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lunes, 10 de enero de 2011

Al cuidado del maestro libertario

Eloy MÉNDEZ


Entre las cuatro paredes del bajo de la calle Cura Sama que durante seis años albergó la academia de José Luis García Rúa se forjó buena parte de la oposición gijonesa al franquismo. En aquella habitación sombría, con bancos corridos y un encerado agrietado compartieron pupitre jóvenes anarquistas, comunistas, socialistas y de otras tendencias izquierdistas que, con el tiempo, ocuparon puestos de relevancia en la política y el sindicalismo regional. La mayoría recuerda a su mentor con admiración y lamentó hace unos días la muerte de su esposa, Gisela Wiedermann, «el pilar que sostenía la lucha» del filósofo gijonés.

A García Rúa, nacido en 1923, el empuje libertario le venía de cuna. Hijo de un destacado dirigente local de la CNT, aprendió el «abc» de la doctrina anarquista en el aula del profesor Eleuterio Quintanilla, un maestro de las letras «y de la vida» para él. Durante sus lecciones literarias descubrió el placer de leer el Quijote «como si fuera poesía» y el dolor de presenciar los primeros bombardeos de la aviación nacional sobre Gijón. Por entonces tenía 13 años y, poco tiempo después, puso rumbo a Olot con su familia, paso previo al exilio.

Después llegarían meses de penurias en los campos de concentración franceses de Argelés-sur-Mer y de Barcarés, donde aprendió a convivir con la muerte y la miseria antes de su vuelta a Asturias para trabajar de peón y rematar sus estudios como bachiller. «Aquella época de la Guerra le marcó y, sin ese sufrimiento, no se entiende la posterior evolución de su pensamiento», afirma Guillermo Rendueles, prestigioso médico con carné del PC que, de chaval, asistía a las clases en la academia de Cura Sama.

Pero igualmente decisiva fue su etapa universitaria, primero en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo y, después, en la de Salamanca, donde obtuvo la licenciatura en Filología Clásica, con premio extraordinario, impartió clases de Historia de la Antigüedad y Filología Latina y coincidió con intelectuales como Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite o Gustavo Bueno. «Posee una inteligencia deslumbrante», señala Rendueles. Su paso por Alemania, donde conoce a Gisela y amplía conocimientos en la Universidad de Munich gracias a una beca-pensión, será también determinante.

«Todos esos conocimientos son los que, después, quiso compartir con nosotros en la academia», asegura su amigo e ingeniero industrial Clemente Sánchez, de ideología «revolucionaria». Porque en Cura Sama no sólo se enseñaba Latín, Literatura, Historia o Matemáticas. El grupo de profesores y alumnos convirtió el humilde local en un espacio donde dar rienda suelta a sus ideales, un microcosmos alejado del ambiente asfixiante que, en la calle, imponía la Brigada Político Social. Así, los cuadernos de álgebra o los sonetos de Quevedo empezaron a compartir lugar y tiempo con libros llegados allende los Pirineos y con escritos perseguidos y penados. «Se daban charlas sociales y culturales y se creó un auténtico núcleo de contestación al régimen», dice Sánchez.

El único requisito para matricularse era tener ganas de aprender. Las clases eran totalmente gratuitas y a ellas acudían jóvenes y mayores por igual. «Había muchos hijos de obreros que trabajaban y se estaban sacando el Bachillerato a distancia, pero también había trabajadores con ganas de adquirir conocimientos», dice el ingeniero, que contactó con García Rúa en una etapa previa, cuando el erudito impartía lecciones en la academia España, situada en la calle San Bernardo.

«Está claro que decidió fundar su propia academia en 1959 porque quería formar su propio refugio de libertad», explica Leonardo Bórquez, autor del libro «Un sendero de lucha», dedicado a la labor del profesor. Paralelamente, puso también en marcha con varios de sus alumnos el grupo cultural Gesto, dedicado sobre todo a la representación de obras de teatro de autores como Arthur Miller o Jean Paul Sartre y a la organización de coloquios. «De alguna forma, supuso una programación cultural alternativa a la que ofrecía al Ateneo Jovellanos», considera Bórquez.

Pero más allá de la relación político-docente, los asiduos a Cura Sama recuerdan a García Rúa por su manera de encarar una realidad complicada. «Es un hombre honesto, coherente y profundamente humilde», narra Guillermo Rendueles, a quien sorprendió «la profunda humildad» de la vivienda de su maestro, próxima al paseo de Begoña, y el «cariño y fidelidad que guardaba hacia su mujer, la perfecta retaguardia de su proyecto y un apoyo imprescindible para él». «Respetaba a todo el mundo, era un librepensador que abrazó el anarcosindacalismo tarde», sostiene por su parte Sánchez. «Fruto de eso fue la convivencia de diferentes tendencias en la academia», añade. Aún así, cuando varios de sus alumnos le comunicaron que se habían afiliado al PC, reaccionó con desagrado. «Él, ácrata convencido, había tenido contacto con los comunistas en Alemania y nos advirtió de que eran maquiavélicos», relatan ahora.

En 1965, el delegado provincial de Educación, Julián Gómez Elisburu, ordenó el cierre de la academia de Cura Sama. Asediado por la presión policial, García Rúa abandonó Asturias en el 71 y se instaló en Andalucía, donde prosiguió, siempre bajo la lupa del régimen, con sus enseñanzas en varios centros universitarios. En los últimos años dedicó todas sus energías a cuidar a su esposa, gravemente enferma y fallecida esta semana en Granada. Él mismo calificó esa labor como «un ejercicio de justicia» tras más de medio de siglo de vida en común.

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