¿Qué pasó con la
sociedad?
Sanarse del miedo y del horror es un proceso muy difícil
para las sociedades que han vivido extensos períodos de su historia bajo
regímenes dictatoriales o totalitarios. Y ello es así por muchas razones.
En primer lugar,
porque quienes ejercieron las labores de represión generalmente recurren a
ciertas explicaciones que supuestamente continuarían brindando alguna
legitimidad a las acciones de abuso y aniquilamiento que emprendieron en el
pasado. Asimismo, hay que considerar que, casi siempre, los responsables de
ellas no son exclusivamente miembros de
las fuerzas armadas y de los aparatos especializados de control, sino
que integran también esta categoría sectores muy poderosos de la civilidad, que
aportaron recursos económicos y la ideología que definió taxativamente al
enemigo interno y/o externo que había que exterminar.
En segundo lugar,
porque en la otra vereda se encuentran las víctimas, es decir los que fueron
objeto directo o indirecto de un conjunto de procedimientos destinados a
hacerlos desaparecer como sujetos y a quitarles su dignidad e integridad como
seres humanos, quienes con justa razón temen al olvido y a la impunidad.
Y por último, falta quizá lo más importante. ¿Dónde estaba
la sociedad cuando miles de indefensos seres humanos eran conducidos a un
destino del cual jamás se regresaba? ¿Qué hicieron al respecto las
instituciones y las personas comunes y corrientes? Y aquí el abanico es muy
amplio, pasando por quienes se opusieron tempranamente al orden represor, hasta
aquellos otros que lo acogieron con júbilo y que colaboraron de distintas
maneras con el odio imperante; y también están los no pocos que por miedo
prefirieron no ver ni escuchar nada.
Se llega de esta forma al cuadro de una sociedad en parte
cómplice y en parte víctima de sí misma, paralizada por el temor más profundo.
¿Y cómo se sale o se supera una situación tan degradada en términos éticos y
morales?
El primer paso es enfrentarse a la verdad de lo sucedido,
que se haga justicia y que se asuman auténticamente las responsabilidades que a
cada actor le correspondió en los sucesos. Y el segundo paso es que la propia
sociedad sea capaz de sacudirse, sin ambages, de los prejuicios y resabios
autoritarios que permanecen activos durante mucho tiempo después en discursos y
en prácticas cotidianas aparentemente inofensivas.
José Miguel Casanueva
Werlinger
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