RESISTENCIA SAGRADA DE CUATRO
LIBERTARIOS CANARIOS
Los cuatro jóvenes jornaleros de
la CNT huyeron corriendo desde Agüimes al barranco de Guayadeque. Estaban
seguros de que en las escarpadas cuevas de las momias encontrarían refugio por
unos días. El Conde de la Vega había ordenado asesinar a todos los
sindicalistas y miembros del Frente Popular. Pedro, Narciso, Lorenzo y Peraza,
ya sabían que los falangistas y Guardias Civiles estaban matando masivamente a
cientos de compañeros desde la madrugada del 20 de julio del 36.
Escalaron en plena noche el
escarpado risco volcánico. Llegaron a una cueva indígena intacta, oculta con
una pared de piedra seca y una vieja puerta de madera de drago.
Entraron quitando las telas de
araña. Un olor ancestral invadió a los sudorosos muchachos. Encendieron varias
velas y se vieron al fondo varias camas de piedra, una especie de altar con los
restos de varias personas muertas momificadas,
tumbadas boca arriba según el ritual de los antiguos, las caras mirando
al techo, al universo mágico del antiguo pueblo bereber.
El respeto fue la pauta que
siguieron los cuatro. No alteraron nada. Solo volvieron a cerrar la caverna, se
sentaron formando un círculo. Se miraron en silencio. No decían nada. Los ojos
profundos en el reflejo de las luces intermitentes de la cera. Afuera se
escuchaba el canto de la lechuzas y los alcaravanes que parecían gemidos
fantasmagóricos, como de viejos espíritus desalados (1) ante el furor de la
terrorífica noche invadida de espectros del pasado.
Durmieron profundamente,
apretados unos contra los otros. Soñaron con los momentos de felicidad, con la
infancia, con los pechos de sus madres amamantándolos en las cuarterías (2),
con las primeras novias que conocieron en las alegres y tradicionales taifas
(3), las que duraban noches enteras al compás del folklore, el sonido de los
timples y tambores anunciando la llegada de la primavera.
Lorenzo tenía una pequeña bolsa
de gofio y lo mezclaron con el agua de un pequeño manantial que había al fondo
de la cueva. Lo amasaron y le pusieron varios plátanos que tenía Peraza en su
mochila. Comieron callados. El silencio era desconcertante. No sabían qué
hacer. Si quedarse o tratar de llegar a algún punto de la costa para tratar de
tomar un barco y escapar de la isla. Sabían que era casi imposible. Estaba todo
tomado por los militares sediciosos, sobre todo en los posibles lugares de
fuga. Los querían matar a todos. La orden de asesinato del General Dolla era
acabar con la vida de cualquiera que hubiera tenido alguna relación con las
luchas obreras, con la República, con las organizaciones políticas o sociales
que respaldaron la democracia.
Al final decidieron quedarse. No
había otra salida. Desde el acantilado divisaban los vehículos militares o de
Falange subiendo y bajando por la carretera de tierra del barranco. Como
llevaban gente detenida desde el último rincón de aquel paraje perdido asomaban
solo la cabeza. No fumaban fuera de noche para que no vieran la lumbre de los
Virginios (4). Todo era sobrevivir con los tunos indios (5), algún conejo o
lagarto que cazaban con las rudimentarias trampas, un lazo de hilo de pitera
(6) con el que capturaban a los desgraciados animales, confiados en la
inexistencia de seres humanos en aquel recóndito lugar de Gran Canaria.
Pasaron los meses, quizá los
años, perdieron la noción del tiempo. El pelo largo, las barbas, las ropas
rotas, abrigados en las noches del crudo invierno con el calor corporal, hasta
que llegaron las fiebres tifoideas, las muertes de Narciso y Peraza ahogados
por la tos y los escalofríos.
Los enterraron al fondo de la cueva, junto a
las momias de los antiguos, con un ritual parecido, excavando en el suelo un
agujero de medio metro, luego colocando un túmulo de piedras encima. No podían
salir, sabían que cualquiera los vería, que mil ojos confidentes miraban cada
movimiento.
Después murió Pedro y Lorenzo se
quedó solo. Lo enterró junto a sus compañeros y decidió partir como un alma en
pena hacia Agüimes. La gente se asomaba por las ventanas para verlo
llegar. Se tambaleaba, casi sin ropa,
semidesnudo, con la barba y el pelo muy largos. En la plaza, junto a la iglesia
lo detuvo la Guardia Civil. El Sargento Peláez lo inmovilizó con la rodilla en
su cuello. El joven no decía nada. Lo esposaron y lo metieron a golpes en el
cuartelillo. Se negaba a hablar. Le preguntaban por sus camaradas evadidos. Él
no hablaba, seguía callado. Le golpearon tan fuerte que en menos de media hora
dejó de respirar con los ojos abiertos. Parecía mirar el horizonte, aun lugar
indeterminado del rojo atardecer.
(1) Expresión canaria que refleja miedo, terror.
(2) Barracones construidos por los terraternientes tomateros para las
familias apareceras.
(3) Bailes con música tradicional canaria realizados en los pueblos de
las islas.
(4) Marca de tabaco canario ya desaparecida.
(5) Higos chumbos en la península.
(6) Cuerdas realizadas con pitas.
Francisco González Tejera es colaborador
habitual en distintos medios de comunicación, como Kaosenlared, Canarias
Semanal, Tercera Información, Diario Octubre, Periodismo Alternativo, Unidad y
Resistencia, Canarias Insurgente o Blogueros y Corresponsales de la
Revolución. Analista político y
económico en Russia Today TV. Implicado
en la lucha por la ecología, la memoria histórica, la cultura popular y la
consecución de un mundo mejor.
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