36 años del asesinato de Agustin Rueda en la cárcel de Carabanchel
Durante la madrugada del 13 al 14 de marzo de 1978 la muerte
sobrevino a Agustín Rueda en la enfermería de la cárcel de Carabanchel. Era
anarquista y horas antes había recibido un “apaleamiento generalizado,
prolongado, intenso y técnico” a manos de sus carceleros. Morir es siempre una
fatalidad sin sentido, a los mártires termina siempre por sepultarles el
olvido. Pero a mí no me cabe duda de que más allá de vagas abstracciones como
las “ideas” o la “libertad”, hay cosas por las que merece incluso jugarse la
vida. Cosas de tan aplastante materialidad como no delatar a tus compañeros
acusados de excavar un túnel para fugarse de una mazmorra cavernosa.
Agustín Rueda no tenía pasta de mártir, amaba intensamente
la vida y esperaba coger el último vagón con el que despedirse de Carabanchel.
En aquella celda Agustín sabía que se moría sin remedio, era aún peor la rabia
contenida que el intenso dolor.
“Del túnel ese yo no sé nada”, fueron las únicas palabras
que profirió Alfredo Casal Ortega durante el interrogatorio al que el jefe de
servicio de la prisión de Carabanchel le estaba sometiendo aquella tarde del 13
de marzo de 1978. Pero la representación fatal en la que se veía arrastrado apenas
si acababa de empezar. En la rotonda situada justo en frente de las celdas casi
subterráneas de la prisión madrileña conocidas como la perra chica en el argot
carcelario, y que hasta hacía no demasiado tiempo había servido para que los
condenados a muerte consumiesen sus últimas horas, para él daba comienzo el
interrogatorio de verdad.
Ese mismo día hacia las dos de la tarde lo habían sacado de
su celda, el cuerpo de carceleros había descubierto en el comedor de una de las
galerías un túnel de casi 40 metros con el que a modo de butrón algunos presos
planeaban fugarse. Desde aquel momento la tensión había ido en aumento en el
penal. Los recios muros de Carabanchel parecían latir acompasados como la
respiración última de un animal malherido. Desde luego la tarde venía cargada
de presagios.
Nada más entrar en la perra chica supo por primera vez en su
vida lo que era el miedo. Diez funcionarios descamisados le esperaban en
aquella lúgubre estancia con las porras de goma encima de la mesa y con clara
disposición de comenzar el interrogatorio. Eran los mismos que más tarde
volvería a reconocer una y mil veces en diversas ruedas de reconocimiento.
A fin de cuentas tuve
suerte- nunca se ha cansado de repetir Alfredo Casal desde aquel entonces. Su
peculiar descenso a los infiernos terminó de improviso cuando el jefe de
servició entró en la sala: “Dejad a éste, ya tenemos todos los detalles que nos
interesan sobre quiénes han abierto el túnel.» De aquella celda Alfredo salió
con «claras huellas longitudinales y en forma transversal, de las, al parecer,
marcas dejadas sobre su tórax por las llamadas defensas de goma empleadas
contra el declarante; intenso hematoma en región superior nasal y cuencas
orbitales, y huellas congestivas en ambas manos». Habían sido 8 los elegidos
para aquel especial tratamiento técnico. No todos tendrían su misma suerte.
Ahora, dolorido por la incesante descarga de porrazos que
acaba de recibir, vegetaba en una de aquellas mazmorras en las que tiempo atrás
otros muchos habían pasado la noche en vela esperando su turno. Quizás el
destino le deparaba aquella misma celda en la que en agosto de 1963 Francisco
Granado y Joaquín Delgado, también jóvenes y anarquistas como él mismo, habrían
de transcurrir sus últimas horas aguardando al artesanal mecanismo del garrote.
El ruido estrepitoso de la cancela lo sacó de sus
cavilaciones. Ya no estaba solo. Junto a él, pero con evidentes muestras de
haber sufrido un brutal ensañamiento, se encontraba Agustín Rueda. No hacía
mucho que se conocían, aquella sería sin embargo la última noche que pasasen
juntos.
A principios de enero, y sin que sus abogados tuviesen
ninguna información al respecto, Agustín Rueda había llegado a Carabanchel
proveniente del penal de Figueres. Nada más aterrizar se había dedicado en
cuerpo y alma a las labores de agitación que realizaba la COPEL (Coordinadora
de Presos en Lucha) que por aquel entonces trataba de sacar a la luz las
reivindicaciones de los presos por unas mejores condiciones de vida sin hacer
demasiadas distinciones entre los políticos y los denominados comunes.
No era la primera vez que se encontraba preso. Con apenas 25
años Agustín Rueda había sido detenido en una manifestación que demandaba
mejoras sociales en la colonia obrera de Sallent y trasladado a la modelo de
Barcelona. Su significación en los conflictos sociales y el apoyo tiempo atrás
a la huelga de los mineros habían terminado por convertirle en un autentico
apestado para las “fuerzas vivas” de su pueblo. En Sallent todas las puertas se
le cerraban sin ningún miramiento así que una vez terminada la mili, y sin
posibilidad de poder encontrar trabajo, se decidió cruzar los Pirineos.
En Perpiñán había entrado en contacto con exiliados
anarquistas aventurándose a atravesar varias veces más la frontera en diversas
misiones de propaganda. Su especial naturaleza no le dejaba parar quieto, desde
muy joven se había politizado no por una idea abstracta de libertad o al albur
de las protestas de mayo del 68 como había sucedido con otros. No. Él sabía lo
que era sufrir la miseria en carne propia y el ansía de transformar la triste
realidad que le rodeaba había incendiado desde siempre su cabeza.
En la ciudad francesa termino por instalarse justo en la
parte superior de la librería libertaria “La Española” hasta que una bomba hizo
añicos el establecimiento. Agustín ignoraba que en su núcleo más cercano los
servicios de información postfranquistas habían colocado un infiltrado, una
práctica común que la policía de la recién estrenada democracia había heredado
del régimen anterior.
Gracias a su ascendente familiar, Antonio Soler logró
vincularse al movimiento libertario en Montpellier trabajando desde ese momento
en estrecho contacto con la guardia civil. Con el tiempo, y debido a la alarma
que despertaron muchas de sus actuaciones, acabó descubriéndose su vinculación
con la colocación de diversos artefactos explosivos en locales antifranquistas
del sur de Francia. Sin embargo, nada de esto sospechaba el grupo del que
formaba parte el joven libertario cuando decidió realizar la que sería a la
postre su última incursión a través de los Pirineos.
En febrero de 1977 la guardia civil lo estaba esperando
gracias a un chivatazo. Tras el registro de sus macutos aparece cierta cantidad
de armas y explosivos que Agustín Rueda no reconoce como suyos. Sea como fuere,
junto con otros compañeros será detenido y acusado de pertenecer a los Grupos
Autónomos que se disponían a realizar acciones armadas en España. Curiosamente
el tal Antonio Soler saldrá indemne del viaje regresando sin problemas a
Francia. En los años ochenta, y ante el requerimiento del por entonces Ministro
del Interior Rodolfo Martín Villa para que volviese a España con el objetivo de
rendir cuentas sobre sus actividades, al personaje parece entrarle miedo. Duda
de qué es lo que podría pasarle, no sabe a quién temer más, si a sus antiguos
compañeros o a los hombres del ministro. Y en estas sale por la tangente,
reconoce públicamente ser un colaborador de los servicios secretos franceses
bajo cuya protección decide acogerse.
Aquel fornido muchacho catalán que yacía junto a él no era
ni un pardillo ni tampoco era la primera a vez que tenía que lidiar con
situaciones parecidas. Entre los gemidos quejumbrosos que llegaban provenientes
de las celdas contiguas apenas pudo escucharle decir que no sentía los pies
mientras se retorcía de dolor. A voces trató de avisar a los médicos sin
obtener ninguna respuesta. “Le empecé a realizar masajes para intentar
reactivar la circulación sanguínea, pero era inútil, ya que cada vez la
insensibilidad iba en aumento y poco a poco dejó de sentir las piernas. Sobre
las tres y media, de rodillas para bajo no sentía nada. Fue el momento en que
llegaron los dos médicos de la prisión, llamados Barrigow y Casas, que entraron
en la celda y a los que expliqué los síntomas que padecíamos”.
Pero sorprendentemente aquel par de médicos sacaron unas
agujas que clavaron en el cuerpo de Agustín Rueda, e incluso hicieron chanzas a
su costa -esto chaval, es que has cogido humedad mientras excavabas el túnel-.
Pero Agustín sabía que para él las horas estaban contadas. Al poco rato unos
desconocidos bajaron a la celda y lo trasladaron todavía con vida a la
enfermería del penal donde la muerte le sobrevendría de madrugada “Apaleamiento
generalizado, prolongado, intenso y técnico”, dejaba dicho la autopsia. Años
más tarde el famoso cantautor Chicho Sanchez Ferlosio llegaría a preguntar a
quien estuviese dispuesto a escucharle: “¿Hay libertad?; ¡Qué libertad!/ Lo
sacan de la cárcel para ir al hospital./ ¿Hay libertad?; ¡Qué libertad!/
Agustín por buscarla, miradlo como está”.
Esa misma noche el teléfono del juzgado de guardia resonó
con maquinal insistencia. Desde la otra línea Eduardo Cantos, director de la
cárcel de Carabanchel, anuncia la muerte del recluso Agustín Rueda Sierra, al
parecer “se ha caído por las escaleras”. El juez parece dudar por momentos,
alguien especula que por otro conducto le había llegado ya una versión
contradictoria. Inmediatamente acompañado del secretario del juzgado el fiscal
y el médico forense se trasladan al hospital de Carabanchel. Tomará declaración
a los siete reclusos lesionados, a los responsables de la prisión y a los
funcionarios de servicio que quedan procesados ingresando poco después en la
prisión de Segovia de la que salen en libertad bajo fianza en menos de un año.
Agustín Rueda había dejado profunda huella en su Sallent
natal. Los mineros de la colonia se declararon en huelga en respuesta a su
muerte. En Madrid y Barcelona la agitación se sucedía sin descanso.
Pocos días después Jesús Haddad Blanco, Director General de
Instituciones Penitenciarias, es ametrallado por un comando de los GRAPO
(Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre).
Para los siete presos comienza un periplo carcelario en el
que se suceden diversos traslados. A Alfredo Casal Ortega y Pedro García Peña,
que habían identificado a sus torturadores en varias ruedas de reconocimiento
les estaba reservada la prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha. A
las pocas semanas de su traslado el abogado de Alfredo da la voz de alarma –“Ya
no era el mismo, incluso había cambiado físicamente. Del joven animoso que yo
recordaba, me encontraba sentado frente a un ser desmoralizado que solo
respondía a mis preguntas con evasivas”-
Alfredo comunicó a su abogado que quería retirar la denuncia
contra los funcionarios de Carabanchel. Todavía este no lo sabía, pero nada más
llegar a Herrera de la Mancha el jefe de servicios le había recibido
personalmente.: “Bueno, bueno, vamos a leer juntos estos papeles que tiene aquí
y al final ya veremos qué pasa”. Mientras leía en silencio el jefe de servicios
le atravesaba con la mirada. “Ya ha terminado, ¿no?. Empiece a comérselos.
Mastique y trague.» «Yo no me como nada», contestó. «Que no, ¿eh? …» A golpes y
con la ayuda de un botijo le hicieron tragarse literalmente sus denuncias.
Pedro García Peña se retractó igualmente de sus
declaraciones argumentando que si había denunciado a los funcionarios era
porque había estado amenazado de muerte por la COPEL, “pero que ahora en
Herrera de la Mancha he sentido una intranquilidad de conciencia que me hace
declarar la verdad para que no paguen por un delito personas que no lo
cometieron”.
Los curioso efectos el de la tristemente célebre prisión de
máxima seguridad hicieron sospechar al juez que citó a declarar a ambos. El
diario El País, recogió en 1980 la conversación entre Pedro García y el juez:
“Ante la insistencia de su señoría sobre si eran ciertas las declaraciones que
había firmado en su escrito de renuncia, Pedro contestó: «Si yo he hecho cuatro
declaraciones en un sentido y ahora escribo otra diciendo todo lo contrario, al
poco tiempo de ingresar en Herrera, saque usted sus propias conclusiones, señor
juez.» «Bueno, pero ¿son ciertas o no?, quiero que tú me lo digas», insistía el
magistrado Luis Lerga. «Sí, claro», respondía Pedro, usted quiere que yo se lo
diga, pero después el que vuelve a Herrera soy yo…”. Finalmente, denunció que
las torturas sufridas en Herrera le habían obligado a desdecirse de las
acusaciones, lo mismo que declaró Alfredo Casal.
Diez años después de su muerte, y justo cuando el grupo de
rock Barricada popularizaba aquello de rueda Rueda, en la rueda, la Audiencia
Provincial de Madrid celebraba la vista oral en la que se condenaba al director
de Carabanchel, los diez carceleros y a los dos médicos, a entre ocho y diez
años de prisión. Ninguno llegaría a estar más de ocho meses encerrado.
La muerte es siempre un acontecimiento fatal sin sentido,
nisiquera los mártires se libran del olvido. Pero Agustín Rueda nunca quiso ser
un martir, amaba profundamente la vida. Esperaba coger el ultimo vagón que lo
sacara de una vez por todas de Carabanchel. Prefirió callar que delatar a sus
compañeros de viaje y por eso se ensañaron con su cuerpo. Ni todos los golpes
del mundo hubiesen conseguido hacerle pronunciar palabra. Lo dejaron tendido en
la celda y el sabía que se moría.
Modesto Agustí
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