ANSELMO LORENZO VISITA A
ANDALUCIA EN 1872
Extraído del libro: El
proletariado militante
Las amenazas gubernamentales
contra La Internacional, precursoras de una persecución que no podía tardar en
iniciarse, tenían alerta al Consejo federal. Bien lo prueban los manifiestos
preinsertos, en los cuales se revela además que el temor no era tenido en
cuenta para nada y que el propósito de tener en tensión la energía
revolucionaria no cedía ante ningún género de consideraciones.
En previsión, pues, de la
persecución o de tentativas revolucionarias por parte de los republicanos,
formuló el Consejo un plan de organización clandestina que podría reemplazar a
La Internacional en caso de que esta asociación fuera violentamente disuelta, y
que sirviera además para impulsar un movimiento revolucionario si los republicanos
se determinaban a iniciarlo.
En cada localidad donde
existieran secciones de oficios y federación local se crearía un grupo denominado
de Defensores de La Internacional, que corresponderían entre sí y con el
Consejo central. Por su carácter de secreto, los grupos contarían de poco número
de individuos de convicción firme y carácter enérgico, procurarían por todos
los medios y según las circunstancias locales de extender su acción y su
influencia a todos los trabajadores, transmitiendo noticias, organizando
suscripciones, declarando huelgas y fomentando la propagan- da. En el caso de
una insurrección, los grupos procurarían tomar la iniciativa en la constitución
de juntas revolucionarias, con exclusión, a ser posible, de todo elemento
burgués, evitando así la formación de manifiestos y programas de radicalismo
altisonante y ridículamente estéril a que tan aficionados se muestran nuestros
burgueses cuando la ocasión lo requiere, sin perjuicio de entregarse luego
incondicionalmente al poder central, después de haber contenido de ese modo los
impulsos proletarios, como sucedió en toda España en los días que mediaron
desde la batalla de Alcolea hasta la constitución del Gobierno provisional.
Para hacer efectivo el proyecto
acordó el Consejo dos excursiones de propaganda, una a la comarca del Este y
otra a la del Sur. A la primera fue Francisco Mora, que recorrió Cataluña y
Baleares, y a la segunda fui yo.
De aquella excursión conservo
gratos recuerdos. Visité las federaciones de Sevilla, Carmona, Utrera, Jerez,
Cádiz, San Fernando, Puerto- Real, Málaga, Loja, Granada y Linares, y en ellas
pude gozar de la satisfacción inmensa de ver los resultados de aquellos
primeros trabajos efectuados tímidamente y en la reducida esfera en que se des-
arrollaba el núcleo organizador instituido en Madrid por el insigne Fanelli.
En Sevilla estaba Soriano,
continuando la obra emprendida anterior- mente en Barcelona, acompañado de
Mingorance, barbero, que tenía la gracia del Fígaro sevillano, junto con la
inteligencia y la energía del verdadero revolucionario; de Marselau, preso a la
sazón, como he indicado en otro lugar; de varios otros jóvenes ilustrados y
entusiastas, sobresaliendo entre todos Miguel Rubio, zapatero filósofo, mentor
y casi oráculo de la juventud revolucionaria de Sevilla. Es Rubio todo lo
contrario de esos tipos atávicos, que se encuentran con harta frecuencia, en
los que se manifiesta el ser de generaciones remotas y aun de razas
desaparecidas; mi querido amigo y compañero es un hombre de lo porvenir,
pertenece a esa categoría de precursores que sirven como para inspirar
confianza y dar seguridad de que el ideal no defraudará las esperanzas de los
que a él se dirigen. Sabe mucho más que lo que ha estudiado, como si una
selección que aun no ha podido verificarse le suministrara un capital de
conocimientos que en realidad aun no existen. Su intuición es admirable, y es
bien seguro que si la necesidad no le hubiera esclavizado sujetándole al
jornal, y en su lugar hubiérase dedicado a escribir lo que piensa y lo que
siente, el caudal intelectual de la humanidad tendría a estas horas considerable
aumento, ya que lo que principalmente distingue a Rubio es una originalidad
excepcional de pensamiento.
Expuesto en sesión privada del
grupo de la Alianza de la Democracia Socialista, celebrada en la cárcel, única
manera de que Marselau asistiera al acto, el pensamiento del Consejo federal,
respecto a la creación de los grupos de Defensores de La Internacional, fue
considera- do útil y oportuno y aprobado unánimemente, dándome aquellos
compañeros algunas indicaciones de personas y razonables consejos para su mejor
éxito en las diferentes poblaciones que debía recorrer.
La aprobación de grupo tan
inteligente e influyente me dio ánimo para continuar mi obra y me infundió
confianza en su resultado.
En Carmona, siguiendo las
indicaciones de los amigos sevillanos, me dirigí a los compañeros que me
designaron y constituí sin dificultad el correspondiente grupo.
¡La acogida que tuve en aquella
población fue excelente! Existía una federación importante por su número y por
su calidad; la sección dominante era la de agricultores, por ser la agricultura
el principal medio de vida de la localidad, habiendo además algunas secciones
de oficio con escasos federados. La nota capital era el sentimiento, sin que
por eso faltase y aun pudiendo ser considerada como a suficiente altura la
inteligencia. Bien pude convencerme de ello en las conversaciones que sostuve
con aquellos buenos compañeros durante los tres días que pasé en su compañía,
en los que pude observar la rectitud de sus juicios y la confianza en el ideal.
En reunión celebrada una noche en
La Lata, como llamaban, ignoro por qué, al local que les servía de Centro,
vasto espacio con honores de camaranchón, y con asistencia de algunos
centenares de hombres, entre los que había no pocos caracterizados con el
típico traje anda- luz, expuse la significación de La Internacional y el ideal
emancipador del proletariado, fijándome en el limitado alcance del radicalismo
político y en el egoísmo de clase de los privilegiados. No sé hasta qué punto
llegaría mi claridad de exposición y la fuerza de mis razonamientos, lo que
observé fue la facilidad de adaptación y rapidez de juicio de aquellos
trabajadores, manifestada por las muestras de asentimiento breves y poco
ruidosas pero extremadamente significativas con que acogían mis indicaciones
apenas declaradas. Pude bien con- vencerme de ello; aquellos campesinos eran
excelentes elementos revolucionarios y además individuos aptos para una
sociedad justa. Escasos de iniciativa, lo reconozco; pero esta circunstancia
aumenta la responsabilidad de los que dedicándose a directores abren falsas
vías o guían por falsos derroteros, inspirados por mezquinas pasiones.
Años después, en la época de las
disidencias, cuando vi que los trabajadores carmonenses tomaban parte, acaso
guiados por alguno que entre ellos ejercía de cabecilla, en pro o en contra de
tirios o troyanos, sentí honda pena; parecíame ver un edificio en construcción
bastante adelantada derribado por un terremoto.
En Utrera sólo pude ver al
compañero cuyo nombre nos servía para la correspondencia y unos pocos más. Estos,
no sé si por falta de entusiasmo o por sobra de temor, no se atrevieron a
convocar la federación, y aun me aconsejaron que me largara cuanto antes, no
fuera el caso que se enterara el cacique allí dominante de mi estancia en la
villa y me jugase alguna pasada. Lo extraño del caso es que el cacique de
Utrera, siempre refiriéndome a la opinión de aquellos compañeros en cuanto mi
memoria me lo permite, no era un Pantorrilles monárquico de esos que tanto
abundan en España después de la restauración, sino un republicano federal de lo
más adelantado, que do- minaba por el terror. No recuerdo su nombre, sólo diré
que tenía forma italiana porque acababa en ini u oni.
En Jerez recibí impresiones
análogas a las de Carmona. Aquellos viticultores eran hombres dispuestos para
la verdad y para el bien si vivieran en una sociedad digna y honrada, pero en
la sociedad actual son como aquellos esclavos que por orden de Nerón se
arrojaban a los estanques para saciar la voracidad de las murenas que se
criaban para ser presentadas a la mesa imperial. Con la diferencia de que
aquellos esclavos convertidos en carne de murena eran devorados por el
emperador y sus cortesanos, y la sangre de los trabajadores jereznos, que
trabajan de estrella a estrella en el verano a cambio de gaz- pacho, es
consumida en forma de vino riquísimo por los privilegia- dos de todo el mundo.
Detalle que parecerá inverosímil: tres días estuve en Jerez; parecióme que más
de la mitad de los edificios de la población eran bodegas, y a pesar de ello y
de que los compañeros dieron pruebas patentes de querer obsequiarme, no probé
el vino de Jerez. Fuera de las comidas, en que se bebe un vino común, aguado y
vulgarísimo, cuando querían obsequiarme me ofrecían una copita de mal
aguardiente, que llamaban carabanchel, del cual, una vez probado, tuve buen
cuidado de no aceptar una segunda.
Hubo también en Jerez
constitución de grupo, reunión de federados en un local que llamaban Paris, en
oposición a un casino republicano al que daban el nombre de Versalles, aludiendo
a la significación revolucionaria de la Comuna y a la tiránica y cruel del
gobierno republica- no francés de la defensa nacional residente en aquella
población. Muchos y buenos compañeros encontré allí, de los cuales sólo
recuerdo un nombre, Pedro Vázquez, que consigno aquí en testimonio de grata
memoria.
Llegué a Cádiz y fui presentado
al Centro Internacional en ocasión de estar celebrando asamblea general la
sociedad de mujeres. A pesar de mi deseo de pasar inadvertido y formar juicio
cómodamente del aspecto de aquel centro y de la asamblea que se celebraba, la
obrera que presidía, al terminar su peroración la que hablaba cuando yo entré,
me dirigió breves y fraternales palabras de bienvenida, in- vitándome a dirigir
la palabra a la reunión. Entre el ruido de aumento de concurrencia y de cierto
movimiento de curiosidad y expectación ocupé la tribuna y procurando ponerme a
nivel de la ilustración y cultura de los obreros gaditanos expuse las causas
generadoras de la creación de La Internacional, su historia, organización y
propósitos, contingencias probables que podrían sobrevenir dada la actitud del gobierno
español a consecuencia de la persecución organizada por el francés contra los
comunalistas de París y preparé el terreno para los trabajos que debería llevar
a cabo el futuro grupo local de Defensores de La Internacional.
Todo fue a pedir de boca: las obreras y
obreros gaditanos me dispensaron la más cariñosa acogida, y esto facilitó mi
tarea hasta el punto de quedar constituido el grupo de Defensores aquella misma
noche, en una pequeña reunión celebrada a última hora. Allí conocí a Salvochea,
que se presentó a mi consideración con los prestigios de heroísmo y de las
virtudes revolucionarias, aumentado desde entonces hasta el día con los del
sufrimiento y de la constancia.
La proximidad y la relación
constante de Cádiz con San Fernando y Puerto Real me permitieron visitar esas
dos localidades en un solo día y dejar ultimados mis trabajos con la compañía
del compañero Albarrán, cuyo nombre consigno con fraternal complacencia. De un
salto, y aprovechando la baratura del ferrocarril en competencia con los
vapores que pasan el estrecho de Gibraltar, me planté en Málaga.
Admirable grupo de la Alianza era
el de Málaga. Ilustración, buen juicio y mucho entusiasmo eran la
característica de aquellos jóvenes de quienes recuerdo Deomarco, Guilino,
Ojeda, y sobre todos Pino, que era puritano y fuerte como pocos, valiendo mucho
como hombre de acción y como prudente y de consejo. Le abracé por última vez en
Madrid, de vuelta del Congreso de Zaragoza, cuando nos despedimos para ir él a
Málaga y yo a Valencia a formar parte del tercer Consejo federal. Era alto,
derecho, ostentaba alta y ancha frente, ojos de fuego y una hermosa barba
negra. La majestad de los principios hacíase patente en la severidad y en la
lógica de su conducta, y en su autorizada y sugestiva palabra brillaba la verdad
y la justicia de las aspiraciones proletarias. Fue el apóstol de la provincia
de Málaga en cuya comarca quedarán indestructibles los efectos de su
propaganda.
Aceptada mi misión por aquellos
buenos amigos, quedaron encarga- dos de extender los trabajos por el país, y yo
partí para Loja, donde tras una entrevista con un corto número de compañeros,
que oscilaban entre el socialismo y la política, pasé a Granada.
Poco trabajo tuve respecto de la
idea en aquella hermosa ciudad: corto número de compañeros, pero inteligentes y
bien dispuestos para cuanto fuera necesario en bien del ideal, pronto estuvimos
de acuerdo en todo, y únicamente con el objeto de aprovechar mi breve estancia en
bien de la propaganda, se celebró una reunión en un teatrito case- ro, donde
ante un regular número de trabajadores expuse la significación de La
Internacional.
Mis principales recuerdos de
Granada los constituye la ciudad mis- ma. Paseé por los callejones, cuestas,
encrucijadas y revueltas de la ciudad antigua; vi la parte moderna que pretende
europeizarse abriendo algunas calles nuevas algo más anchas y rectas pero con
casas de cinco pisos; visité la Alhambra y el Generalife, y en la parte opuesta
subí al Sacro-Monte, en cuyo empinado camino vi las viviendas de gitanos, y la
impresión general que saqué de todo ello es como si en breve resumen hubiera
visto el conjunto del mundo y la historia de la humanidad. En las cuevas y
entre los peñascos del SacroMonte tienen sus madrigueras gitanos semisalvajes
cuyos cachorros vagan desnudos por aquellos andurriales sin asomo de pudor, en
tanto que en los paseos de la ciudad se ven turistas extranjeros y ele- gantes
damas y caballeros como en un boulevard de París. Es aquello como si
suprimiendo la incontable serie de los siglos fuesen contemporáneos el
troglodita de la edad de piedra y el ciudadano de nuestras modernas
democracias.
Apoyadas en la hermosa y
pintoresca Sierra-Nevada, que preside el elevado Mulhacén de blanca cima, y
separadas por aquel Darro que tanto dio que decir a los poetas, despréndense
dos altas colinas, la primera al Sur, coronada por el Generalife, ostenta en su
promedio las torres bermejas de la Alhambra; la segunda al Norte remata con un
monasterio. Símbolos de dos ideales, muerto el uno, agonizante el otro. Del
primero puede decirse que termina su influencia material. Entre nosotros queda
únicamente la marca del alcance que tiene el poder del arte en un orden
determinado de ideas; del segundo, como lucha aún, como está sujeto a
encontradas pasiones, sólo nuestros descendientes podrán deducir conclusiones
positivas. Ambos, como concepciones absolutas del sensualismo el uno y del
misticismo el otro, serán como dos capítulos del código de la belleza.
Extendiendo la vista por aquella vega incomparable desde cualquiera de las mencionadas
eminencias, se siente las penalidades de la vida progresiva sólo por la
influencia de lo que a uno le rodea, pero se ensancha el corazón a la vista de
aquella naturaleza riente y serena que se muestra dispuesta a otorgar la
felicidad de vivir en paz a las generaciones que la comprendan y a ella
asimilen sus instituciones, sus costumbres y sus sentimientos.
Desde Granada, y ya en dirección
a casa, me dirigí a Linares, donde tuve el gusto de admirar una población
laboriosa que alberga un proletariado de primer orden. El estado de aquella
federación era muy próspero, mis gestiones fueron favorablemente acogidas y en
su residencia social dí una conferencia de propaganda ante gran concurso de
trabajadores que acogieron con entusiasmo la exposición de las doctrinas y
aspiraciones internacionales. No sé por qué causas esa importante población
obrera lejos de continuar activamente en las legiones del Proletariado
Militante se desvió del buen camino dejan- do en estado débil y canijo la
acción económica para entregarse por el libre pensamiento y la República a
merced de la burguesía. Es de presumir que los desengaños y la consideración
del tiempo perdido la vuelvan a mejor acuerdo.
De vuelta en Madrid y habiendo
terminado Mora su excursión por el Este, el Consejo aprobó nuestras gestiones y
se consideró fuerte para resistir contra el poder y confiado ante las
eventualidades políticas que pudieran sobrevenir.
¡Hermoso aspecto presentaba a la
sazón el proletariado español!
Por desgracia nuestros enemigos
el capital y la autoridad tuvieron como aliados en su nefanda obra de
persecución y desorganización las pasiones de los mismos trabajadores.
Anselmo Lorenzo
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