MARCAS MANCHADAS CON SANGRE
Érase una vez un mundo en el que los productos –lo que el
lector y yo consumimos a diario para satisfacer nuestras necesidades o
caprichos, desde vestirnos hasta alimentarnos, pasando por contemplar en el
televisor el partido de nuestro equipo favorito– se habían revestido de una
capa inmaterial que los dotaba de una nueva entidad expresada en forma de
marca. Dotados de esa nueva capa, los productos se habían ido alejando
progresivamente de sus usuarios, arrebatados por unos curiosos trabajadores
–más propiamente magos que trabajadores– cuya misión consistía en diferenciar
productos idénticos en función de la marca que ostentaban. De tal manera que,
para los ciudadanos de a pie, ya no se trataba en lo esencial de consumir
productos, sino de adherirse por mediación de su consumo a la marca que mejor
conectaba con él y con cuya imagen más se identificaba; y ello con
independencia, al menos relativa, de la necesidad que el producto
correspondiente venía a satisfacer o el capricho a cuyo servicio se encontraba.
Ahora bien, para que este escamoteo del producto por la
marca funcionara, lo primero que había que hacer era escamotear la producción.
Y así se puso en marcha el gigantesco trasvase que preside desde hace décadas
el comercio y la economía mundiales: mientras los productos insignificantes
eran elaborados en su mayor parte en ignominiosas factorías situadas en los
lugares más apartados del globo que hubieran escandalizado al mismísimo Charles
Dickens y a salvo, por tanto, de la mirada de los consumidores occidentales a
quienes iban destinados, esos mismos productos eran milagrosamente
transfigurados en marcas pletóricas de significación una vez que recibían el
bautismo de aquellos trabajadores-magos: publicitarios, expertos en marketing,
diseñadores, etc., especialistas todos ellos en transfigurar el producto en
marca y en convertir de este modo el consumo –no de productos, sino de marcas;
no de realidades materiales, sino de entidades inmateriales– en el centro de la
existencia individual de aquel consumidor y en el corazón de un imaginario como
el hoy vigente en todo el mundo, en virtud del cual la imagen de algo –por
ejemplo, la famosa marca España– prima con mucho sobre las realidades que
puedan existir bajo ella y que precisamente se trata de ocultar, de negar o cuanto
menos de disimular.
Como resultado de todo ello, la economía mundial está basada
en la actualidad en el siguiente postulado perverso: para que el producto sea
apreciado como marca, lo imprescindible es que el consumidor no tenga acceso a
las condiciones en que el producto se produce; ya que dicho acceso eliminaría
de entrada la mencionada transfiguración del producto en marca y con ello la
función instrumental que hoy cumple el consumo como mecanismo al servicio de la
valorización del capital.
Y así, cuando el consumidor prefiere una determinada marca y
se adhiere al imaginario construido en torno a la misma por aquellos
trabajadores-magos, lo fundamental es que no sepa en qué condiciones se ha
producido el correspondiente producto: ya que ello la desprendería de todo el
hechizo de que la han revestido los mencionados trabajadores-magos,
reduciéndola a un vulgar objeto material destinado antes o después precisamente
a consumirse y con ello a convertirse en desecho.
Ahora bien, la realidad es demasiado tozuda. Esta fantástica
construcción que hoy preside la llamada economía “real” en cuanto vía de
entrada al capitalismo de casino que nos gobierna no está exenta de que, de
cuando en cuando, algún hecho más o menos accidental la conmueva. Cuando, bajo
las ruinas de la reciente catástrofe de Bangladesh y entre los centenares de
cadáveres que se han ido desenterrando, aparece un cuaderno donde figuran
determinadas anotaciones correspondientes a encargos de una empresa como El
Corte Inglés o etiquetas de la marca Mango, no hay duda de que la imagen de la
correspondiente marca se va a ver, en mayor o menor medida, cuestionada. “O sea
--puede llegar a pensar el consumidor-- resulta que esos maravillosos productos
que se nos brindan en esos rutilantes Días de Oro son ni más ni menos que el
resultado del trabajo de unos miserables de Bangladesh que ganan en una jornada
de catorce o dieciséis horas menos de lo que yo gasto en una caña en el bar de
la esquina.” Y, tal vez, puede que incluso toque los pantalones vaqueros que se
disponía a comprar con una cierta aprensión, como buscando sin querer el rastro
de sangre que tal vez se ha depositado en ellos.
Pero no hay que
hacerse demasiadas ilusiones. Las campañas de los Días de Oro de El Corte
Inglés son mucho más frecuentes en nuestros medios de comunicación que las
esporádicas noticias acerca de catástrofes sucedidas en países tan remotos como
Bangladesh. Pasada la conmoción causada por la noticia, los fantásticos
anuncios a través de los cuales se organiza la trasmutación del producto en
marca seguirán reinando en nuestro imaginario colectivo e individual, y
seguiremos respondiendo como borregos a sus llamadas por la sencilla razón de
que, en este capitalismo fantasmagórico que vivimos, se trata de la única
oportunidad verdaderamente a nuestro alcance de “realizarnos” –es, obviamente,
un decir– como personas.
Por eso, las
soluciones tipo parche no funcionan en el presente caso. No se trata de
boicotear una determinada marca que ha sido especialmente señalada en el acontecimiento
reseñado, ni siquiera de “exigir” unas condiciones laborales en los países del
llamado “tercer mundo” que serán sistemáticamente vulneradas. La solución ha de
venir de una vía mucho más radical: se trata de desmontar un sistema que
escinde de modo radicalmente artificial la producción del consumo; de modo que
el consumidor del “primer mundo” ignora (o más bien finge ignorar) las
condiciones en que se elaboran los productos que adquiere en nuestros
rutilantes establecimientos, mientras la materialidad del producto ha sido a su
vez erradicada por unas marcas inmateriales que ponen el consumo al servicio de
unos fines que claramente lo desbordan y desnaturalizan.
¿Qué para ello habrá que desmontar de cuajo el vigente
sistema de producción-consumo? Se trata precisamente de ello. Y esta es la
labor que los verdaderos partidarios de transformar las condiciones en que
vivimos deberán plantearse como tarea a abordar y a planificar cara a las
próximas décadas.
(*) Antonio Caro. Profesor jubilado de la Universidad
Complutense de Madrid y autor de "De la mercancía al
signo/mercancía".
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