Miles de familiares de víctimas esperan en toda España una resolución favorable del caso para seguir el mismo protocolo.El juzgado de Chiclana ultima los detalles para inscribir la defunción, 77 años después, de 'La Libertaria', tras un largo periplo judicial que sienta un importante precedente a nivel nacional .
Hace dos años, en el 75 aniversario de los sucesos de Casas Viejas, Juan Pérez Silva atendía a la prensa en la puerta del cementerio. Era enero, amenazaba lluvia, y el cielo, oscuro y roto, quedaba muy propio, al fondo de la tragedia. Una chica le pidió a Juan que contara su historia a cámara en tres minutos, «intentando no moverse», para que no se le descuadrara el plano: el huérfano, las nubes, el arco encalado, las coronas de flores... Juan se aflojó la corbata y habló un rato de su madre, de su infancia, de la justicia, del perdón y del olvido. Después, mientras la periodista recogía el cable del micro y comentaba al vuelo los detalles del montaje, de la 'off' y los totales, Juan miró un segundo al suelo, arrugó el gesto y se quejó en voz baja: «Tres minutos».
La pérdida, el dolor, el desamparo, la angustia, las noches en blanco, los rumores crueles, las versiones enfrentadas, los ideales, los archivos, las pistas falsas, las mentiras, el empeño, el abandono, la lucha y la tortura. En tres minutos.
Puede que porque Juan estuviera especialmente cansado, o especialmente triste, o porque de nuevo era enero, y los huesos de su madre, María Silva, 'La Libertaria', seguían perdidos todavía en algún lugar extraño y ajeno, el bisnieto de Seisdedos no quiso esa mañana hablar de política. Amablemente, con un punto de amargura, rechazó las preguntas más explícitas, pero invitó al resto de los redactores que aún esperaban de él una proclama encendida o una declaración de guerra a que lo acompañaran a dar un paseo.
El hijo de La Libertaria dedicó unas horas, quizá de forma involuntaria, a romper las etiquetas y restarle épica al mito. Con cada anécdota parecía reivindicar su condición de hombre. «Tengo una casa pequeña, cultivo rosas, paseo por el campo, hago radios de galena».
Es posible que esta historia, quería decir Juan, resulte trascendental para mucha gente; es posible que sea importante, significativa. Pero, sobre todas las cosas, es la historia de un niño que no conoció a su madre. Y, ahora, tantos años después, es la historia de un anciano que no quiere morirse sin enterrarla.
Descargándose de la mística libertaria, de todo el peso del símbolo, Juan consiguió lo que pretendía: igualar su caso, tan mediático y tan llamativo, al de los miles de españoles que han sufrido un calvario semejante. Sin distinciones.
No obstante, María Silva Cruz puede volver, muy pronto, a convertirse en un referente obligado para historiadores y memorialistas. Juan está a punto de conseguir, después de una larguísima odisea legal, que un Registro Civil inscriba a su madre como fallecida. El ejemplo sentará un valioso precedente (empieza a haber unos cuantos) y servirá de respaldo a todas las familias que continúan enfrascadas en la misma lucha. Según los trámites impuestos por el Juzgado de Chiclana, sólo quedan «un par de cabos sueltos», como la publicación de un puñado de anuncios en prensa.
Del asesinato de María Silva Cruz se sabe que ocurrió en agosto del 36; que su cuerpo desapareció arrastrado por la primera ola de la represión, justo después del golpe; que fue detenida y llevada a la cárcel de Paterna por una columna de guardias civiles sublevados; que la acompañaba su único hijo, de 14 meses; que la madrugada del 24 la fusilaron, en un lugar indeterminado, junto a Martín Menacho Díaz y Catalina Sevillano. Juan lleva, desde que tiene uso de razón, intentando esclarecer los hechos: pero no se puede investigar un crimen cometido contra una persona que, oficialmente, no está muerta. En la misma situación se encuentran miles de particulares. Como explica el historiador José Luis Gutiérrez Molina, «es muy posible que en torno al 50% de los ejecutados no estén reconocidos».
Periplo judicial
En 2008, apoyado por la Asociación de la Memoria Histórica y Justicia de Andalucía, Juan Pérez Silva presentó en la Audiencia Nacional una denuncia por la «detención ilegal y la desaparición forzada de María Silva Cruz». Baltasar Garzón, a quien correspondió la causa por reparto, incoó las diligencias previas. El Ministerio Fiscal lo recurrió, pero el juez no admitió el recurso. Tres días más tarde, para sorpresa de todos los que esperaban que el caso de María Silva sentara por fin jurisprudencia, Garzón se inhibió en un auto en el que remitía la competencia a los juzgados de Instrucción. El 26 de junio de 2009, siete meses después de que comenzara el proceso, el Juzgado de Chiclana se hizo cargo del sumario. La inscripción de María como fallecida, recientemente aprobada, no supone el final del camino, «sino un paso imprescindible para seguir andando», dice Cecilio Gordillo, de Amhija.
Juan, acostumbrado ya a las alegrías parciales y a las decepciones absolutas, sigue sin confiarse. «Puede pasar cualquier cosa. En su momento hasta nos planteamos ir al Tribunal de Estrasburgo, porque nuestra denuncia parte de que los crímenes de guerra son imprescriptibles, conforme al Derecho Internacional Humanitario», y por eso espera que sea el propio Juzgado de Chiclana el que «ahonde en la causa y adopte por fin medidas instructoras que esclarezcan los hechos».
El proceso para inscribir a las víctimas del Franquismo ha estado siempre sometido a criterios ambiguos, ridículos o interesados. Durante los primeros años la prioridad de la administración fue «maquillar las cifras» de la masacre. Muchos jueces ofrecían a las familias la posibilidad de «regularizar» la situación, aunque no hubiera cuerpo, falseando las causas. «España estaba llena de viudas y huérfanos que, para poder cobrar una pensión irrisoria, tenían que 'admitir' que sus maridos y padres habían muerto en un accidente, o de un ataque al corazón», explica el investigador Fernando Romero. Algunos familiares, apremiados por la necesidad, aceptaron. Otros muchos, no.
'Testimonios fiables'
Cada juzgado, con independencia de las consignas generales, jugaba las cartas a su manera. «Los había que pedían diez testimonios 'fiables', a sabiendas de que la mayoría de los fusilamientos se hacían de madrugada, y que el miedo evitaría que los testigos fueran a declarar que habían visto a fulano ordenar o ejecutar la muerte de mengano». Las exigencias han variado algo, pero no tanto como cabría esperar tras la llegada de la Democracia. «Todavía hay quien considera un requisito 'sin equa non' que haya testimonios de primera mano, 75 años después». La nueva Ley de Registro, en trámite desde julio, podría solventar de una vez por todas este caos administrativo, aunque las asociaciones que trabajan en el ámbito de la memoria histórica lo dudan abiertamente.
Por lo pronto, los promotores del proceso, que llevan años persiguiendo el reconocimiento de María Silva como difunta, ya han logrado que Chiclana publique el edicto que regula su inscripción. «Ahora tenemos que costear los gastos, unos 2.000 euros, para lo que hemos abierto una cuenta en Cajasol que admite donaciones voluntarias de no más de diez euros por persona».
Juan Pérez Silva tiene pocas esperanzas de que el caso se resuelva antes de que le toque «hacer las maletas». «He vivido obsesionado con esto desde niño», confesó aquella mañana invernal de enero, en su largo paseo desde el cementerio de Benalup al Teatro, donde se celebraba un ciclo de conferencias. «Cuando tenía cinco años un maestro flaco se presentó en mi casa y me dijo que quería enseñarme a leer. Me pidió que escribiera dos cartas: una a los Reyes Magos y otra a otro Rey, de carne y hueso, que vivía en Estoril. 'A ése pregúntale dónde está María Silva', me soltó». Después, con trece años, el mismo hombre (un anarquista viejo, veterano de los campos de concentración franceses) le explicó tres cosas: que sus padres estaban muertos, que habían dado sus vidas por defender la libertad, y que los Reyes Magos no existen.
Cicatrices suficientes como para marcarlo de por vida.
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