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domingo, 24 de mayo de 2020

LA LUCHA DE LOS CAMPESINOS


LA LUCHA DE LOS CAMPESINOS

La armonía es la ley fundamental de la vida. Cuando la armonía cesa, acontece la muerte.

Nací en la bella Andalucía, una de las regiones españolas mejor dotadas por la Naturaleza, y en la que la mayoría de sus habitantes, los más útiles y trabajadores, vivían en la mayor desgracia.

Desde muy niño descubrí la causa del mal y me dispuse a combatirla, por muy caro que me costara. A ningún ideal más hermoso hubiera podido consagrarle la existencia, y esa determinación me hizo feliz y me llenó de contento.

El suelo andaluz estaba en poder de algunos privilegiados, que lo destinaban, en su mayor parte, a cotos de caza y a la cría de reses bravas. En cada pueblo, media docena de tipos repugnantes, eran los amos del campo y del dinero.

¡Qué tristeza me producían aquellos ejércitos inmensos de jornaleros, arrastrando una vida triste y miserable, en una Naturaleza que les brindaba por doquiera la alegría y la abundancia! ¡Cuánto dolor me causaban aquellas escuálidas mujeres, ganando un real y medio y dos reales, en la cogida de las aceitunas, trabajando de sol a sol, con los dedos ateridos por el frio del invierno en Sierra Morena!.

¡ Como aquellos siervos amaban la madre tierra y suspiraban por su posesión!. Al pie de los terrenos más fértiles, que les estaban vedados, en los pedregales mas estériles, que no querían los ricos, trabajaban como fieras, hasta transformarlos y sacarles alguna utilidad.

Recordamos un caso extraordinario que merecía la pluma de Víctor Hugo para relatarlo, por la calidad de los héroes que intervinieron. Aquellos trabajadores de la tierra equivalían a los trabajadores del mar, que nos ensalza el citado hombre de genio.

Entre dos caminos angostos de mucho paso, bordeados por ricos olivares y campos fértiles de trigo, había una larga faja de terreno rocoso que nadie había pensado aprovechar. Apenas si daba yerba para el ganado. Un día aparecieron allí un anciano y sus cuatro hijos mozos, todos con azadones y palas. Silenciosos se pusieron a trabajar el suelo con el mayor ardor, ante la sorpresa de los caminantes. Arrancaron y trituraron las rocas más blandas, calizas y pizarras, y conservaron forzosamente las de granito. Llevaron tierra de unos sitios para cubrir los otros. Se abrió un pozo; se construyó una alberca. Se sembraron árboles frutales, algunos en un migajón de tierra entre las rocas. Se cultivaron hortalizas y cereales. Se plantó una viña. Se pusieron olivos. Y el suelo miserable, fecundado por el trabajo del hombre, rindió con creces sus dones.

Aquel sitio se llamó desde entonces la “Huerta de las Conversaciones”, por la extrañeza que producía aquella labor de Hércules y las conversaciones a que daba lugar, primero de dudas, luego de admiración.

Nadie premió, a no ser la tierra, la obra de aquellos hombres modestos, más dignos de premios que muchos héroes soberbios de la historia.

A la perdida de la tierra, siguió la perdida de la libertad para los desposeídos. Les estaba prohibido quejarse en público de su suerte; tenían que hacerlo a escondidas, como el que comete un crimen. Tampoco podían sustentar ideas progresivas; bastante tenían con votar a quien le mandase el cacique.

Ni unirse con sus compañeros de infortunio para organizar sus gremios; para eso tenían las cofradías religiosas, y, como locales permitidos, las tabernas. Si llamaban a la puerta de la justicia, les respondía pronto la injusticia, porque el juez estaba al servicio del dinero.

La religión los acogía fríamente, porque no tenían que dar nada a una Iglesia que lo pedía todo. Así llegaron a odiar al juez y al sacerdote, tanto como al amo, reconociendo en ellos un trío enemigo. A veces, la necesidad les hacia saltar sobre algunas leyes impuestas, y cazaban o pescaban en terrenos vedados; cortaban leña en los bosques del señor, para que sus hijos no muriesen de frio; cogían un puñado de bellotas o castañas, unas habas, unos garbanzos, unas espigas de trigo, rociados por los suelos, para apagar el hambre.

¡Buena la habían hecho! La guardia civil aparecía iracunda, azuzada por los dueños, y los molía a palos, encerrándolos después en la cárcel por tiempo indefinido. Las pobres mujeres se empleaban con más facilidad que los hombres, como costureras, cocineras, lavanderas y criadas de servicio, sirviendo de esclavas de las señoritas; y si se descuidaban las que eran hermosas, de carne de placer del señorito.

¡Pero nunca aquellos hombres dejaron de amar la libertad y de suspirar por ella! La esperaban llegar como otro nuevo sol, para reconfortar la vida.

Los jornaleros andaluces no fueron nunca esclavos sumisos; conservaron siempre su dignidad de hombres. En aquel ambiente de luz, la esclavitud no apago su alma, sino que se conservó luminosa, vibrando al unísono con las armonías naturales. Si no podían reunirse a la luz del sol y en las ciudades, se congregaban en los campos, a la luz pura de las estrellas.

Los que no sabían leer, no permanecían en las sombras de la ignorancia, sino que buscaban a otros para que les leyeran y explicaran el contenido de la lectura. Así estaban al corriente de los sucesos del día y, al mismo tiempo, recibían la buena doctrina. Aquellos hombres fueron los primeros comunistas libertarios que encontré en mi vida; aunque en las lecturas no aprendieran nada nuevo, su buen sentido los orientaba a esa solución, como la aguja de la brújula se orientaba hacia el polo magnético.

Todo grito de rebeldía encontró en ellos su eco, y en las horas supremas de la lucha estuvieron siempre presentes. Ya en 1857 se levantaron en armas, y después de recorrer triunfantes los términos de Arahal, Paradas y Morón, fueron derrotados por el ejercito cerca de Benoaján, muriendo fusilados más de ciento, sin contar los que fueron a presidio, no sin ser torturados como acostumbraban a hacerlo aquellos católicos fervorosos.

En 1861, en número de 30.000, siguieron a Pérez del Álamo, el veterinario andaluz, por los campos de Loja, en pos de una republica que expropiara la tierra. Más de 600 pasaron, al ser vencidos, por los Consejos de Guerra, siendo casi todos fusilados o condenados a galeras. Pero muchos supervivientes de la tragedia acompañaron después a Pérez del Álamo, en 1868, en la batalla de Alcolea, que derrocó el trono de Isabel II.

En la insurrección federal formaron el grueso de las fuerzas, sobre todo en la provincia de Cádiz, luchando al lado de Guillen, Bohórquez, Cala y Salvochea. Los políticos de la primera Republica desconocieron su valor y no les hicieron justicia, faltas que pagaron con la derrota. En el mismo error incurrieron, como es sabido, los hombres de la segunda Republica, sufriendo idénticas consecuencias. Toda Revolución, en España, que no entregue la tierra al campesino, está condenada al mayor fracaso.

La Internacional de Trabajadores fue recibida en España con albricias, sobre todo la fracción inspirada por Bakunin. Los campesinos andaluces se apresuraron a ocupar un puesto en sus filas. Y cuando la Internacional fue perseguida y puesta fuera de la ley, se refugiaron en las sociedades secretas, lo que dio origen al tenebroso asunto de “La Mano Negra”.

Aquel pueblo irredento tuvo un Cristo superior al que nos cuenta la leyenda: ese Cristo se llamó Fermín Salvochea. Un Cristo que enseñaba esta doctrina: “Si Cristo, en vez de predicar la resignación, hubiera predicado la rebeldía y la expropiación, ya no existiría la miseria sobre la tierra; porque no hay que decir al que tiene una capa que dé la mitad, sino al que no tiene ninguna, que tome una donde quiera que la encuentre”.

El ejemplo vivo de Salvochea, que había encarnado en su ser las grandezas de aquel pueblo, y la divulgación de la doctrina comunista de Kropotkin, en el periódico “El Socialismo”, publicado en Cádiz por los años 1888-1891, dieron un impulso tan formidable  al movimiento campesino, que llegó a atemorizar a las clases dirigentes.

Salvochea había sido detenido en Cádiz de una forma muy peregrina. La policía escondió unos petardos en el centro obrero de aquella ciudad, que luego encontró en un registro que hizo. Salvochea fue acusado de aquel delito. La trama era tan burda, que nadie se llamó a engaño y los gaditanos se opusieron en la calle a que fuera juzgado por los Tribunales de Justicia; pero siguió detenido, que era lo que se pretendía.

El momento era el más propicio para obrar, y desde Madrid destacó el enemigo un agente provocador, que llegó a Jerez y aconsejó la inmediata revuelta, siendo acogidas con entusiasmo las predicas del malvado. Una comisión fue desde Jerez a la cárcel de Cádiz a pedir su opinión a Salvochea, que sospechando lo que había de fondo, desaconsejó el movimiento. Pero como no llegó a convencerlos, les rogó esperasen la llegada de Malatesta, que por aquel entonces estaba en Madrid, a fin de que éste pudiera darse cuenta de lo que en realidad se trataba. Salvochea no fue escuchado y la insurrección estalló en Febrero de 1892.

No vamos a relatar lo ocurrido, pero sí diremos que sirvió a las mil maravillas a los explotadores. Salvochea fue condenado a 17 años de presidio; cuatro compañeros, Lamela, Zarzuela, “El Lebrijano” y Busiqui fueron ahorcados y otros muchos torturados y condenados a presidio. “Hay justicia para nosotros”, gritó Lamela al subir al patíbulo, dirigiéndose al pueblo de Jerez que silencioso llenaba la plaza. ¡Todavía no se ha hecho justicia a aquellos campesinos! Pero hay que hacerla y pronto, porque el grito de Lamela sigue resonando en el corazón de los labriegos andaluces.

Lo más raro de esta historia es que el agente provocador, apodado “El Madrileño”, se vio enredado en las mallas de la red que tendió, de las que no pudo escapar y fue también condenado a muchos años de presidio.

Salvochea era un hombre de acción extraordinario, pero de acción oportuna, así que no dejaba de repetir en toda ocasión: “Aquí no se hace nada, y cuando se hace algo, se hace un disparate”. Hay que medir bien lo que se hace y hay que desconfiar siempre de los agentes provocadores, que lanzan sin escrúpulo a los hombres a la batalla, en momento inoportuno, mientras ellos cobran el precio de su crimen en la retaguardia.

Muchos años después, encontrándome preso en Madrid, nos decía un día Salvochea a través de los barrotes de la prisión: “Ayer vino a buscarme “El Madrileño”, que acababa de salir del presidio, se arrojó a mis pies y me pidió perdón por el daño que había hecho a la causa principal. Le dije que se marchara de mi lado, que no podía perdonar al que fue causante de la muerte de muchos compañeros nuestros”.

Hemos trazado una breve historia de las aspiraciones y luchas de los campesinos andaluces por la conquista de la tierra y de la libertad, en un periodo que precede a la segunda Republica española. Lo que aconteció durante la segunda Republica, las luchas de los campesinos andaluces y extremeños, y la incapacidad manifiesta de los políticos republicanos y socialistas para resolver el problema del agro, ocasionando la muerte de la Republica, será materia de un segundo articulo.

Aunque nos referimos a los campesinos españoles, el problema es general y sus consecuencias pueden aplicarse a todos los países de la tierra, en los que exista la propiedad privada del suelo.

Revista Ideas  año 4 nº 22  Nov-Dic 1983

Dr. Pedro Vallina

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