Los hijos malditos de la
prosperidad de Chiclana
El consumismo, el desafuero
constructivo y la burbuja inmobiliaria les asfixia. Hay quien en Chiclana
respiró (la silicosis es la consecuencia) lo peor de esa España de pandereta y
ladrillazo. La que, a golpe de hormigón y cemento, quería más y más. Más
altura, más urbanizaciones, más recalificaciones en una espiral sin fin.
El boom inmobiliario fue, para
ellos también, el tiempo de las vacas gordas. Pero los males de ese tiempo de
alegría les traspasaron, literalmente hablando. Entraron dentro de ellos, como
una penitencia tan injusta como macabra. Ellos, los que menos culpa tenían de
esa locura faraónica de bonanza, son hoy los hijos malditos de la prosperidad.
Trabajaron al servicio del
consumismo que les pedía cocinas más lujosas, estéticas o modernas. Marmolistas
de profesión, se lanzaron al dinero rápido de ese constructor o familia que ya
no quería granito o mármol. Prefería cuarzo prensado, de colores, brillante,
indestructible.
Y mortal. Porque con cada corte,
firmaron una sentencia letal que en días pasados ya se cobró su segunda
víctima. En la localidad son ya 80 los afectados silicosis, una enfermedad
tradicionalmente de mineros que en Chiclana afecta a todos los marmolistas que,
en un intervalo de dos a tres años, trabajaron manipulando y cortando encimeras
con partículas de sílice.
Su dolencia es la misma que la de
los mineros. «La diferencia es que a ellos les aparece después de 20 años
trabajando en una mina. A nosotros nos han bastado dos años para estar más
afectados que ellos».
El que habla es Francisco Aragón,
uno de los enfermos que hoy se aglutina en Anaes, la asociación nacional de
afectados por la silicosis que tiene en Chiclana su sede nacional ya que es la
localidad con la mayor parte de casos.
Su perfil se repite sin cesar en
la entidad. Con 40 años es uno de esos jóvenes que, desde hace años, alzan su
voz para que su dolencia sea reconocida como enfermedad profesional.
Eso les evitaría el trance de que
las mutuas dejaran de recurrir sus casos, además de poder acceder a
prestaciones más justas a sus casos. «Casi nadie de nosotros tiene la
invalidez. Tenemos 600 euros de media y eso no da para mantener a nuestras
familias. No podemos trabajar y, encima, no se nos reconoce lo que es nuestro»,
explica Manuel Vela. Complicado, para un marmolista, volver al tajo cuando en
sus pulmones el sílice se cristaliza poco a poco en un proceso irreversible.
«Lo que para ti es algo normal
como subir una escalera ?reconoce Jesús Anillo, otro de los afectados?, para mi
es una odisea, me asfixio». Ciertamente, el tiempo les va robando capacidad
pulmonar y les trae enfermedades como la tuberculosis o rigidez en las
articulaciones.
«Parece que estamos bien, pero no
es así», explica Aragón. De hecho, hace unos días sumaron la muerte de un
compañero más de 35 años. Perdió la batalla mientras le transplantaban un
pulmón. «La última opción que nos queda y, tan peligrosa que se deja para el
final», matiza Anillo.
Esa juventud truncada por
problemas de salud ha llevado a muchos a una situación psicológica y económica
«desesperada».
Tanto que reciben terapia de
grupo. En lo económico, tanto el PSOE como Izquierda Unida, intentan que el
Congreso de los Diputados apruebe la modificación de la norma
preconstitucional, la Orden de 15 de abril de 1969, por la que se establece la
aplicación y desarrollo de las prestaciones por invalidez en el Régimen de la
Seguridad Social, y más concretamente su artículo 45.
Piden que dicho artículo recoja
que «el primer grado de silicosis, que comprenderá los casos de silicosis
definida y típica, aunque no origine, por si mismo, la disminución alguna en la
capacidad para el trabajo, tendrá la consideración de situación constitutiva de
incapacidad total para la profesión».
Pequeñas empresas
Mientras llega, los afectados se
«desesperan» y «hunden» con el mazazo de otra muerte. «Realmente sería la
tercera porque otro compañero se suicidó hace tiempo agobiado por todo esto»,
matiza Aragón.
Y así, con el miedo de «quién
será el siguiente» ven cómo cualquier
nimia tarea del día a día se convierte en una proeza. «Somos obreros y
no podemos trabajar con ladrillos, pinturas o cementos. Ni siquiera en la
oficina de una empresa que se dedique a algo de eso. No nos quieren para ningún
trabajo», reconoce Anillo.
Pero no siempre fue así,
marmolistas de profesión, en los primeros años del 2000 estuvieron muy
cotizados por empresas auxiliares de muebles de cocina. Trabajaban con nuevos
materiales, aglomerados de cuarzo, con los que supuestamente bastaban las
medidas de seguridad que se empleaban para el mármol.
Pero no era así, el sílice, en
partículas más finas que las que respiran los mineros, se quedaba en suspensión
en el lugar donde se cortaba el material «hasta ocho días después».
Durante ese tiempo, lo respiraban
en proporciones altamente dañinas para sus organismos. «Ahora se sospecha que
puede que hasta a través de la misma piel lo absorbiéramos», reconoce Vela.
Pero en ese entonces ni imaginaban el aire mortal que respiraban.
Hasta que, en 2008, se
actualizaron las tablas de seguridad. Se descubrió el problema y supuestamente
se atajó con nuevas composiciones de cuarzo. Pero para ellos ya era tarde.
«Empezaron las placas de pulmón en los reconocimientos médicos y ahí nos lo
detectaron de inmediato», explica Vela.
El primer fallecido
Era septiembre de 2009 cuando
Agustín Cebada Chaves empezó a sentirse mal. «Tenía fiebre, pero no síntomas de
nada más», reconoce hoy su madre. Ni tres años después, Cebada se llevaría la
triste suerte de ser el primer chiclanero que falleció de esa enfermedad.
Rondaba la treintena «pero sus
pulmones eran una esponja», recuerda Loli con lágrimas en los ojos. Cebada
trabajaba, como la mayor parte de los enfermos, en una empresa familiar. «Ahora
tengo a hermanos, sobrinos o cuñados afectados con la misma enfermedad»,
reconoce Agustín, el padre. De hecho, Francisco Aragón es uno de ellos.
Su hijo se les escapó de entre
las manos un 4 de octubre de 2012 en la misma situación que el nuevo fallecido.
«Estábamos en Córdoba para intentar la última opción: un transplante de pulmón.
Salió de la operación pero pocas horas después murió. Ahora comprendo que
estaba tan afectado que ya era imposible otra opción para él», explica
emocionada Loli.
La asociación Anaes fue el sueño
de Agustín. «La creó junto a más afectados para buscar soluciones, apoyarse y
encontrar ayuda», detalla el padre. Quizás por ello, Agustín y Loli siguen
allí, ayudando en la lucha, aunque les duela «demasiado».
Ya no batallan por ellos mismos,
sino por los que quedan en la guerra, como reconoce Loli: «No quiero que
ninguna madre o mujer pase por lo que yo he pasado, tienen que garantizarse las
medidas de seguridad para que no haya nuevos casos».
Y aunque la vida de su hijo ya no
hay quien la recupere, aunque con voz quebrada, lanza un mensaje alto y claro:
«Somos pequeños para luchar contra los que tienen responsabilidades con esto.
Lo veo difícil, pero quiero que los culpables de que mi hijo muriera lo
paguen». Que así sea.
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