JAVIER VERDEJO 36
años de su muerte por la Guardia Civil
Escrito por:
johnny-salomon el 04 Dic 2007
Dedicado a Lola G.J.
Han pasado treinta y
un años. La vida de algunos, la media de otros, y parte de
los que todavía no habían nacido en 1976. No estamos ya en la postguerra,
estamos entrando en el postfranquismo, en los inicios de la democracia
borbónica. Justo han pasado cuarenta años desde que finalizara la Guerra Civil.
Catorce de agosto de 1976. Almería. Un estudiante de Biología en la Universidad
de Granada, pasa sus vacaciones con su familia, disfrutando con sus amigos,
descansando en la tierra que le vio nacer. Como todos los jóvenes
universitarios de la época, políticamente implicado y ahora más que nunca, por
los cambios políticos y sociales que se estaban produciendo en España. Javier
Verdejo, diecinueve años, militante de la Joven Guardia Roja, las juventudes
del Partido Del Trabajo de España.
“Aquella noche
salimos como todas. Había cenado con mi familia y quedado después. Decir que me
sentía especialmente exaltado aquella noche, era poco. Cada día oías y veías
una infamia nueva en la televisión o la leías en los periódicos. Y eso nos
cabreaba. Nos sentíamos en parte responsables de ese cambio político y como se
debía de hacer, pese a nuestra juventud. Así que decidimos que aquella noche
haríamos varias pintadas en la ciudad para seguir dándonos a conocer. “Pan,
Trabajo y Libertad” era nuestro grito de guerra y debajo nuestras siglas PTE.
Teníamos que rivalizar con aquellas que dejaban los de Falange y de las JONS,
que llenaban muros y paredes con sus ¡Viva Franco!, ¡Viva José Antonio! y
¡Arriba España!, como si todavía siguiesen vivos.
Pretendían seguir
como los cuarenta años de dictadura vivida, y ahí estábamos nosotros para
decirles que ya nada iba a ser como antes. Que ahora estábamos en democracia,
que cada hombre y mujer era un voto y que sobre todo, no les teníamos miedo.
Que ya habían pasado los días de la tortura, del odio contra la izquierda y que
ya nada iba a ser como antes. Huelgas, manifestaciones, mítines políticos se
sucedían con hambre atrasada. Teníamos que ponernos al día en el menor tiempo
posible y decirle al pueblo, que estábamos ahí, y darnos a conocer. Decirles
que no tuvieran miedo, que había libertad y si no la había, teníamos que luchar
por ella.
Mi madre me decía de
continuo que no me metiera en líos. Que no me afiliara a ningún partido, que
las siglas y la ideología se llevaban en el corazón. La mujer solo tenía miedo
que aquellos que nos habían estado pisando la cabeza durante tantos años,
volvieran otra vez con las consignas de siempre. Yo estaba convencido de que
no. Y sentía la gran necesidad de estar ahí, de cambiar las cosas y de vivirlas
en primera persona.
Anduvimos mis amigos
y yo por la ciudad hasta que llegamos al barrio del Zapillo, junto a la playa
de San Miguel, donde se encuentra el Balneario. Y vimos propicio escribir en
aquellos muros las tres palabras de aliento para un pueblo hostigado por el
olvido. Javier cogió la pluma, que es como llamábamos a la brocha gorda y se
puso a escribir con su buena caligrafía mural. Nosotros vigilábamos el
horizonte por si llegaba alguien y teníamos que darnos a la fuga.
Solo había escrito
“Pan, T” cuando vimos a una pareja de picoletos andando por el paseo, que
venían en nuestra dirección a paso más que ligero.
-¡Los picoletos!
–llegué a gritar- ¡Cada uno por un lado!
Y comenzamos a
correr, que nos dábamos con los pies en el culo. Javier corrió en dirección a
la arena de la playa pensando que allí estaría más a salvo. Y fueron a por él.
- ¡Alto o disparo!
Oímos aquellas
palabras con el temor de que algo grave iba a pasar, y mientras corría vi como
se dirigían a pie de playa, a por Javier. Paré en mis pasos y les di tres
voces.
-¡Eh, cabrones!
¡Venir a por mi!
Ni siquiera me
miraron.
-¡Qué se nos escapan
todos, coño! –gritó uno de los guardias-.
-Ese no. Ese es mío
–dijo el otro-.
Y parando en la
carrera se echó el fusil a la cara, apuntó, volvió a dar el alto y disparó a
Javier, que corría despavorido mientras miraba hacía atrás. Cayó seco de boca
en la arena. Le había atravesado el corazón de lado a lado. El sonar manso de
las olas se vio interrumpido por el trueno del fusil. El eco de aquella bala
era un sonido antiguo, ancestral. Era el eco del terror que volvía a repetirse,
o más bien como el eco que todavía no había cesado de rebotar en nuestras
almas. Javier yacía muerto en la playa. Y la impotencia, la rabia, el dolor más
grande que hasta ahora pude imaginar, fue creciendo en mi como una planta
trepadora, desde los pies a mi corazón, estrangulándome el llanto.
Inicié mi marcha sin
dejar de gritar: ¡Cobardes, asesinos! Y el mar recobró su sonoridad y bañó con
sus aguas el cuerpo de Javier, llevándose su alma.
JOHNNY SALOMON.
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