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lunes, 10 de enero de 2011

Memorias de José Luis García Rúa, veterano anarquista y fundador de la Academia de Cura Sama (I)

«El capitalismo produce que 200 propietarios tengan tanto como 3.000 millones de personas»


«En esta crisis, la voluntad del sector financiero internacional es eliminar la independencia de las pequeñas y medianas industrias y acabar con el sentido soberano de los estados»

«Ante el cadáver de mi padre, un compañero me dijo: "No llores; cuando seas grande lo vengarás"»

«Durante un bombardeo sobre Gijón, Quintanilla siguió examinándonos de Francés; aprendí a dominarme en situaciones comprometidas y a que no me invadiera el miedo»

Granada

Al entrar en el domicilio granadino de José Luis García Rúa se escucha la lengua griega. El veterano anarquista gijonés (31 de agosto de 1923), fundador en los años sesenta de la Academia Obrera de la calle Cura Sama, explica latín, griego y alemán a uno de sus nietos. «Se llama Héctor, un nombre clásico». Doctorado en 1955 por la Universidad de Salamanca en Filología Clásica -con la tesis «El sentido de la interioridad en Séneca»-, García Rúa será después profesor adjunto de Antonio Tovar y ampliará estudios en Múnich. Sin embargo, en 1958 renuncia «a la adjuntía de Salamanca» y al año siguiente «al lectorado en Maguncia, aplastado por la burocracia y el estilo posprusiano alemán». Regresa entonces a Gijón y encabeza la oposición antifranquista con la creación de la Sociedad Cultural Gesto o de la citada Academia de Cura Sama. Su actividad política provocará que lo expulsen de la Universidad de Oviedo, con lo que a partir de 1971, ya como militante de la CNT, iniciará un periplo personal de «perseguido político» por el que, «pese a no hacer proselitismo», es expulsado de varios centros educativos andaluces. Finalmente, será adjunto titular de Historia de la Filosofía en la Universidad de Granada, donde se jubila como profesor emérito en 2003.

Varios sucesos de su vida lo marcarán. Ante el cadáver de su padre -durante el cerco a Oviedo, al comienzo de la Guerra Civil-, un compañero anarquista de éste le dice a aquel chaval de 13 años: «No llores; cuando seas grande ya lo vengarás». «Aquello se me quedó grabado; yo no soy un hombre que ame la violencia y quizá la manera de vengarlo ha sido mi fidelidad a la causa obrera». Poco después, en el Orfanato Miliciano Alfredo Coto, en Gijón, recibirá una lección de entereza del anarquista gijonés Eleuterio Quintanilla. «Estábamos en un examen de Francés y sonaron las sirenas de la aviación; cinco permanecimos en el aula y oímos aproximarse las explosiones y temblar los cristales, pero Quintanilla no se inmutó. Fue una gran enseñanza sobre la necesidad de dominarse en situaciones comprometidas, de no dejarse invadir por el miedo». Más tarde, huido ya a Francia con su familia, una traducción suya del francés revolucionó la colonia de jóvenes, mujeres y ancianos en la que estuvo recluido, en Lorgues, la Provenza. «Se pasaba hambre y el Alcalde puso un anuncio en el que decía recibir tan sólo cinco francos diarios por cada persona, pero yo había leído en un periódico que el Gobierno de Negrín daba a Francia quince francos diarios por refugiado; traduje aquella noticia y la puse al lado de lo que había escrito el Alcalde. No imaginé que cuatro palabras pudieran tener el efecto que causaron».

Años después, durante su estancia en Alemania, conocerá a Gisela Wiedermann, que será su esposa. «Decidimos unirnos y le dije que yo tenía tres condiciones: asentar mi vida afectiva, dedicarme a los otros y que cuando mi madre fuera mayor y no pudiera valerse vendría conmigo. En efecto, ella cumplió al pie de la letra aquel compromiso». Gisela Wiedermann falleció en agosto de 2010.

En el presente, José Luis García Rúa, fiel a su ideario anarquista, sigue dictando conferencias y escribiendo artículos. «El capitalismo produce que 200 propietarios tengan tanto como 3.000 millones de personas», asegura, al tiempo que reflexiona sobre la crisis del presente: «La voluntad del sector financiero internacional es eliminar la independencia de las pequeñas y medianas industrias y acabar con el sentido soberano de los estados; su intención es que el Estado del bienestar desaparezca, que disminuyan los salarios y las pensiones; y todo esto ya lo tenemos encima».

Las «Memorias» de José Luis García Rúa para LA NUEVA ESPAÑA se publicarán en esta primera entrega y otras tres más, a partir de hoy, lunes.

Marcada por la violencia. «Mi padre, Emilio José García García, nació en Avilés, en 1894, de familia obrera. Su padre, mi abuelo José, había nacido de un ingeniero de los que vinieron a la construcción del ferrocarril en Asturias; era hijo natural, pero no reconocido. Era una gran persona y muy singular. Cuando yo era más joven siempre tuve la idea de escribir algo sobre mi abuelo, y sobre mi familia en general, porque la familia de mi padre estuvo muy marcada por la violencia. Mi padre murió de un disparo en el frente de Oviedo, al comienzo de la Guerra Civil. Mi tío Enrique, su hermano, se fue a Cuba. Era constructor. Un día se fue a bañar y no volvió; se supone que le comieron los tiburones. Otro hermano de mi padre tuvo un desengaño amoroso y a los veintitantos o treinta años se marchó de casa. Los últimos que le vieron le descubrieron viviendo debajo de un puente en Zaragoza, de vagabundo. Seguramente murió también debajo de un puente. Otro hermano, el más pequeño, Ángel, fue fusilado por Franco. Otro hermano más, Pepe, no falleció de muerte violenta, sino en su cama, pero también tuvo un desengaño amoroso y se recluyó. Cogía sus botellas de vino y se pegaba cabezadas contra la pared. Este tío mío era marinero y a él me refiero en mi libro sobre Gijón. Tenía una gran cicatriz que le recorría toda la cara. Siendo marinero, y en Gijón precisamente, en un chigre del muelle que se llamaba Las ballenas, estaba tomando un vaso y vino alguien por detrás. Probablemente por una venganza, le rajó la cara. Eran gentes de mucho temperamento, y él, que estaba en chancletas o descalzo, corrió detrás del otro y le echó al mar».

Los «Pipiolos». «Mi abuelo José estaba casado con Leonor, una mujer muy religiosa, muy creyente, muy piadosa. Y muy trabajadora. Era pescadera y sacó adelante a la familia. Tuvo catorce hijos, pero le murieron muchos de ellos, salvo estos que acabo de decir. Lo que tenía mi abuela Leonor de paciente, de trabajadora, de cuidadora de la familia, no lo tenía mi abuelo. Era un hombre que cuando se cansaba de algo se marchaba de casa. De ahí seguramente lo aprendió su hijo. Se echaba al camino y estaba a lo mejor seis meses fuera, y cuando volvía con una gran barba, mi abuela lo cogía, lo metía en la cama, lo cuidaba, le daba sus calditos..., hasta que lo sacaba adelante. Mi abuelo fue trabajador del puerto de San Juan, en Avilés. A su familia la llamaban los "Pipiolos" y hay una anécdota curiosa. Existe una estatua de Pedro Menéndez de Avilés y mi abuelo, cuando se emborrachaba, se encaraba con ella y le decía: "Baja, porque yo soy un Pipiolo, pero te como el alma si no bajas". Cuando murió mi abuela Leonor, el hombre ya no tenía nada que hacer. Era muy alto y se colgó de una puerta, de una manera artesana, como él había vivido. Tenía un taller en su casa, en la plaza del Carbayo de Avilés. Cogió una lima grande, la metió entre la puerta y el marco y con su propio cinturón se ahorcó por un centímetro o centímetro y medio, porque los pies casi le tocaban en el suelo. Como se ve, la familia de mi padre está marcada por la violencia, el fatalismo, la tragedia...».

Fundador del POUM. «Mi padre hizo la guerra de África y le dieron un hecho de armas por alguna acción heroica suya en aquella contienda. Aquel papel lo tenía en el bolsillo cuando murió. Recuerdo que estaba ensangrentado. Él era carpintero y recuerdo que yo iba a llevarle la comida cuando trabajaba en Somió o en otros lugares. Le llevaba la comida y observaba cómo trabajaba, tillando en los suelos de madera, o en otras tareas. Era un gran carpintero de obra y además, bombero. Le llamaban "Emilión el bomberu". Se ocupó de la cuestión obrera desde joven. Perteneció al PSOE y a la UGT, pero en la época de Primo de Rivera se salió ante la colaboración de los socialistas con la dictadura. Entró después en la CNT y murió en ese sindicato. Perteneció también a Izquierda Comunista, fundada por Andrés Nin, un cenetista que había ido a Rusia y se había identificado con la revolución cuando la CNT había renunciado ya a la revolución bolchevique. Nin regresó cuando Stalin dio el golpe y estableció la dictadura. Entonces forma un pequeño grupo que después se fusiona con Joaquín Maurín, que tenía otro pequeño grupo de obreros en Cataluña. Se fusionaron y fundaron el POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista, en 1935, un año antes de la guerra. Recuerdo todo eso porque mi padre fue prácticamente el fundador, junto a otros, del POUM en Asturias. No obstante, mi padre era fundamentalmente sindicalista. Siempre había dicho que primero el sindicato y después el partido, y en el sindicato nunca hizo proselitismo político. En la CNT se admite a militantes de otro partido, pero no pueden tener cargos de gestión de la organización. La gente de la CNT sabía que mi padre pertenecía a un partido político, y que tenía tendencias de partido, pero en el congreso de 1931 y en el congreso de Zaragoza de 1936 el Sindicato de la Construcción de Asturias les nombra a él y a Segundo Blanco delegados del sindicato. Era muy conocido y muy valorado, hasta el punto de que cuando le mataron en el frente de Oviedo le trajeron a Gijón, donde estaba el Sindicato de la Construcción, y allí le velaron y de allí partió una gran comitiva de coches hasta el cementerio».

Un disparo en la Casa Negra. «Al comenzar la guerra, los sindicatos, sobre todo los sindicatos mineros y cenetistas, fueron a la defensa de Madrid. Partió una gran cantidad de autocares y mi padre iba de jefe de grupo en un autocar de las Juventudes Libertarias. En los años setenta alguien que había sido de las Juventudes Libertarias me envió el relato manuscrito de todo aquello. Se fueron camino de Madrid, pero al llegar a Benavente alguien les salió al paso y les dijo que dieran la vuelta porque Aranda se había sublevado. A la vuelta, mi padre se queda en el cerco de Oviedo, concretamente en el Naranco. Muere en el primer ataque a Oviedo, el 4 de octubre de 1936. La acción empezó a la seis de la mañana y a las once murió. Habían tomado bastante terreno, según me contaron los compañeros, y estaban haciendo un parapeto. Mi padre era alto y murió en la Casa Negra, que ya no es negra, pero siguen llamándola así. Era una zona muy empinada y más abajo había una posición de guardias civiles. A mi padre le mató una bala de guardia civil procedente de abajo; le entró por la parte inferior del cuello y le salió por la parte alta de la cabeza. Un compañero me dijo: "¿Quieres ver a tu padre?", y subí a verlo. Rompí a llorar. Yo tenía 13 años recién cumplidos y aquel compañero me puso la mano en el hombro y dijo: "No llores; cuando seas grande ya le vengarás". Y eso me quedó grabado, retenido. No soy un hombre que ame la violencia ni nada de eso y quizá la manera de vengarle ha sido la fidelidad a la causa obrera y las actividades que he realizado».

Anarquismo y socialismo. «El anarquismo asturiano era más pragmático que el del resto de España, para bien y para mal. Quiero decir razonable o irrazonablemente. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la UGT asturiana no era como el resto sino revolucionaria. Hombres como Amador Fernández, Belarmino Tomás, Ramón González Peña... prepararon la Revolución del 34, hecha fundamentalmente por UGT y CNT. Pero la CNT del resto de España se negó a secundar esa estrategia porque no tenía en la UGT la confianza que tenía la CNT de Asturias. En el congreso del Teatro de La Comedia, en 1919, Eleuterio Quintanilla o José María Martínez apoyaban una casi fusión con la UGT, era el momento de la unidad. Pero se opuso la mayoría catalana y del resto de España; los catalanes con el dicho aquel famoso de "¡Nosaltres sols!". He pensado mucho sobre esto, porque si el congreso de 1919 hubiera sido abierto y hubiera recibido el mensaje asturiano de unidad no se habría tardado mucho en volver a la separación unos años más tarde, durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando el PSOE y la UGT son colaboradores y la CNT no se hubiera reconocido en ello. La Guerra Civil en Asturias fue muy ilustrativa de todo aquello. La CNT y la UGT llevaron muy bien la cosa al principio, aunque hubo tensiones. Avelino González Mallada fue alcalde de Gijón en 1936. Era cenetista y de la FAI, pero al año hubo ya tensiones y los socialistas hicieron por eliminarlo de la Alcaldía y poner a Alberto Martínez. A González Mallada yo lo conocía porque emigró conmigo y mi familia a Cataluña cuando los fascistas llegaron a Asturias. O sea, tensiones hubo, pero llevaderas».

Liberación de presos. «Mi padre no vivió ya todo aquello, pero lo que yo conozco de él es un artículo que se titulaba: "¿Qué pretende Barriobero?". Éste era un abogado cenetista muy cualificado de Barcelona, que en las elecciones del 14 de febrero de 1936, cuando se instala el Frente Popular, pedía la abstención, como ya se había pedido en 1933. Mi padre escribió aquel artículo sobre Barriobero, una persona muy conocida (fusilado después por Franco) que dio aires de normalidad y de justicia en el campo catalán. Los historiadores están de acuerdo en que suavizó muchas tensiones y eliminó mucha violencia. Eso es lo que conozco de mi padre con respecto al anarquismo, y también otra historia que se añade a ésta y puede ser conjugable con ella. Cuando triunfó el Frente Popular en febrero de 1936 había 30.000 presos cuya excarcelación reclama la CNT. En su mayoría eran presos cenetistas y el sindicato iba a las prisiones a reclamar su salida. Esto daba lugar a episodios violentos. En Santander, por ejemplo, se produjo la muerte de un cenetista porque en el intento de asalto a las cárceles la fuerza pública disparó. Estuve en aquel entierro y hubo más de 20.000 personas. En Gijón hubo lo mismo: una marcha sobre la cárcel de El Coto. Avelino González Mallada, que fue maestro mío en la escuela de Eleuterio Quintanilla, en la calle de La Playa, incitaba a los manifestantes. Mi padre contó aquel suceso en casa, en el que tuvo un enfrentamiento con Mallada cuando le dijo que aquella no era la manera porque dentro de cuatro días los presos saldrían a la calle y no había que dar lugar a que matasen a nadie. Mi padre, que ya digo que era de familia muy temperamental, le soltó un sopapo a Avelino. Recuerdo esto porque Avelino, siendo yo alumno, un día me dio un pañuelo blanco y me dijo: "Dale esto a tu padre, que me lo prestó el otro día". Seguramente mi padre le había dado el pañuelo para limpiarse la sangre. Esto habla un poco de lo que podían ser fricciones o puntos de vista diferentes en la marcha del anarquismo».

l Una vida santa. «Desde muy chiquillo comencé a ir a una escuela de las que en Asturias se llamaban "de cagantes y mexiantes", que no era una escuela, sino dos señoras que recibían a niños y los atendían durante el día. Llevábamos pizarras y escribíamos con ellas y pizarrines; lo guardábamos todo en una bolsa al terminar y lo dejábamos en el suelo. Un día, caminando hacia atrás, pisé una bolsa de aquellas y rompí la pizarra. Una de las señoras tenía unas manos curtidas, huesudas, y me dio un bofetón. Yo tenía 7 años y llegué a casa con la señal del bofetón en la cara. Mi padre lo vio y al día siguiente no volvimos a aquella escuela sino a la de Quintanilla, donde estuve hasta los 13 años. Éramos tres hermanos: mi hermana María del Pilar, mi hermano Emilio y yo, el último. Mi hermano se llamaba Emilio Floreal.

Germinal, Floreal, Prairal... eran los nombres que los revolucionarios franceses habían puesto a los meses y era muy corriente entre los anarquistas utilizar esos nombres. Mi madre, Pilar, era hija de Manuela, una campesina que fue a vivir a Gijón. Allí se casó con Corsino Rúa, mi abuelo. Un pariente nuestro está investigando sobre este abuelo, que no era Corsino Rúa, sino Corsino Bernardo de la Rúa, de una familia seguramente venida de Galicia y con raíces aristocráticas. El Bernardo lo perdieron por un amanuense de Juzgado que confunde el Bernardo apellido con Bernardo nombre. Mi abuela, Manuela, a la que no llegué a conocer, debió de ser una mujer fabulosa, una campesina de raigambre y vendedora también de pescado. Lo recuerdo porque me contaba mi madre que madrugaban mucho para ir a recoger el pescado en la rula de Gijón y venderlo después. Esperaban sentadas encima de las cajas de pescado a que llegaran las lanchas y se vendiera en la rula. Entre tanto, a veces había lo que siempre hay en un pueblo marinero: riñas, peleas, puñetazos, navajazos... En fin, todo eso, y me contaba mi madre que ella, que era muy pequeña, se acurrucaba junto a su madre y ésta le decía: "No temas, fiína; hasta que no llegue la sangre a ti no temas". Esta pobre Manuela muere cuando mi madre tiene 11 años, en una epidemia de tifus que hubo en Gijón. Mi madre había nacido en 1899, así que aquello sucedió hacia 1910. Muere su madre y queda con un hermano de 1 año y otro de 5. Mi madre tuvo que tirar para adelante con toda la familia y nunca fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir y conservo como un tesoro cartas suyas que me escribía cuando yo estaba en Salamanca, con faltas de ortografía y sin saber coordinar las palabras. Eso poco que sabía leer y escribir se lo enseñó mi padre. Luego, cuando ya se jubiló, yo le enseñé un poco más aquí en Granada, pero a los pocos años tuvo problemas de visión y no pudo seguir. En fin, la vida de mi madre es una vida verdaderamente santa, una vida de dedicación completa a los demás. Mi padre era un luchador, un hombre que trabajaba mucho, que ganaba su pan honradamente y que quería mucho a los hijos, pero tenía también sus devaneos amorosos y mi madre sufrió todo eso bastante».

Manifiesto para el 34. «Hay una historia que tiene su importancia biográfica para mí. Yo era un chiquillo durante la Revolución de Octubre de 1934. Mi padre estaba escribiendo un manifiesto en casa y llaman a la puerta. Abro y me encuentro con diez o doce guardias de asalto que desde el rellano y la escalera me apuntan con el fusil. Aviso a mi madre y al ver ella a los guardias se desmaya y cae al suelo, sin sentido.

Entonces oigo la cadena del servicio porque seguramente mi padre había tirado el manifiesto. Después fue a la puerta y los guardias dicen que les acompañe. Mi padre les pide aguardar un poco y hace que mi madre recobre el sentido. Después se va con los guardias porque al parecer le había denunciado un coronel que vive enfrente. Pero no tenían nada contra él y un día después vuelve a casa. Al terminar la Revolución mi padre acogía en casa a revolucionarios huidos; recuerdo concretamente a dos socialistas y a un comunista. Vivieron clandestinamente en casa hasta que pudieron marchar a Bruselas. Recuerdo esto porque nosotros llegamos a hacer mucha amistad con un socialista de Oviedo, que estuvo en casa, Horacio Cabal, que trabajaba en la Fábrica de Armas con padre. Su mujer se llamaba Lucila y mi madre se quejaba a ella de esos devaneos de mi padre. Un día, estando yo presente, Lucila le preguntó delante de mi madre a su marido: "¿Qué te parece Horacio de esto de Emilio?". Y aquel socialista contestó: "Emilio es un gran compañero y eso no puedo juzgarlo". Mi madre llevó esa vida y cuando vivíamos en la calle Capua de Gijón, en una casa que tenía 30 metros cuadrados y en la que estábamos ocho personas, ella todavía se las arreglaba para alquilar huecos a los veraneantes. Yo no conozco a mi madre más que trabajando y trabajando, y preocupándose siempre por los demás. Vivió cerca de 100 años y estuvo conmigo en Granada desde que cumplió 75 años hasta el final».

Francés y bombas. «En la Escuela Neutra Graduada de Eleuterio Quintanilla había tres grados. En el primero, por donde yo empecé, estaba Ninfa, que era hija suya. Luego pasé al segundo grado, que lo daban un profesor llamado Senén y Avelino González Mallada. No sé si Avelino llegó a ser masón, pero sí lo eran todos los demás, empezando por Eleuterio. La escuela era masónica y había una habitación donde tenían sus banderas y sus cosas. A Eleuterio le llamábamos "Terio" directamente. "Terio, mire lo que me está haciendo este niño". Quintanilla era chocolatero, no un profesional de la enseñanza, sino un autodidacta que, la verdad, tenía muchas facultades para la educación. Sabía llegar a los alumnos. Yo era muy trasto de niño y no me preocupaba por estudiar; no sé cómo pude aprender a leer y escribir.

Algunas veces, Quintanilla me dejaba castigado por no saber la lección; después, en poco tiempo, la aprendía, se la recitaba y me marchaba. Pero lo que a mí me encantaba de Eleuterio era su voz. Todavía sé de memoria muchos versos que él recitaba a la clase. Le gustaba mucho la poesía y, sobre todo, los poemas aforísticos, de los que se saca una enseñanza. Nos recitaba con una voz dulce, melodiosa, y luego nos leía "Corazón", de Edmundo de Amicis, o el "Quijote". Y eso era lo que a mí me encantaba: aprender Geografía o Matemáticas estaba bien, pero a mí me embobaba escuchar a aquel hombre leyendo en voz alta. Y la mayor enseñanza que recibí de Eleuterio Quintanilla fue cuando después de morir mi padre me metieron en un orfanato miliciano, donde empecé a coger afición al estudio. Era el Orfanato Miliciano Alberto Coto, y estaba en el colegio de San Vicente. Allí estuve hasta que me marché emigrado a Cataluña e hicimos un curso rápido de primero de Bachillerato. Eleuterio era profesor de Francés. Recuerdo que un día nos estaba examinando. Ya estaba muy próxima la llegada de los fascistas a Gijón. Él estaba sentado en la mesa, mandaba salir la pizarra y preguntaba. En esto suenan las sirenas de la aviación y él dice: "El que quiera marchar, puede hacerlo". Había un refugio antiaéreo en la calle Fernández Vallín, donde está Correos, debajo del paseo de Begoña. Nos quedamos cinco en la clase y él siguió examinando con toda tranquilidad, sin inmutarse, como si no estuviera pasando nada. Sonaban las bombas y escuchábamos cómo se acercaban las explosiones. Los cristales temblaban; parecía que iban a romperse. Así estuvimos durante un rato. Después se fueron alejando las bombas y terminó la alerta.

Aquello fue para mí una gran enseñanza: la necesidad de dominarse en situaciones comprometidas, de no dejarse invadir por el miedo. Al pensar muchas veces en ello vi que fue la mejor enseñanza que recibí de Eleuterio Quintanilla».

Fotos. José Luis García Rúa, en el Hospital Real, sede de la Universidad de Granada, durante la conversación con LA NUEVA ESPAÑA. / miguel ángel molina

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