Nacido el 31 de octubre de 1923, José Luis García Rúa es hijo de Emilio García, anarquista de la CNT y del POUM que muere en el primer ataque a Oviedo durante el cerco de la Guerra Civil. Ingresa después en el Orfanato Miliciano de Gijón, donde es profesor de Francés otro anarquista, Eleuterio Quintanilla, a cuya Escuela Neutra Graduada había asistido Rúa desde niño. Con Quintanilla recibe lecciones cruciales para la vida, al tiempo que admira a su madre, Pilar Rúa, una mujer entregada a los demás.
El veterano anarquista José Luis García Rúa (Gijón, 1923) relata en esta segunda entrega de sus «memorias» sus años en Francia como refugiado tras la Guerra Civil y su retorno a Gijón.
l Huida en el «Stanmore». «En septiembre de 1937 todos los compañeros decían que la caída de Gijón era inminente. Creo que entonces todavía se estaba luchando en el Mazuco, que fue la última resistencia. A primeros de septiembre salgo de Gijón con mi madre, mi hermana y mi hermano. Había una flota del Comité de No Intervención y embarcamos en Ribadesella en el "Stanmore", para llegar a La Palice, en Francia. Todos mis compañeros del Orfanato Miliciano habían sido llevados a Rusia, pero mi madre dijo: "Vosotros, conmigo". De La Palice fuimos a Cataluña, en tren, y nos asignan vivir cerca de Olot, pero como mi hermana y yo estudiábamos, mi madre maniobró para que nos dejaran en el mismo Olot como refugiados, pero viviendo de alquiler. A mi madre le había quedado una pensión por la muerte de mi padre. Los estudios en Olot fueron muy fructíferos para mí y allí tuve buenos profesores, como Enrique Olarán, que me enseñó muy bien francés. Lo pasamos mal porque había poca comida y yo me iba a los campos a coger (a robar un poco) cebollas o algo para llevar a casa. A finales de 1938, a mi hermana le dio una embolia y quedó paralizada de medio cuerpo. Cuando estaban llegando ya los fascistas, mi hermano y yo le dijimos a mi madre que ellas dos se quedaran, que las respetarían y podrían volver a Gijón, pero con nosotros podían tomar alguna represalia. Cruzamos andando la frontera, pero mi madre, después, no pudo con el miedo y también la cruzó en un vehículo de milicianos de los que huían».
l Cuatro líneas y una revuelta. «A mi hermano y a mí nos llevaron al departamento de Var, en La Provenza, a una colonia en un pueblo llamado Lorgues, que tenía un viejo monasterio abandonado donde instalaron a jóvenes, mujeres y viejos. Eso fue decisivo para mi vida. Como sabía bien el francés, hacía de intérprete y comía en la cocina, no del todo mal, pero los demás comían muy mal y había protestas. El alcalde, que era de las Cruces de Fuego, una organización de la derecha francesa, chovinista, puso un anuncio en el tablón diciendo que el Gobierno francés le daba nada más que cinco francos diarios por cada refugiado. Sin embargo, en el periódico "L'Aube" ("El Alba") yo había leído que el Gobierno de Negrín daba a Francia 15 francos diarios por refugiado. Traduje aquella noticia y junto al recorte del periódico la puse al lado de lo que había escrito el alcalde. No imaginé que cuatro palabras podían tener aquel efecto. Hubo una revolución, volaban los platos y la comida, y la revuelta duró hasta la noche. A la mañana siguiente, me asomo al patio y veo a dos gendarmes con el alcalde y a otros dos muy bien vestidos, con sombreros. Supuse que eran policías y en cuanto bajé el alcalde me señaló. Yo tenía 15 años. Me esposaron junto a otro compañero y a un aragonés muy alto, al que llamábamos "Pino viviente", y también junto a un extremeño que era manco y que como tenía que llevar su petate con la mano útil le esposaron por el tuco e iba casi colgado del aragonés. En el tren, uno de los policías entabló conversación conmigo y me preguntó qué había pasado. Se lo conté y me dijo: "Gagciá, Gagciá, je me rapellerai de toi", "me acordaré de ti"».
l El anarquista solidario. «Nos llevaron a Barcarés, a un campo de concentración de soldados españoles, en una playa inmensa, donde dormíamos en la arena. Físicamente se pasaba mal, pero, a cambio, en el barracón donde yo estaba, en el "Islote I", había gente calificadísima, muy inteligente, de todas las jaleas: socialistas, comunistas, republicanos, anarquistas? Allí se discutía a diario sobre el origen de la Guerra Civil, sobre su desarrollo, sobre por qué se perdió, y se hacía desde diversos puntos de vista. Aquello me dio muchísima luz y quizá fue allí donde empecé a tener alguna tendencia concreta. Había dos hermanos socialistas aragoneses que eran fabulosos hablando y razonado. Y había un anarquista al que Franco había fusilado en Gijón, en el Cerro Santa Catalina. El fusilamiento había sido con ametralladoras y luego tiraban los cuerpos al acantilado. Aquel anarquista tuvo la suerte (si la llamamos así) de que no le mataron los tiros ni el acantilado, porque cayó sobre en un montón de cadáveres. A las cinco de la mañana recobró el conocimiento, se tanteó y recordó lo que había pasado. Se fue por la orilla del mar hasta el barrio de La Arena, donde vivía. No iban a ir a buscarle, ya estaba borrado de la lista. Era de las Juventudes Libertarias y tenía 17 o 18 años. Pasó a Francia y después a Cataluña. Sus compañeros decían de él que había sido un jabato en el frente. Este chico participaba también en aquellos debates. No tenía el discurso de los aragoneses, pero decía cosas muy centradas, y una cosa que me entusiasmó de él fue que cuando en un barracón de aquellos se recibía un paquete de comida enviado por la familia cada uno lo llevaba a su rincón y se lo comía a escondidas, pero aquel chico lo ponía en el centro y de allí comíamos todos hasta que se acababa. Esto me llamaba mucho la atención. Los demás hablaban muy bien, pero quizás el instinto de conservación podía más en ellos; pero en éste no podía tanto el instinto de conservación, sino el sentido de solidaridad. Siempre he recordado a aquel chico anarquista».
l Tejados y baldosas. «Estuve en Barcarés hasta finales de 1939. Recibí una carta de mi madre, que ya estaba en Gijón, en la que me decía que mi hermana estaba muy enferma y que por atenderla no podía salir a trabajar y nos necesitaba a mi hermano y a mí. Yo estaba entusiasmado con seguir la vida de aquella gente del campo, que hablaba de una posible labor de resistencia y de echarse al monte. Pero los compañeros me dijeron que tenía que volver a Gijón a ayudar a mi madre. Regresé y trabajé de todas las formas imaginables, desde andar vendiendo botellas o recogiendo lo que fuera hasta almacenista de cosas estraperladas por otros. También trabajé en la construcción, en tejados, y en Oviedo fui ayudante de un obrero de Madrid que instaló en el edificio del Instituto Nacional de Previsión, junto al Campoamor, la primera calefacción por aire en Asturias. Acabé trabajando en una fábrica de baldosas, en un chamizo de la calle Marqués de San Esteban. Allí estuve con uno al que llamaban "El Cubano", campeón de Asturias de boxeo, y con Bericua, que después se dedicó a la construcción. Tenía 17 años y a veces probábamos a ver quién podía acarrear más marcos (hasta ocho o diez) con cuatro baldosas cada uno. Un día, uno de los propietarios de la fábrica me vio llevar los marcos de uno en uno. Entonces, él, que tenía una barriga muy grande, me dijo que le mirase y cogió con mucha fuerza tres de ellos. Yo pregunté: "¿Cuánto me paga usted?". "Lo que marca la ley". "Sí, pero la ley marca siete pesetas y un litro de aceite cuesta cien". "No tengo la culpa de eso, márchese". Y me echó. Llegué a casa muy encabronado y le dije a mi madre: "Voy a volver a estudiar y ningún hijo de puta más me va a explotar"».
l Los libros de Víctor Felgueroso. «Teníamos relación con una rama de los Felgueroso. Antonia León era amiga de mi madre desde antes de casarse con Gabino Felgueroso. Además, al comienzo de la guerra mi padre le había hecho algún favor a esta familia, para que los milicianos no se metieran con ellos. Y, sobre todo, durante la guerra les llevamos comida porque ellos tenían dificultades para adquirirla. Se la llevábamos por la calle Ezcurdia, cuando todavía no había caído el cuartel de Zapadores, en El Coto, y desde allí barrían con las ametralladoras y teníamos que ir por las cunetas, arrastrándonos. Los Felgueroso vivían un poco más allá de La Guía, hacia Somió. Después de hablar con mi madre de ponerme a estudiar, un día salía yo del "Patión", donde vivíamos en la calle Capua, y me encuentro a un muchacho apoyado en la pared. "Soy Víctor, el hijo de Antonia y Gabino: oigo en mi casa que quieres estudiar y yo te puedo prestar libros y te puedo buscar un profesor". Así fue como empecé a estudiar. Víctor Felgueroso León falleció hace año y pico, y hasta hace dos nos carteábamos por Navidad».
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