argentina.Las investigaciones de su caso muestran que sobre las diez de la noche del 12 de junio de 1980, varios hombres armados secuestraron a Noemí en su casa de la capital peruana. Ese mismo día habían sido detenidos tres militantes del movimiento montoneros, radicados en esta ciudad: María Inés Raverta, Julio César Ramírez y Federico Frías. La operación estaba enmarcada en el denominado Plan Cóndor, que imperaba en el Cono Sur y mediante el cual las dictaduras latinoamericanas establecían mecanismos represivos de colaboración.El 18 de julio, Noemí subió a un avión de la compañía Varig en el aeropuerto de Río de Janeiro. Su destino sería Madrid. La acompañaban dos hombres que, según confesó tiempo después una azafata, “no la dejaban ni ir al baño sola”. En Barajas la esperaban otros dos individuos, también argentinos, que la llevaron hasta un hotel situado en el número 37 de la madrileña calle Tutor. La habitación, situada en la última planta del edificio, estaba reservada a nombre de Federico Frías, uno de los montoneros secuestrados en Lima y que, al igual que sus compañeros raptados ese día, jamás volvió a aparecer. Sus captores aprovecharon la documentación para alquilar la habitación a su nombre. Cuatro días después, el olor a fétido que salía de la habitación 604, en cuya puerta colgaba el cartel de No molestar, llamó la atención de una de las encargadas de la limpieza, que se animó a entrar. Dentro, la escena era siniestra: Giannetti yacía muerta en la cama, tapada con varias mantas. El insoportable calor veraniego también había hecho lo suyo, y el cuerpo ya estaba en avanzado estado de descomposición. En la mesa de noche había un pasaporte argentino a nombre de María del Carmen Sáenz. Había sido introducida en España con esa documentación falsa. Nunca se conocieron oficialmente las causas de su muerte. La primera autopsia certificó que había fallecido a raíz de una “insuficiencia cardiorrespiratoria provocada por causas exógenas”. Según fuentes conocedoras del caso, la habían envenenado con unas pastillas que le provocaron la parada cardiaca. El secretario de Derechos Humanos del gobierno argentino, Eduardo Luis Duhalde, ha revelado a interviú que los autores de aquel crimen “pertenecían al Batallón 601 del servicio de inteligencia del Ejército argentino”. “Próximamente vamos a aportar pruebas sobre los agentes civiles que trasladaron a la señora Giannetti a Madrid. Los tenemos identificados, pero sus nombres tendrán que ser confirmados por la Justicia”, afirma Duhalde, quien estuvo refugiado en España entre 1976 y 1984. A comienzos del próximo año publicará un libro sobre las actividades represivas de la dictadura en el extranjero. El caso Molfino ocupa un buen tramo. Datos ocultosA su juicio, los servicios secretos españoles de la época “encubrieron la información” sobre este asesinato y se negaron a colaborar con la Justicia, tanto en 1980 como en 1998, cuando el juez Baltasar Garzón, a petición de la familia, reabrió el caso. El responsable de Derechos Humanos sostiene que “cuando la Audiencia Nacional incluyó este crimen entre la política de asesinatos en el exterior de la dictadura argentina, tampoco logró información por parte de los servicios españoles”. “Ni siquiera fue posible conseguir el listado de pasajeros que volaron en el avión que trasladó a esta señora a España”, destaca. Los familiares de la mujer coinciden. “El Grupo de Tareas (unidad militar) que fue a España contó con el apoyo del CESID, y esto, lamentablemente, no se ha investigado”, denuncia Gustavo Molfino, hijo de la fallecida. Una de las diligencias solicitadas por su abogado, Carlos Pipino Martínez, fue precisamente que el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) aclarara su conocimiento sobre este crimen. Según el letrado, estas preguntas siguen sin respuesta. “Tienen que pagar los que la mataron, pero también los que hicieron la vista gorda”. Lo dice Javier Molfino, uno de sus nietos que vive en Madrid. “Se van a cumplir 30 años del asesinato, y es mucho tiempo para no haber llegado a nada”, se lamenta. Al otro lado del charco, su primo Martín habla más despacio, con la emoción contenida. “La historia de mi familia es tremenda”, afirma desde Buenos Aires, donde estos días se prepara para los trámites que le devolverán sus apellidos verdaderos. Entre mate y mate, Martín mira una antigua foto de su madre y sonríe. En este caso, los asesinos no pudieron contra la verdad.

fuente: Interviu

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