El futbolista que sacó los colores a Franco, Hitler y
Mussolini
El tres se antojaba un número mágico para Isidro Lángara.
Fue estrella de la Liga española los tres años que la disputó. Se convirtió en
el primer jugador en marcar tres hat tricks—tres goles en un partido— en tres
jornadas consecutivas. Se las arregló para ser el primer delantero del mundo en
convertirse en máximo goleador de tres Ligas diferentes —la española, la
mexicana y la argentina— y, finalmente, tres fueron los dictadores que hubiesen
deseado verle muerto.
Franco, por haber formado parte de la selección vasca que
durante la Guerra Civil hizo una gira mundial para concienciar al planeta de
que resultaba necesario defender los valores de la democracia y la Segunda
República. Mussolini, al temblar cuando en sus intentos por amañar el Mundial
de Italia en 1934 —el primero que jugó España y que finalmente ganó el país
anfitrión— veía cómo este depredador que remataba de cabeza como si chutara con
la pierna podía amargarle un triunfo local cuando marcó los dos goles que le
dieron a la selección la victoria ante Brasil (3-1) y la eliminación de esta. Y
también Hitler, cuando en un amistoso disputado entre Alemania y España en
Colonia, Lángara les endilgó un par de colines que arruinaron la fiesta a los
nazis, con el ceño fruncido incluidos los de algunos representantes del
Gobierno presentes en el campo.
Tanto, que existen imágenes de ese partido —con 80.000
aficionados en el estadio y cientos de esvásticas vistiendo el ambiente—, pero
no de los tantos del vasco, nacido en Pasaia en 1912 y muerto en Andoain en
1992. ¿Las mandó borrar el Führer? Probable.
A estas alturas, ya pocos desafectos a la fe dudan de que el
fútbol sea poco más que un juego. Así lo entienden en los palcos del siglo XXI,
donde los dirigentes de cualquier país se dan de codazos por hacerse una foto
victoriosa alzando algún trofeo con sus respectivos equipos entre sus asientos.
Y así lo entendieron ya pronto los sátrapas totalitarios, cuando un deporte aún
balbuciente en las dimensiones de su furibunda y gloriosa espectacularidad
futura, resultaba crucial a la hora de forjar identidades triunfalistas.
Para todo eso, Isidro Lángara fue un símbolo noble. Sin
quererlo también, pero así resultó y así se vio forzado a pagarlo: primero con
el exilio. Después con un olvido que hoy es necesario reparar. Más allá de
haber combatido durante la guerra en el bando republicano, Lángara, que ya
había jugado en el Oviedo además de en algunos clubes vascos en sus inicios,
aceptó formar parte de la selección de Euskadi y girar por Europa. Jugaron en
Praga, Marsella y Copenhague antes de llegar a Rusia alentando los ideales que
fueron finalmente derrotados, y recibieron 10.000 pesetas de compensación.
Tampoco es que él, políticamente, se significara mucho más
que Luis Regueiro, por ejemplo, el capitán y el líder de un equipo en el que
también se alineaban Guillermo Gorostiza, Txato Iraragorri, Sabino Aguirre,
Emilín Alonso... Pero su capacidad de arrastrar multitudes gracias a su juego y
a sus famosos latigazos, pese a ser discreto y hablar lo justo, le granjearon
todos los odios que más podían dañarle.
Derrotada la República, el equipo siguió y varios decidieron
quedarse en el exilio. México fue su destino al principio, donde aquella
selección cambió el nombre por el de Club Deportivo Euskadi y disputó la Liga
del país hasta quedar en segundo lugar. Lángara ganó pocos títulos colectivos a
lo largo de su accidentada carrera —dos de ellos en México, un campeonato de
temporada y una copa—, pero sí batió todas las cifras. Sus casi 600 tantos
sirvieron para que haya sido el delantero con mayor promedio goleador en la
selección (17 en 12 partidos), además de lo ya mencionado.
Después de México recaló en Argentina. Concretamente, en el
San Lorenzo de Almagro, el equipo del papa Bergoglio. Allí cambió su número de
la suerte por el cuatro. Esas fueron las temporadas que jugó en el país
sudamericano, siempre en el mismo equipo, y cuatro fueron los goles que le
marcó al River Plate nada más desembarcar en Buenos Aires. Alfredo Di Stéfano
lo recuerda. Tuvo que sufrir la derrota de su equipo con 12 años y frotándose
los ojos en el campo.
Corrían los cuarenta y a Lángara se la seguían teniendo
guardada en su país de origen. Hasta el punto de, como cuenta David Álvarez,
jefe de Deportes de Abc, que trabaja en una biografía sobre el jugador,
“existen imágenes del No-Do en las que se observa al San Lorenzo de Almagro
jugar y a él en concreto en varios planos pero ni se le menciona”.
Aquel desprecio duró poco más. Carmen Polo tendría mucho que
ver en ello. El hermano de la esposa del dictador, Felipe Polo, oviedista
acérrimo, convenció a su hermana para que le levantaran el veto en El Pardo y
pudiera regresar. En Asturias pesaba demasiado la leyenda de aquel crack que en
220 partidos oficiales había metido 281 goles en los años dorados del Oviedo,
antes de que estallara la Guerra Civil.
Pero el peso de América Latina había hecho mella en Lángara.
Regresó a México, quizás decepcionado por la España que reencontró. Allí prosiguió
su carrera por todo el continente como entrenador. En Chile se hizo cargo del
Unión Española; en México, del Puebla, con el que ganó la Copa México en 1953
y, en Argentina, de su San Lorenzo de Almagro. Resultaba difícil olvidar su
paso por allá, el glorioso huracán que ha sido uno de los mayores goleadores
del club.
Nunca se casó y decidió regresar a España para pasar sus
últimos años. En Andoain recuerdan su discreción para relatar los propios
triunfos, quitándose importancia, y lo simpático que era.
Cuando hoy el fútbol es una melé de carteras rebosantes y
estrellas que se miden por la cilindrada de sus coches deportivos, cuando entre
fraudes al fisco y héroes que acaban embarrados con la misma velocidad que un
fondo de inversión los compra, los vende y los marea, la figura épica de
Lángara, en su humilde grandeza, despide a borbotones la esencia digna que
necesita cualquier deporte.
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