La anarquía y la Iglesia
La conducta del anarquista hacia el hombre de iglesia se
halla trazada de antemano en tanto que curas, frailes y toda clase de
detentadores de un supuesto poder divino se hallen constituidos en liga de
dominación, ha de combatirlos sin descanso, con toda la energía de su voluntad
y con todos los recursos de su inteligencia y de su fuerza. Esa lucha no ha de
impedir que se guarde el respeto personal y la simpatía humana a cada
individuo, cristiano, budista, fetichista, etcétera, en cuanto cese su poder de
ataque y dominio. Comencemos por libertarnos y trabajemos después por la
libertad del adversario.
Lo que ha de temerse de la Iglesia y de todas las Iglesias
nos lo enseña claramente la historia, y sobre este punto no hay excusa: Toda
equivocación o interpretación desnaturalizada es inaceptable; es más, es
imposible. Somos odiados, execrados, malditos; se nos condena a los suplicios
del infierno, lo que para nosotros carece de sentido, y lo que es positivamente
peor, se nos señala a la venganza de las leyes temporales, a la venganza
especial de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los
atormentadores que el Santo Oficio, vivo aún, sostiene en los calabozos. El
lenguaje oficial de los papas, fulminado en sus recientes bulas, dirige
expresamente la campaña contra los "innovadores insensatos y diabólicos,
los orgullosos discípulos de una supuesta ciencia, las gentes delirantes que
proclaman la libertad de conciencia, los depreciadores de todas las cosas sagradas,
los odiosos corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la
iniquidad". Anatemas y maldiciones dirigidas preferentemente a los
revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.
Perfectamente; es lógico que los que se dicen y se consideran
consagrados al dominio absoluto del género humano, imaginándose poseedores de
las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su odio
contra los réprobos que niegan sus derechos al poder y condenan todas las
manifestaciones de ese poder. "¡Exterminad! ¡Exterminad!" tal es la
divisa de la Iglesia, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III.
A la intransigencia católica oponemos igual intransigencia,
pero como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos
y verdugos. Rechazamos por completo la doctrina católica, lo mismo que la de
todas las religiones afines; combatimos sus instituciones y sus obras,
trabajamos para desvanecer los efectos de todos sus actos. Pero esto sin odio a
sus personas, porque no ignoramos que todos los hombres se determinan por el
medio en que sus madres y la sociedad los han colocado; sabemos que otra
educación y circunstancias menos favorables hubieran podido embrutecernos
también, y lo que sobre todo nos proponemos es desarrollar para ellos, si aún
es tiempo, y para las generaciones venideras, otras condiciones nuevas que
curen a los hombres de la "locura de la cruz" y demás alucinaciones
religiosas.
Lejos de nosotros la idea de vengarnos cuando llegue el día
en que seamos los más fuertes: los cadalsos y las hogueras serían insuficientes
para vengar el número infinito de víctimas que las Iglesias, y la cristiana muy
especialmente, han sacrificado en nombre de sus dioses respectivos durante la
serie de siglos de su ominosa dominación. Además, la venganza no se cuenta
entre nuestros principios, porque el odio llama al odio y nosotros nos sentimos
animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El firme
propósito que nos guía no consiste en emplear "las tripas del último
sacerdote para ahorcar al último rey", sino en hacer de modo que no nazcan
reyes ni curas en la purificada atmósfera de nuestra nueva sociedad.
Lógicamente, nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia
comienza por ser destructora antes de que pueda ser constructiva, a pesar de
que las dos fases de la acción sean independientes entre sí, aunque bajo
diversos aspectos, según los diferentes medios. Sabemos, además, que la fuerza
es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas
ilusiones, y por lo mismo no tratamos de penetrar en las conciencias para
arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos, pero podemos
trabajar con todas nuestras energías para separar del funcionamiento social
todo lo que no concuerde con las verdades científicas reconocidas; podemos
combatir incesantemente el error de todos los que pretenden haber encontrado
fuera de la humanidad y del mundo un punto de apoyo divino que permite a
ciertas castas de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el
creador ficticio y sus supuestas criaturas.
Puesto que el temor y el espanto fueron en todo tiempo los
móviles que subyugaron a los hombres, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos
lo han reconocido y repetido bajo diferentes formas, combatamos sin cesar ese
vano terror de los dioses y sus intérpretes por el estudio y la serena y clara
exposición de las cosas. Persigamos todas las mentiras que los beneficiarios de
la antigua necedad teológica han esparcido en la enseñanza, en los libros y en
las artes, y no descuidemos la oposición al vil pago de los impuestos directos
e indirectos que el clero nos extrae; impidamos la construcción de templos
chicos y grandes, de cruces, de estatuas votivas y otras fealdades que
deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos
millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los
innumerables submendigos de sus congregaciones y, finalmente, mediante la
propaganda diaria, arrebatemos a los curas los niños que se les da a bautizar,
los adolescentes de ambos sexos que se confirman en la fe por la ingestión de
una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los
desgraciados a quienes inician en el vicio por la confesión, los moribundos a quienes
aterrorizan en el último momento de la vida. Descristianicémonos y
descristianicemos al pueblo.
Pero, se nos objeta, las escuelas en Francia, hasta las que
se denominan laicas, cristianizan la infancia, es decir, toda la generación
futura, ¿cómo cerraremos esas escuelas, puesto que nos encontramos ante padres
de familia que reivindican la "libertad" de la educación escogida por
ellos? ¡He aquí que a nosotros, que hablamos siempre de "libertad" y
que no comprendemos al individuo digno de ese nombre sino en la plenitud de su
fiera independencia, se nos opone también la "libertad"! Si la
palabra respondiese a una idea justa, deberíamos bajar la cabeza
respetuosamente para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa
libertad del padre de familia es el rapto, la sencilla apropiación del hijo,
que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia y al Estado para que le
deformen a su antojo. Esa libertad es semejante a la del burgués industrial que
dispone, mediante el jornal, de cientos de "brazos" y los emplea como
le conviene en trabajos pesados y embrutecedores; una libertad como la del
general que hace maniobrar a su antojo las "unidades tácticas" de
"bayonetas" o de "sables".
El padre, heredero convencido del pater familias romano,
dispone por igual de hijos o hijas para matarlos moralmente o, lo que es peor,
para envilecerlos. De estos dos individuos, el padre y el hijo, virtualmente
iguales a nuestros ojos, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo
y defensa, y nuestra decidida solidaridad contra todos los que le dañan, aunque
entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le llevó en su seno.
Si, como sucede en Francia, por una ley especial impuesta
por la opinión pública, el Estado niega al padre de familia el derecho a
condenar a su hijo a la perpetua ignorancia, los que estamos de corazón con la
generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos todo
lo posible para protegerle contra la mala educación.
Que el niño sea regañado, pegado y atormentado de varias
maneras por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y
mentiras; que sea catequizado por hermanucos de la doctrina cristiana, o que
aprenda en casa de jesuitas una historia pérfida y una falsa moral, compuesta
de bajeza y crueldad, el crimen es lo mismo y nos proponemos combatirlo con la
misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente
perjudicado.
No hay duda de que en tanto que subsiste la familia bajo su
forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de
nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los
curas será de cumplimiento difícil, pero por eso mismo deben dirigirse en ese
sentido nuestros esfuerzos, porque no hay término medio: se ha de ser defensor
de la justicia o cómplice de la iniquidad.
En este punto se plantea también, como en todos los demás
aspectos de la cuestión social, el gran problema que se discute entre Tolstoi y
otros anarquistas acerca de la resistencia o no resistencia al mal. Por nuestra
parte opinamos que el ofendido que no se resiste entrega de antemano a los
humildes y los pobres a los opresores y a los ricos. Resistamos sin odio, sin
rencor ni ánimo vengativo, con la suave serenidad del filósofo que reproduce
exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno
de sus actos. Téngase presente que la escuela actual, tanto si la dirige el
sacerdote religioso como el sacerdote laico, va franca y decididamente contra
los hombres libres, como si fuera una espada o mejor como millones de espadas,
porque se trata de preparar contra todos los innovadores a los hijos de la
nueva generación.
Comprendemos la escuela, como la sociedad, "sin dios ni
amo" y por consiguiente consideramos como funestos todos esos antros donde
se enseña la obediencia a dios y sobre todo a sus supuestos representantes, los
amos de todas las clases, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes.
Reprobamos tanto las escuelas en que se enseñan los pretendidos deberes
cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines
y el odio a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras
en que se repite a los niños que han de ser como "báculos en manos de
sacerdotes". Sabemos que ambas clases de escuelas son funestas e
igualmente malas, y cuando tengamos la fuerza cerraremos unas y otras.
"¡Vana amenaza!" se dirá con ironía. "No sois
los más fuertes y aun dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los
verdugos". Así parece, mas todo ese aparato de represión no nos espanta,
porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que
se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo prueba la historia, que se
desarrolla en nuestro favor, porque, si es cierto que "la ciencia ha quebrado"
para nuestros adversarios, no por eso ha dejado de ser un solo instante nuestra
guía y nuestro apoyo.
La diferencia esencial entre los sostenedores de la Iglesia
y sus enemigos, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los
primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen
de todo valor individual, se debilitan poco a poco y mueren, mientras que la
renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las
fuerzas anárquicas. Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que trata
penosamente de desprenderse de la crisálida burguesa, no podría tener esperanza
de triunfo, ni aun hubiese vencido, si hubiera de luchar con hombres de
voluntad y energía propias; pero la masa de los devotos y de las devotas, ajada
por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden
volitivo, a una especie de ataxia intelectual. Cualquiera que sea, desde el
punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del
católico creyente y practicante; cualesquiera que sean también sus cualidades
de hombre, no es, respecto del pensamiento, más que una materia amorfa y sin
consistencia, puesto que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega
se ha colocado voluntariamente fuera de la humanidad que razona.
Forzoso es reconocer que el ejército de los católicos tiene
en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las
supervivencias y continúa obrando en función de la fuerza de la inercia.
Millones de individuos doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote
resplandeciente de oro y seda; impulsada por una serie de movimientos reflejos,
se amontona la multitud en las naves del templo en los días de la fiesta
patronal; se celebra la Navidad y la Pascua, porque las generaciones anteriores
han celebrado periódicamente esas fiestas; los ídolos llamados la virgen y el
niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por
qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallada en forma de
crucifijo; se inclina al hablar de la "moral del Evangelio" y, cuando
muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino relojero.
Sí, todas esas criaturas de la costumbre, portavoces de la rutina, constituyen
un ejército temible por su masa: esa es la materia humana que forma las
mayorías y cuyos gritos sin pensamiento resuenan y llenan el espacio como si
representaran una opinión. Mas ¡qué importa! Al fin esa misma masa acaba por no
obedecer los impulsos atávicos: se la ve volverse indiferente a la palabrería
religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para
perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y bestias,
sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar: lo mismo el
campesino que el obrero no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de
la ciencia, sin conocerla aún y, esperando, se forman una especie de paganismo,
entregándose vagamente a las fuerzas de la naturaleza.
No hay duda de que una revolución silenciosa que
descristianiza lentamente a las masas populares es un acontecimiento capital,
pero no ha de olvidarse que los adversarios más terribles, puesto que carecen
de sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, tampoco los
creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los
templos, cubiertos bajo el espeso velo de la fe religiosa que les oculta del
mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les guían y los indiferentes que sin
ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de
la fe, esos son mucho más peligrosos que los cristianos. Por un fenómeno
contradictorio en apariencia, el ejército clerical se hace cada vez más
numeroso a medida que la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas
se agrupan por ambas partes: la Iglesia reúne detrás de sí a todos sus
cómplices naturales de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando,
reyes, militares, funcionarios de todas clases, volterianos arrepentidos y
hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos,
elegantes, pero guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera asemejarse
a su pensamiento. "¡Qué decís!", exclamará, sin duda, algún político
de esos a quienes apasiona la lucha actual entre las congregaciones y el bloque
republicano, especie de fusión del Parlamento francés, "¿no sabéis que el
Estado y la Iglesia han roto definitivamente sus relaciones, que los crucifijos
y corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser reemplazados
por hermosos retratos del presidente de la República? ¿Ignoráis que los niños
serán en lo sucesivo preservados cuidadosamente de las supersticiones antiguas,
y que los maestros laicos les darán una educación fundada en la ciencia, libre
de toda mentira y se mostrarán siempre respetuosos de la libertad humana?"
¡Ah! Harto sabemos que surgen diferencias en las alturas entre los detentadores
del poder; no ignoramos que entre las gentes del clero los seculares y los
regulares están en desacuerdo sobre la distribución de las prebendas; tenemos
por cierto que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en
siglo entre el papa y los Estados laicos; pero eso no impide que las dos
categorías de dominadores, religiosos y políticos, estén en el fondo de
acuerdo, aun en sus excomuniones recíprocas, y que comprendan de la misma
manera su misión divina respecto del pueblo gobernado; unos y otros quieren
someter a los pueblos por los mismos medios, dando a la infancia idéntica
enseñanza, la de la obediencia.
Ayer aún, bajo la alta protección de lo que se llama
"la República", eran los dueños indiscutibles y absolutos. Todos los
elementos de la reacción se hallaban unidos bajo el mismo lábaro simbólico, el
"signo de la cruz", pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la
divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación: la
creencia íntima era sólo un pretexto para la inmensa mayoría de los que quieren
conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único
consistía en impedir a todo trance la realización del ideal moderno, a saber:
el pan, el trabajo y el descanso para todos. Nuestros enemigos, aunque
odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse
en un solo partido. Hallándose aislados, las causas respectivas de las clases
dirigentes resultaban demasiado pobres de argumentos, excesivamente ilógicas
para intentar defenderse con éxito por sí solas, y por lo mismo les era
indispensable coaligarse en nombre de una causa superior, y echaron mano de su
Dios, al que denominan "principio de todas las cosas", "gran
ordenador del universo". Y por eso, considerando demasiado expuestos los
cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores
recientemente construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la
ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.
Pero excesivamente ambiciosos, los curas y los frailes han
incurrido en imprudencia notoria: jefes de la conspiración, en posesión de la
consigna divina, han exigido una parte harto ventajosa del botín. La Iglesia,
insaciable siempre en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus
nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas
sus misiones extranjeras, en la guerra de China y en el saqueo de los palacios
imperiales. De este modo se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del
clero: sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos
años del siglo pasado: se cuenta por miles de millones el valor de las tierras
y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y a los frailes; por
no hablar de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores
aristócratas y viejas rentistas. Los jacobinos ven con buenos ojos que esas
propiedades se acumulen en las mismas manos, esperando que un día de un solo
golpe se apodere de ellos el Estado; pero ese remedio cambiará la enfermedad
sin curarla. Esas propiedades, producto del dolo y del robo, han de volver a la
comunidad de donde fueron extraídas; forman parte del gran haber terrestre
perteneciente al conjunto de la humanidad.
Por exceso de ambición, las gentes de iglesia han cometido
la torpeza, inevitable por otra parte, de no evolucionar con el siglo, y
llevando además a cuestas su bagaje de antiguallas, se han retrasado en el
camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar el francés que se
habla en París; deletrean la trilogía de Santo Tomás, pero esa trasnochada
fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de
Berthelot. No hay duda de que algunos de ellos, especialmente los clérigos
americanos, en lucha con una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio
de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos renovando un poco su antiguo
esplendor; pero esa nueva táctica de controversia ha sido desaprobada por la
autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo ha triunfado: el
clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y
verdugos, colocándose detrás de los reyes, los príncipes más ricos, no sabiendo
respecto de los humildes más que pedir la caridad y no un amplio y hermoso
sitio al buen sol que nos ilumina al presente. Ha habido hijos perdidos del
catolicismo que han suplicado al Papa que se declare socialista y que se
coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos, pero
¡ca! los millones de su "dinero de San Pedro" y su Vaticano son lo
que priva.
¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y
revolucionarios aquel en que el Papa se encerró definitivamente en el dogma de
la infalibilidad! ¡He ahí al hombre atrapado en una trampa de acero! Ahí está,
atado a los viejos dogmas, sin poder desdecirse, renovarse o vivir, obligado a
atenerse al Syllabus, a maldecir la sociedad moderna con todos sus
descubrimientos y progresos. Ya no es más que un prisionero voluntario
encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vanas
imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las olas, despreciando a
uno de sus lacayos que, por orden de su amo, proclama "la quiebra de la
ciencia". ¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni
saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho
miserable en que yace, que ya San Pablo llamaba su locura: ¡Eso es nuestro
triunfo definitivo!
Transportémonos por la imaginación a los futuros tiempos de
la irreligión consciente y razonada. ¿En qué consistirá, dadas esas nuevas
condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad? En
reemplazar las alucinaciones por observaciones precisas; en sustituir las
ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida
de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles
de la religión humanitaria de una felicidad más sustancial y más moral que
aquella con que los cristianos se contentan actualmente. Lo que éstos desean es
no tener la penosa tarea de pensar por sí mismos ni haber de buscar en su
propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible
como nuestros abuelos salvajes, se empeñan en tener un fetiche secreto que cure
las heridas de su amor propio, que les consuele en sus pesares, que les
dulcifique la amargura por las horas de la enfermedad y les asegure una vida
inmortal exenta de todo cuidado. Pero todo eso de un modo personal: su
religiosidad no se cuida de los desgraciados que continúan peligrosamente la
dura batalla de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de
quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los
náufragos luchando contra las olas embravecidad; recuerdan de su Evangelio esa
vil parábola de Cristo que representa a Lázaro el pobre, "reposando en el
seno de Abraham, negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para
refrescar la lengua del maldito" (Lucas, XVI).
Nuestro ideal de felicidad no es ese egoísmo cristiano del
hombre que se salva viendo perecer a su semejante y que niega una gota de agua
a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra completa
emancipación, colaboramos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de
aquel más rico a quien libraremos de sus riquezas y le aseguraremos el
beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.
No se concibe nuestra victoria personal sin que por ella se
obtenga al mismo tiempo una victoria colectiva; nuestro anhelo de felicidad no
puede colmarse sino con la felicidad de todos, porque la sociedad anarquista,
lejos de ser un cuerpo de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será
para todos una felicidad inmensa, de la que no podemos formarnos idea
actualmente, vivir en un mundo en que no se verán niños maltratados por sus
padres ni serán obligados a recitar el catecismo, hambrientos que pidan el
céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyen por un pedazo de pan ni
hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes faltos de medio
mejor de atender a su subsistencia. Reconciliados todos, porque los intereses
de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos a los unos de los
otros, los hombres podrán estudiar juntos, tomar parte, según sus aptitudes
personales, en las obras colectivas de la transformación planetaria, en la
redacción del gran libro de los conocimientos humanos; en una palabra, gozarán
de una vida libre, cada vez más amplia, poderosamente consciente y fraternal,
librándose así de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y por
encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de
los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándoles en el estudio de las
ciencias, de las artes y de la vida.
Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la
sociedad, pero no son ni serán sus amos, porque no saben más que ahogar,
comprimir y empequeñecer: todo lo que es la vida se les escapa. En la mayor
parte su fe es muerta: no les queda más que la gesticulación piadosa, las
genuflexiones, los oremus, el recuento del rosario y el coronamiento del
breviario. Los buenos entre los clérigos se ven obligados a huir de la Iglesia
para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de
la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un
ideal y que trabajamos alegremente para realizarla.
Fuera, pues, de la Iglesia, absolutamente fracasada para
todas las grandes esperanzas, se cumple todo lo que es grande y generoso. Y
fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los clérigos prometían
irónicamente todas las riquezas celestiales, conquistarán al fin el bienestar
en la vida presente. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la
sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos han encaminado tantas
revoluciones anteriores contra el cura y contra el rey.
Élisée Reclus
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