El 8 de junio de 1942 fusilaron a los hermanos José y Pedro Pellicer Gandía. Ese día, aciago para sus familiares, amigos y compañeros, fue sin embargo un día cualquiera en los primeros años del régimen franquista, marcados por la aniquilación física como arma política y el terrorismo de Estado como método de gobierno.
Podemos hablar con total propiedad de genocidio, puesto que lo que ocurrió no fueron simples ejecuciones de opositores, sino la eliminación por porcedimientos sumarios acompañados por toda clase de malos tratos y humillaciones, de una parte significativa de la población, a la que se consideraba desafecta e implicada en la causa republicana. Si reparamos en que la represión se cebó sobre todo con la clase obrera, y especialmente con los proletarios que encabezaron los hechos revolucionarios, el genocidio franquista no fue tan atávico como cierta literatura de posguerra y los propagandistas de la transición nos quisieron hacer creer.
Aquellas atrocidades y sufrimientos, realizados las más de las veces de forma mecánica y rutinaria, no fueron fruto de una irracionalidad extraña o de una locura dirigente, obedecieron a la misma racionalidad que la que hoy rige los destinos sociales, sólo que de forma mucho menos brutal. Era la racionalidad económica.
Aquellas atrocidades y sufrimientos, realizados las más de las veces de forma mecánica y rutinaria, no fueron fruto de una irracionalidad extraña o de una locura dirigente, obedecieron a la misma racionalidad que la que hoy rige los destinos sociales, sólo que de forma mucho menos brutal. Era la racionalidad económica.
Aquello fue una operación de salvamento de la burguesía, una contrarrevolución ; un paso abrupto en la modernización capitalista que conllevaba necesariamente un precio en vidas humanas : la masacre del proletariado rural y urbano. El resultado no fue un Estado fascista, sino un Estado capitalista de excepción que empleaba herramientas fascistas. Y fue precisamente el desarrollo capitalista que, volviendo obsoletas dichas herramientas, acabó reconciliando al aparato franquista con la oposición superviviente, a quienes derrotaron al proletariado en el 37 con quienes lo diezmaron en el 39, a los que atentaron contra Pellicer en la Plaza Tetuán de Valencia con quienes lo mataron en el campo de tiro de Paterna.
Por razones obvias la reconciliación nacional, como la llamaba el PCE, o la reforma pactada, como la llamaban los franquistas liberales, se asentó sobre el olvido más absoluto no sólo del genocidio, sino de la represión que acompañó al régimen hasta el último día. Los cadáveres siguieron en su sitio, cualquiera que éste fuera, y las víctimas continuaron en el anonimato, con muy pocos que las reivindicaran.
Por razones obvias la reconciliación nacional, como la llamaba el PCE, o la reforma pactada, como la llamaban los franquistas liberales, se asentó sobre el olvido más absoluto no sólo del genocidio, sino de la represión que acompañó al régimen hasta el último día. Los cadáveres siguieron en su sitio, cualquiera que éste fuera, y las víctimas continuaron en el anonimato, con muy pocos que las reivindicaran.
La historia quedaba escamoteada tras un pacto de silencio, como si las decenas de miles de muertos hubiesen sido un accidente casual, una contingencia para no recordar, una macabra lotería. La verdadera memoria de la guerra civil y del franquismo quedaba cubierta sine die : coincidía con la amnesia. Los cambios no iban a afectar a quienes yacían bajo tierra. La desmemoria y la mutilación del recuerdo colectivo sirvieron de base a la legitimación del nuevo régimen híbrido que dio en llamarse “democracia”.
Dicho régimen se contraponía al anterior en nombre de unos “valores democráticos” restaurados ya sabemos cómo. Sus ideólogos le lavaron la cara proyectando sus aspectos más oscuros al pasado, como si con el franquismo hubieran acabado las maneras “antidemocráticas”. Una simple mirada a los autoritarismos administrativos, al circo parlamentario, a la desaparición del espacio público, a las infames condiciones de trabajo, al trato de los immigrantes, al comportamiento servil de los sindicatos, al desmantelamiento del menor mecanismo de participación o control político, al enorme desarrollo técnico del control social, al embrutecimiento consumista, al urbanismo totalitario, y en fin, al endurecimiento de las leyes y a las mismas cárceles, bastaría para demostrar la existencia de vínculos entre la dictadura de Franco y la “democracia” televisiva, e incluso para revelar la existencia de una barbarie específicamente “democratica”, que no recurre a la liquidación física del contrario porque dispone de procedimientos más sútiles de ningunearlo.
El nuevo régimen alumbrado en 1977 devolvió la historia a los profesionales, para que seleccionaran aquello que convenía recordar y suavizaran las contradicciones que no se podían ocultar. La historia de éste régimen es la historia de sus olvidos, y éstos dan la medida de su complicidad con los verdugos. Todo ha culminado casi cuarenta años después con una ley del punto final, llamada “de la memoria histórica”. Dicha ley cercena cualquier posibilidad legal de revisión de causas, permitiendo una rehabilitación retórica, sentimental, un happy end inofensivo con su descarga emocional pasajera. Justo lo que menos necesitan las víctimas, pues el horror del pasado no es algo que se deba aliviar con la distancia y las salvas.
Dicho régimen se contraponía al anterior en nombre de unos “valores democráticos” restaurados ya sabemos cómo. Sus ideólogos le lavaron la cara proyectando sus aspectos más oscuros al pasado, como si con el franquismo hubieran acabado las maneras “antidemocráticas”. Una simple mirada a los autoritarismos administrativos, al circo parlamentario, a la desaparición del espacio público, a las infames condiciones de trabajo, al trato de los immigrantes, al comportamiento servil de los sindicatos, al desmantelamiento del menor mecanismo de participación o control político, al enorme desarrollo técnico del control social, al embrutecimiento consumista, al urbanismo totalitario, y en fin, al endurecimiento de las leyes y a las mismas cárceles, bastaría para demostrar la existencia de vínculos entre la dictadura de Franco y la “democracia” televisiva, e incluso para revelar la existencia de una barbarie específicamente “democratica”, que no recurre a la liquidación física del contrario porque dispone de procedimientos más sútiles de ningunearlo.
El nuevo régimen alumbrado en 1977 devolvió la historia a los profesionales, para que seleccionaran aquello que convenía recordar y suavizaran las contradicciones que no se podían ocultar. La historia de éste régimen es la historia de sus olvidos, y éstos dan la medida de su complicidad con los verdugos. Todo ha culminado casi cuarenta años después con una ley del punto final, llamada “de la memoria histórica”. Dicha ley cercena cualquier posibilidad legal de revisión de causas, permitiendo una rehabilitación retórica, sentimental, un happy end inofensivo con su descarga emocional pasajera. Justo lo que menos necesitan las víctimas, pues el horror del pasado no es algo que se deba aliviar con la distancia y las salvas.
Lo que caracteriza a los muertos es que son y serán irremplazables, que tuvieron nombres y apellidos, ideas y pasiones, una vida, una historia… Algunos fueron anarquistas y revolucionarios como Pellicer.
Todos constituyen una herida en el recuerdo que no puede y no debe cicatrizar porque su memoria tiene un lugar señalado en la reflexión y el compromiso contra la barbarie. Su martirio ha de tenerse siempre en cuenta con el fin de que jamás pueda ser integrado en la ideología del poder y sirva para legitimarlo. Los muertos no pueden formar parte del orden establecido. La memoria de las víctimas no es pasado, es presente. No es conmiseración y melancolía, es determinación y combate. Para no traicionar su recuerdo hemos de contemplar desde su perspectiva la evolución de las luchas históricas.
Todos constituyen una herida en el recuerdo que no puede y no debe cicatrizar porque su memoria tiene un lugar señalado en la reflexión y el compromiso contra la barbarie. Su martirio ha de tenerse siempre en cuenta con el fin de que jamás pueda ser integrado en la ideología del poder y sirva para legitimarlo. Los muertos no pueden formar parte del orden establecido. La memoria de las víctimas no es pasado, es presente. No es conmiseración y melancolía, es determinación y combate. Para no traicionar su recuerdo hemos de contemplar desde su perspectiva la evolución de las luchas históricas.
Solamente la perspectiva de las víctimas impedirá que su calvario sea atribuido a un mal momento, o peor aún, a una etapa en el camino hacia la dominación vigente, puesto que no es difícil hallar los rastros de aquél en los sufrimientos modernos y en la infelicidad de tanta vida saboteada por la violencia económica del capital y la opresión burocrática de las instituciones.
José Pellicer, reorganizador de la FAI valenciana y luchador del sindicato de la construcción de la CNT, liberador de presos, fundador de la Columna de Hierro, prisionero del SIM, comandante de la 83 Brigada Mixta, víctima de Franco, libertario : ¡mientras alienten aspiraciones justicieras en los oprimidos tu memoria tendrá un profundo sentido ! ¡Salud !
José Pellicer, reorganizador de la FAI valenciana y luchador del sindicato de la construcción de la CNT, liberador de presos, fundador de la Columna de Hierro, prisionero del SIM, comandante de la 83 Brigada Mixta, víctima de Franco, libertario : ¡mientras alienten aspiraciones justicieras en los oprimidos tu memoria tendrá un profundo sentido ! ¡Salud !
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