Nido de cuervos en el Vaticano
George
Gänswein es alemán, tiene 57 años, 1.80 de estatura, cuerpo de atleta, pelo
rubio, ojos claros. Desde hace nueve años es el secretario personal de Joseph
Ratzinger y, desde hace algunos meses, su único antídoto contra el aire
envenenado del Vaticano. Un día no muy lejano, a su número de fax —al alcance
de muy pocos— llegó una carta muy comprometedora dirigida al Papa. Después de
que Benedicto XVI la leyese, monseñor Gänswein decidió guardarla en su pequeña
oficina situada dentro del apartamento papal. No convenía que aquella misiva
anduviese danzando por un Vaticano convertido en campo de batalla. Por eso,
cuando el padre George la vio publicada en un libro junto a decenas de
documentos secretos, supo enseguida que el traidor, el cuervo, el topo, tenía
que ser alguien muy cercano. Alguien de la familia.
Así se les
llama intramuros. La familia pontificia. La familia del Papa. Los habitantes
del Apartamento —así, con A mayúscula, lo escriben en el Vaticano—en el que
Joseph Ratzinger, más casero que su antecesor, el muy viajero Karol Wojtila,
pasa la mayor parte del día. Además del padre George y del otro secretario, el
sacerdote maltés Alfred Xuereb, “la familia del Papa” está compuesta por cuatro
laicas consagradas —Carmela, Loredana, Cristina y Rosella—, una monja que le
ayuda en los trabajos de estudio y escritura, sor Birgit Wansing, y un
asistente de cámara, Paolo Gabriele, su fiel Paoletto, el primero que desde
hace seis años le da los buenos días, lo ayuda a vestirse y a celebrar la misa,
lo acompaña en todas las audiencias públicas y privadas, le sirve el café del
desayuno, el vino de la comida y la infusión de la tarde, lo acompaña en sus
paseos por el jardín de la azotea y, al caer la noche, le ayuda a desvestirse
para irse a la cama.
Los cardenales
acusan al secretario de Estado de ambición desmedida y de dejarse influir por
“ambientes masónicos”
—Buenas
noches, Santidad.
La noche del
martes 22 de mayo es la última que Paolo Gabriel, de 46 años, casado y con tres
hijos, en posesión de la doble ciudadanía italiana y vaticana, acompaña al
Papa. Al día siguiente, la Gendarmería del Vaticano se presenta en su casa de
Vía de Porta Angelica, sobre el mismo muro que separa los dos Estados, y lo
detiene. El secreto se mantiene dos días. El viernes 25, la noticia se filtra:
detenido el mayordomo del Papa por desvelar y difundir documentos secretos. Los
periodistas buscan imágenes del cuervo o traidor. No les resulta difícil
encontrarlas. Basta con mirar las fotos del papamóvil. Junto al chófer, siempre
con gesto serio, aparece Paolo Gabriel. Detrás, de pie, impartiendo
bendiciones, el Papa, y en el último asiento, sonriente, el padre George…
Según una carta
secreta, Benedicto XVI está dejando todo atado para que su sucesor sea el
arzobispo de Milán
Si no fuera
por su físico —la revista Vanity Fair lo llegó a llamar monseñor George
Clooney—, el teólogo alemán sería un perfecto desconocido. Hasta hace unos
meses, George Gänswein ejecutaba en exclusiva su papel de discreto ayudante de
Joseph Ratzinger, su sombra desde que, en 1996, el entonces cardenal prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición, lo
llamara a su lado. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, el padre George no
ha tenido más remedio que desempeñar un papel más delicado: el de pasadizo
secreto para ver al Papa. A sus 85 años, Benedicto XVI vive aislado en su
apartamento, acorralado por las luchas entre los cardenales que tratan de ganar
poder antes de la celebración del próximo cónclave. Ratzinger es un hombre
anciano y enfermo, pero sobre todo es un hombre solo. Su viejo amigo y teórica
mano derecha, Tarcisio Bertone, el secretario de Estado del Vaticano, se ha ido
alejando de él y, al tiempo, se ha convertido en el enemigo a batir por el
resto de los cardenales italianos. Lo acusan de una ambición desmedida, de
relaciones peligrosas con los poderes fuertes italianos, incluso de dejarse
influir por “ambientes masónicos”. El Papa, que en los últimos tiempos ha
observado con tristeza cómo el cardenal Bertone ha despedido o enviado al
exilio a algunos de sus colaboradores más queridos, siempre responde con la
misma frase a quien le aconseja cambiar de secretario de Estado: “Ya soy un
Papa viejo…”. Trata de obtener una tregua, pero el resultado es el contrario.
La lucha es cada vez más encarnizada. Bertone se radicaliza y sus enemigos
tampoco descansan. Sentado junto al fax del Apartamento, el padre George sigue
recibiendo cartas espeluznantes dirigidas a Benedicto XVI.
Joseph
Ratzinger no se parece en nada a Karol Wojtila. Bien es cierto que los unía una
gran amistad y que Juan Pablo II se apoyó en el cardenal alemán hasta su
muerte. El polaco era luminoso, cordial, infatigable. Se pasaba el día
estrechando manos, sonriendo, recorriendo el mundo. Hasta el punto que, todavía
hoy, cuando uno pasea por el centro de Roma, da la impresión de que el Papa
sigue siendo el polaco, porque son sus postales las más presentes, las que más
se venden. No era difícil, por tanto, hablar con Juan Pablo II, hacerle pasar
un mensaje. A Benedicto XVI, en cambio, no le apasionan las relaciones humanas.
Es tímido, aunque cordial, concienzudo, paciente, amante de la lectura, más
pendiente de los asuntos del cielo que de los de la tierra. De hecho, solo
algunos cardenales escogidos —Ruini, Scola, Bagnasco— han logrado mostrarle
personalmente su opinión desfavorable a Bertone. Sucedió hace un año, durante
un almuerzo en el palacio de Castel Gandolfo, la residencia veraniega del Papa.
El resto se tiene que conformar con utilizar un canal. El del fax del padre
George Gaenswein…
Los cargos
financieros están en manos italianas, pese a que los norteamericanos son los
mayores contribuyentes
Un canal
que, desde el pasado verano, deja de ser seguro. El primer golpe llega con la divulgación,
a través de un programa de televisión, de una carta del arzobispo Carlo Maria
Viganò, actual nuncio en Estados Unidos, en la que le cuenta al Papa diversos
casos de corrupción dentro del Vaticano y le pide no ser removido de su cargo
como secretario general del Governatorato —el departamento que se encarga de
licitaciones y abastecimientos—. Viganò, sin embargo, es enviado lejos de Roma
por el secretario de Estado, Tarcisio Bertone. Distintas fuentes aseguran que
el Papa llegó a llorar con aquella decisión, pero no se atrevió a contradecir a
Bertone. La segunda filtración destapa un supuesto compló para matar al
Pontífice. Se trata de una carta muy reciente enviada a Benedicto XVI por el
cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos en la que le cuenta que el cardenal
italiano Paolo Romeo, arzobispo de Palermo (Sicilia), acaba de realizar un
viaje a China durante el cual habría comentado: “El Papa morirá en 12 meses”.
Pero no solo eso. Según la carta del obispo colombiano, escrita en alemán y
bajo el sello de “estrictamente confidencial”, el arzobispo de Palermo se ha
despachado a gusto en el país asiático contando supuestos secretos del Vaticano
tales como que el Papa y su número dos, Tarcisio Bertone, se llevan a matar y
que Benedicto XVI está dejando todo atado y bien atado para que su sucesor al
frente de la Iglesia sea el actual arzobispo de Milán, el cardenal Angelo
Scola. Aquellas filtraciones de documentos, aunque todavía con cuentagotas,
conmocionan al Vaticano. Su portavoz, el padre Federico Lombardi, llega a
admitir que la Iglesia está sufriendo su particular Vaticanleaks. L'Osservatore
romano publica un editorial en el que se describe la situación de Benedicto
XVI: un pastor rodeado por lobos.
Paolo
Gabriele, mientras tanto, sigue llegando cada día a las seis de la mañana al
Apartamento para despertar al Papa. Es un privilegiado. Todos los trabajadores
del Vaticano lo son. No ganan un gran sueldo, pero forman parte de la plantilla
de una empresa con 20 siglos de antigüedad, que difícilmente irá a la quiebra,
con prestigio social en la ciudad de Roma y una serie de ventajas —vivienda
dentro de las 40 hectáreas del Vaticano, gasolina muy barata— que en la mayoría
de los casos heredan sus hijos. La tormenta que esos días —finales de 2011—
azota a la Iglesia amainará. Como siempre por los siglos de los siglos. Hay una
anécdota muy representativa. Hace unos años, un periodista español le preguntó
a un cardenal por un conflicto en el seno de la Iglesia. El purpurado, muy
serio, inició así su respuesta: “Ya tuvimos ese problema en el siglo XIII…”.
La Banca del
Vaticano está siendo sometida a una investigación por supuesta violación de
normas antiblanqueo
La
respuesta, aun con otras palabras, sigue siendo la misma, incluso la más común
durante los días posteriores a la detención de Paoletto: “Ya tuvimos problemas
parecidos, e incluso mayores, y siempre salimos adelante. Tal vez lo que ahora
cambie es la velocidad y la magnitud en la difusión de la noticia. Eso, y no su
gravedad, es lo que agranda el problema”. Un problema, una guerra de poder,
puramente italiana. Tanto los apellidos que ilustran esta historia de intrigas
y golpes bajos como las armas elegidas para el duelo tienen denominación de
origen. “Un típico juego italiano”, lo califican algunos medios de información.
Hay, además, una razón de peso para que sea así. La silla de Pedro lleva siendo
ocupada por un extranjero desde 1978. A un Papa polaco (Juan Pablo II, desde
1978 a 2005) lo sucedió un Papa alemán (Benedicto XVI, desde entonces a hoy) y,
si los cardenales italianos menores de 80 años —los únicos que pueden
participar en el cónclave— no andan espabilados, pueden perder una oportunidad
de oro. A día de hoy, los purpurados electores son 122. Italianos, 30 (menos de
un cuarto), estadounidenses, 11, y alemanes, 6. Si cuando Joseph Ratzinger
muera, o dimita, no le sucede un italiano, la próxima vez será más difícil.
Antes
incluso del escándalo, ya era patente el excesivo peso de la Iglesia italiana
en el Vaticano. Prácticamente todos los cargos de responsabilidad relacionados
con las finanzas están en manos italianas, aunque sean norteamericanos y
alemanes los mayores contribuyentes. De igual forma, aunque América, Asia y
África sean ya más el presente que el futuro de la Iglesia católica, en el
último consistorio, celebrado el 18 de febrero pasado, no fue nombrado cardenal
ningún africano y solo un latinoamericano. Hace unos días, un alto
representante del Vaticano manifestaba su contrariedad: “En América Latina está
ya el 47% de los católicos del mundo. Allí las iglesias están llenas y en
Europa vacías, pero al Vaticano les sigue costando mucho nombrar cardenales que
no sean europeos…”. Miloslav Vlk, cardenal de Praga y portavoz de la Iglesia
Internacional, lo dice sin tapujos: “Tal vez hemos perdido el impulso que nos
dio Pablo VI y Juan Pablo II y luego recogido por Benedicto XVI: una Iglesia
que se abra al mundo, un colegio cardenalicio y una Curia más internacional y
por tanto más capaz de escuchar las voces y recoger la energía que llegan también
de lejos”.
La detención
del mayordomo se produce unas horas después de otro hecho muy grave. El despido
fulminante de Ettore Gotti Tedeschi, presidente del Instituto para las Obras de
Religión (IOR), conocido como el Banco Vaticano. La primera explicación habla
de “irregularidades en su gestión”, pero enseguida el tono va subiendo hasta
llegar casi al linchamiento. La primera explicación oficial achaca al
economista, de 67 años, “no haber desarrollado funciones de primera importancia
para su cargo”. Lo cierto es que la Banca del Vaticano está siendo sometida
desde el pasado septiembre a una investigación judicial por supuesta violación
de las normas contra el blanqueo de capitales. Además de a Gotti Tedeschi
—presidente también del Santander Consumer Bank, la filial italiana del Banco
Santander—, la fiscalía investiga al director general del IOR, Paolo Cipriani.
El directivo depurado se muestra enfurecido en sus declaraciones a la prensa:
“Prefiero no hablar. Si lo hiciera, solo diría palabras feas. Me debato entre
el ansia de explicar la verdad y no querer turbar al Santo Padre con tales
explicaciones”. Tedeschi es de los pocos que guarda fidelidad al Papa. De
hecho, fue el propio Joseph Ratzinger quien se lo recomendó a Bertone. Eran más
que viejos amigos. El economista, miembro del Opus Dei, había colaborado con el
Papa en la encíclica Caritas in veritate. Ahora la colaboración que le pedía
era más terrenal y, por tanto, más difícil: rescatar de las manos del demonio
las cuentas de Dios. Limpiar el Banco del Vaticano. Bertone y Tedeschi chocan.
Trasciende que desde hace tiempo no se hablan. El economista amigo del Papa
amenaza con dimitir. El secretario de Estado se le adelanta. Lo despide. Pero
no se contenta con eso. En plena guerra de filtraciones, aparece un documento
en el que se vapulea al ya ex presidente…
Como es habitual
en los asuntos que conciernen al Vaticano, jamás se sabrá quién es el cuervo
vestido de púrpura
El asunto
queda en segundo lugar. Toda la atención está ahora puesta en la suerte de
Paolo Gabriele. La primera pregunta es: ¿por qué lo hizo? La segunda: ¿para
quién? Roma es tomada por una banda de cuervos anónimos que se dicen compañeros
de Paoletto, una especie de cruzada contra los asuntos turbios del Vaticano.
“Paoletto no está solo”, aseguran, “somos muchos, incluso muy arriba. Queremos
defender al Papa, denunciar la corrupción, hacer limpieza en el Vaticano”. Las
voces anónimas confirman lo que ya se sabía —el Vaticano es desde hace meses un
campo de batalla entre distintas facciones que luchan por el poder—, pero sus
teóricas intenciones son difíciles de creer. Tan increíbles como algunos de los
detalles de la operación: al frente estaría una mujer y la tropa estaría
formada por una pléyade de vengadores, desde cardenales a mayordomos, incluido
un pirata informático. Su principal objetivo: proteger al Papa de Tarcisio
Bertone.
Después de
muchos días en silencio, el Papa habla. Pero no dice nada. Se remonta 20 siglos
atrás para recordar que Jesús también fue traicionado. Acusa a los medios de
comunicación de magnificar el problema y confirma a todos sus colaboradores
—Tarcisio Bertone incluido— en sus puestos. Los muros del Vaticano se cierran
aún más. El misterio, siempre presente en las historias religiosas y laicas de
Roma, lo envuelve todo. ¿Ha hablado ya Paoletto? ¿Ha dicho si robó la
correspondencia del Papa por su cuenta o por encargo? Tal vez sea el padre
George, sentado junto a su fax, el único que sabe la verdad, tal vez el único
que cumple su función de proteger al Papa. O tal vez no. Si en algo coinciden
creyentes y descreídos de un lado y otro del Tíber es que, como es habitual en
los asuntos que conciernen al Vaticano, jamás se sabrá la verdad. Nunca se
conocerá el verdadero jefe de Paolo Gabriele, la identidad del cuervo vestido
de púrpura. La Iglesia católica, que necesita de la fe para seguir existiendo,
sigue sintiéndose cómoda en la oscuridad. “Ya tuvimos ese problema en el siglo
XIII…”. En su primera encíclica —Deus caritas est (2005)—- Benedicto XVI citaba
una frase de San Agustín que ahora suena profética:
—”Sin
justicia, ¿qué son los reinos sino una gran banda de ladrones?”
LOLA GALÁN
¿Cuervos en el Vaticano?
¿Maledicencia y cuentas pendientes solventadas en los medios de comunicación?
Peccata minuta frente al historial de escándalos del Estado pontificio, un
territorio de apenas medio kilómetro cuadrado donde las luchas de poder y la ambición
sin límites han creado un microclima insano durante siglos. No hay que
retrotraerse a los tiempos de los Borgia (convertidos con fama de envenenadores
en chivos expiatorios de toda la depravación del Renacimiento italiano), para
encontrar episodios sombríos en este supuesto centro de la espiritualidad
cristiana. El 28 de septiembre de 1978 moría a los 65 años Juan Pablo I, el
italiano Albino Luciani, a los 33 días de ser elegido Papa. Oficialmente, murió
de un infarto, pero el cadáver de un pontífice no es sometido nunca a autopsia.
Las teorías conspirativas se dispararon, hasta alcanzar al obispo Paul
Marcinkus, responsable entonces del IOR (Instituto de Obras de Religión), la
banca vaticana. ¿Se había negado Juan Pablo I a tapar el escándalo que sobrevolaba
las finanzas vaticanas? Los datos que se conocen hacen poco plausible esta
hipótesis, pero es cierto que Marcinkus, un fornido prelado estadounidense, de
origen lituano, que se había convertido en la sombra de Pablo VI, tenía motivos
para lamentar la muerte de este. Su relación con Michele Sindona, un banquero
ligado a la Mafia, desató las sospechas sobre el manejo de dinero ilícito
procedente de Estados Unidos. El escándalo estalló en 1982, con la bancarrota
fraudulenta del Banco Ambrosiano, una institución católica de la que el Banco
Vaticano era principal accionista. La Santa Sede aceptó pagar millones de
dólares en compensaciones a entidades extranjeras afectadas por el hundimiento
del Ambrosiano. Roberto Calvi, presidente del banco, y Sindona, optaron,
supuestamente, por suicidarse. Marcinkus encontró, sin embargo, la protección
de Juan Pablo II, sucesor del papa Luciani, que lo mantuvo en el cargo hasta
1989. Un año antes de que se consumara la bancarrota del Ambrosiano, el Papa
polaco sufrió un atentado gravísimo, que las sucesivas investigaciones
judiciales, y el posterior juicio no han logrado esclarecer del todo. Otro
tanto puede decirse del asesinato, a manos de uno de los guardias suizos, del
comandante de esta histórica tropa papal, Alois Estermann, el mismo día en que
era confirmado en su puesto, en mayo de 1998. El Vaticano manejó mejor este
asunto explosivo, pero tampoco logró evitar la gigantesca rumorología en torno
a él. Eran años en los que Juan Pablo II viajaba por el mundo y recibía en el
Vaticano, como a un amigo personal, al sacerdote Marcial Maciel, fundador de
los Legionarios de Cristo, una comunidad de religiosos con enorme desarrollo y
predicamento en México y otros países. Maciel era un personaje influyente en
los palacios vaticanos y uno de los más queridos colaboradores del Papa. Con
gran discreción, aportaba dinero a las arcas, siempre exhaustas, de la Iglesia,
y llenaba con multitudes las ceremonias religiosas presididas por Wojtyla. Pero
la conducta del mexicano estaba ya en boca de todo el mundo. Numerosas
denuncias de exlegionarios lo describían como un sujeto cínico y amoral, y un
pedófilo desatado. Juan Pablo II se resistió hasta su muerte, en la primavera
de 2005, a que se tomaran medidas contra Maciel, que abandonó un año antes su
puesto al frente de los legionarios, y murió en 2008, con 89 años, sin ser
molestado por nadie. Joseph Ratzinger, que sucedió a Wojtyla al frente de la
Iglesia con la promesa de acabar con la corrupción interna, archivó la
investigación sobre Maciel. Pero a la muerte del fundador quedó claro su
historial sexual de un depravado sin atenuantes
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