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lunes, 6 de abril de 2020

EMMA GOLDMAN - LA MUJER MAS PELIGROSA DEL MUNDO


 Emma Goldman:  “la mujer más peligrosa del mundo”

Hace 141 años (27 de junio de 1869) nació una de las más destacadas anarquistas de la historia: Emma Goldman, una feminista de origen lituano que llegó a ser considerada, por el fundador del FBI, “una de las mujeres más peligrosas de América”.

Cuando Emma Goldman, que había sido llamada por la prensa norteamericana «la mujer más peligrosa del mundo”, murió oscuramente en un lugar de Canadá, un periodista llamado William Marion Reedy escribió que aquella pequeña pero formidable judía había estado «ocho mil años adelantada a la de su época”. Sin duda, hay que considerar ésta como una opinión bastante exaltada, pero no sería injusto decir que estuvo (en muchos aspectos) muy por delante de su tiempo. Esta brillante discípula de Bakunin y de Nietzsche, no destacó siempre a igual altura, pero durante unos años llegó a convertirse en una auténtica pesadilla para el orden establecido norteamericano y en el terreno de la liberación de la mujer su voz resulta plenamente actual.


En su larga trayectoria vital, Emma recorre distintos momentos de la historia moderna; momentos que para esquematizar podemos dividir en dos partes y cuyo punto de separación tendría que ser la Primera Guerra Mundial.

Durante la etapa de preguerra, Emma fue una de las cabezas más visibles del radicalismo norteamericano, portavoz y símbolo de innumerables luchas desarrolladas contra los abusos y arbitrariedades del Estado liberal más represivo de su tiempo y sus posiciones anarcoindividualistas se confunden a veces con las de la izquierda radical liberal o socialista. Posteriormente, su actuación al frente de la Liga Antiguerra sobrepasó los límites de libertad que podía conceder un Estado agresivo dispuesto a no perder la posibilidad abierta con la Gran Guerra de convertirse en una especie de tutor dominante del imperialismo británico todavía primer eslabón de la cadena imperialista. Desde entonces ya nada fue igual. Ningún gobierno, ningún otro Estado permitiría nunca más los márgenes de libertad que Emma había conocido en la preguerra; el mundo había cambiado de base y el liberalismo de la época del capitalismo concurrencial entró en el Museo de la Historia.

Su vida y su época, concluyen abruptamente con la derrota de la República española atenazada entre el fascismo, el estalinismo y el liberalismo decadente, y el significado de todos estos fenómenos político-sociales la sobrepasaron. Ni siquiera consiguió sentirse de acuerdo con los dirigentes anarcosindicalistas españoles.

Esta “anarquista de ambos mundos”, como la ha llamado José Peirats; nunca fue una militante organizada aunque tuvo parcialmente el mérito de sacar el anarquismo estadounidense del pantano individualista, germanista y terrorista en que lo había encerrado la poderosa personalidad de Johann Most (1). Tampoco fue una pensadora original. Su pensamiento es una peculiar síntesis de diversas escuelas anarquistas junto con unas buenas dosis de Nietszche y en sus reflexiones no trata de penetrar en los vericuetos de las contradicciones sociales. Sin embargo, sí fue una activista en el sentido más pleno de la palabra y en sus escritos se hizo eco de algunas de las concepciones más osadas y avanzadas de su época y les dio una proyección militante. A pesar de su individualismo tuvo la capacidad de identificarse con todas las causas -incluso las que causaban pavor entre sus compañeros-, y no tuvo miedo en nadar contra la corriente. Sólo que las olas que encontró desde que salió de Norteamérica eran más altas y más complejas que las que había combatido hasta entonces.
La rebeldía de Emma Goldman se gestó originalmente en la Rusia zarista donde había nacido el año 1869. En sus Memorias (2) recuerda a su padre, un trabajador que vivía en el ghetto judío, como “la pesadilla de mi infancia”. Su madre, continuamente brutalizada por su marido -lo que era perfectamente legal en la legislación zarista-, tenía totalmente asumido el papel de mujer sumisa y atada a las tradiciones y costumbres, como lo demuestra el hecho de que cuando Emma empezó a menstruar a los once años, le dio una sonora bofetada y un rudo consejo: “Es lo que necesita una joven cuando se convierte en mujer, como protección contra la desgracia”. El padre se quejaba constantemente de que Emma no hubiera sido el niño que él esperaba y preparaba para ella un destino idéntico al que conocía su madre. No tenía por qué saber nada: “Las jóvenes no tienen por qué saber demasiado -le gritó en una ocasión-, sólo deben saber preparar un buen plato de pescado, cortar bien los tallarines, y dar al hombre muchos hijos”.

Desde luego, esto no era precisamente lo que soñaba Emma que era una niña muy imaginativa. Desde muy temprana edad se planteó dedicarse a la medicina, pero no tardó en comprobar que esto era prácticamente imposible. Su paso por la escuela primaria resultó brillante por su inteligencia natural, pero fue también tan conflictiva que vio denegado su permiso para acceder a la enseñanza secundaria. Tenía trece años cuando su familia se trasladó a San Petersburgo que era entonces el centro industrial e intelectual de todas las Rusias. Inmediatamente comenzó a ganarse la vida trabajando como obrera y al poco tiempo tuvo relaciones con miembros del movimiento nihilista que conocía por aquella época su apogeo, destacando en su interior una impresionante hornada de mujeres antizaristas como Vera Figner, Vera Sazsulith, Praskovia Ivanóvskaya, OIga Liubatóvicht y Elizabeth Noválskaya (3). No obstante, debido a su extrema juventud, su intervención en el movimiento oposicionista fue ínfima, aunque estas relaciones tensaron su vocación de rebelde.

En 1884, su padre arregló a muy «buen precio” su boda y creyó con ello poder domesticar al fin a su indómita hija, pero no fue así, Emma no consintió y amenazó con lanzarse al helado Volga si la obligaban y en un momento determinado se puso de pie en el borde de uno de sus puentes. Su padre tuvo entonces que ceder, pero las tensiones con él fueron agravándose hasta que un año después Emma pudo huir a América, la «tierra prometida” para tantos rusos y se estableció en Rochester junto con su hermana mayor. Ésta vivía en unas condiciones terribles y durante un tiempo Emma se vio sola y derrotada. Encontró trabajo en una fábrica y al poco tiempo después cometió la flaqueza de casarse con Jacob Kershher, un compañero suyo de trabajo, amable y cariñoso, pero a la postre un marido convencional que acabó haciéndosele insoportable.

Fue durante este tiempo de recién casada cuando Emma comenzó a frecuentar indistintamente los medios anarquistas y marxistas, pero tras un breve espacio de tiempo de indecisión tomó partido por los primeros fuertemente influenciada por el caso de los “mártires de Chicago” (4). Desde entonces siguió el proceso en todos sus detalles, hizo campaña a favor de los inculpados y leyó todo lo que sobre la anarquía le cayó entre las manos. Cuando los acusados fueron condenados a muerte, Emma dice que se sintió como si naciera de nuevo: había que cambiarlo todo. Se juramentó dedicar desde aquel momento a la actividad revolucionaria y lo primero que hizo fue divorciarse de su primer marido.

En Nueva York conoció a Johann Most, un ex-marxista alemán que había sido expulsado del Partido Socialdemócrata alemán por su “extremismo” y que se había convertido en el anarquista más afín con la teoría de la “propaganda por el hecho” o sea de la acción terrorista contra la injusticia y sus representantes llegando a escribir un tratado sobre diversas maneras de emplear esta clase de violencia minoritaria. Su personalidad atrajo fuertemente a Emma durante cierto tiempo y pasó a ser además de su discípula, su amante. Esto no duró mucho y Emma empezó a cuestionar ambos roles. Los métodos dominantes de Johann la rebelaron y su actuación le pareció sectaria ya que se restringía a los medios germanos y carecía de perspectiva de futuro ya que no iba en función de las exigencias de las luchas de masas. Emma no estaba persuadida de la bondad de un movimiento organizado (aunque cooperó con entusiasmo al lado de los sindicalistas revolucionarios), pero pensaba que la violencia podía aparecer como gratuita y no como una acción justiciera clara, al servicio de los trabajadores.

La ruptura entre Johann y Emma fue al mismo tiempo una crisis de un sector importante del anarquismo norteamericano y la parte que siguió el ejemplo de ella se abrió al movimiento real y rehuyó el ghetto de los diversos sectores de inmigrantes.

El lugar que había dejado vacío Johann no tardó en ser ocupado y esta vez por dos hombres a la vez. Se trataba de Alexander Berkman, que desde entonces pasó a ser su compañero casi inseparable, y un pintor también de origen ruso como Berkman y con los que estableció un menage a trois que transcurrió sin incidentes internos dignos de mención, pero que al puritanismo norteamericano le pareció el colmo de la perversidad.

Todo terminó sin embargo cuando Alexander, profundamente indignado por la masacre que la patronal había ocasionado entre los obreros con motivo de la huelga de Hamestead Steel, decidió ejecutar por su propia cuenta a Henry Clay Frick, un “tiburón de la industria” y responsable de la actuación de los pistoleros de la Pirkenton que habían disparado. El asunto no era fácil, con muchas dificultades consiguieron dinero para viajar a Pensylvania, el lugar de los hechos, pero carecían de armas. Siempre al lado de Alexander, Emma llegó Basta el punto de intentar (sin éxito) ejercer la prostitución para conseguir el dinero, para comprarlas. Cuando lo consiguieron, el 12 de julio de 1892, Alexander se trasladó a Pittsburg y cumplió parcialmente su propósito ya que el gran magnate sólo resultó herido y no tardó en recuperarse. La naturaleza de clase de la justicia norteamericana se puso de manifiesto cuando el atentado de Berkman -que no daba judicialmente para más de siete años por «homicidio frustrado”- es condenado a veintidós años de cárcel mientras que Henry Clay Frick, responsable del asesinato de diez obreros no tuvo ni que pasar por la comisaría.

Después de este acontecimiento Emma consiguió la celebridad como incendiaria y roja. Protagonista de una gran campaña en defensa de su compañero y amante, demostró ser una soberbia oradora con una gran fuerza y convicción, aunque a pesar de todo no pudo evitar la suerte de Berkman que descendió literalmente a los infiernos del sistema penitenciario yanqui. Del “caso Berkman” Emma pasó a defender otras causas de la libertad y del movimiento obrero, ocasionando cada vez mayor escándalo y miedo entre los bien pensantes. El colmo de su actuación, que asombró a propios y extraños, tuvo lugar cuando asumió la defensa de León Czolgosz, un obrero de origen polaco que había causado la muerte del presidente McKinley en un atentado con una bomba. La prensa desarrollará entonces una gran campaña presentándola como la instigadora del crimen, aunque en realidad no había tenido nada que ver con éste (5) Ciertamente, Emma estaba muy lejos de aprobar la actuación de Czolgosz, pero estaba convencida que éste había actuado por indignación justiciera.

Por otro lado, ¿qué era un atentado individual? Poco, si se le comparaba con la represión y la muerte de decenas de sindicalistas y trabajadores. En otra ocasión, en plena guerra mundial, cuando un policía le habló de un atentado terrorista le respondió que en comparación con el terrorismo que se estaba desarrollando en Europa, aquel atentado «era pura bagatela”. En este punto la posición de Emma tuvo lejos de alcanzar el rigor y el repudio que tuvo en otros anarquistas conocidos y sobre todo en los marxistas. Con actuaciones como ésta no tardó en hacerse sumamente impopular para los poderes públicos. La policía la vigilaba constantemente, obstaculizaba siempre que podía sus actividades, y la detuvo en tantísimas ocasiones que siempre llevaba consigo un libro para no perder demasiado el tiempo en prisión. La prensa sensacionalista la atacó continuamente. Se la culpó de ser la instigadora de numerosas luchas obreras promovidas, a veces espontáneamente y, a veces, por los “wobbies” (militantes del IWW), de conspirar para derrocar el gobierno constitucional, de revelar información sobre el control de la natalidad… de antipatriota y, por supuesto, de prostituta.

Al margen de diversas detenciones menores, purgó durante dos años en una prisión federal donde en poco tiempo se situó a la cabeza de la lucha por la dignidad humana. Por ello desafió duramente a celadoras, policías, autoridades y tenebrosas celdas de castigo. Su actuación se dejó sentir y logró modificar bastantes cosas, y sobre todo ganó para esta causa a otra recluso, Kate O’Hara, que con el tiempo se haría famosa cuando tras salir de libertad se trasladó a California e inició desde allí una campaña de protesta contra los métodos carcelarios imperantes y con el tiempo llegó a ser directora de penales llevando a cabo notables reformas en el sistema.

En la cuestión del feminismo se puede decir, con palabras de Nietszche, que la Goldman fue una mujer contra su tiempo: el carácter vanguardista de sus concepciones llegó a soliviantar al mismísimo Kropotkin, el «príncipe anarquista” que la consideró excesivamente avanzadas. Fue llamada no sin motivo, la «Reina de los anarquistas” y simbolizó durante su época las posiciones de autonomía femenina, de amor libre, de una total falta de prejuicios… Emma llegó hasta asumir la defensa de los homosexuales, algo que casi ningún revolucionario notorio de su tiempo se atrevió a hacer.

En su formación revolucionaria, Emma fue antes feminista radical que anarquista. Como dice muy bien Alix Shulman, Emma: “Utilizó la doctrina anarquista para explicar la opresión que padecían las mujeres, pues sabía muy bien que la raíz de semejante opresión era más profunda que las instituciones. Cuando su anarquismo entraba en conflicto con su feminismo, reaccionaba siempre como feminista. A semejanza de muchas mujeres de la izquierda actual, se rebeló cuando los hombres radicales le menospreciaban por el sólo hecho de ser mujer…” (6)

El ideario personal de Emma era bastante distinto del de las corrientes feministas entonces predominantes, entre las cuales el anarquismo no se contaba. No podía estar de acuerdo de ninguna manera con las sufragistas, ni en los medios ni en los fines; Emma no consideraba el sufragio una conquista importante y menos para formar parte de una democracia burguesa. Estaba un poco más de acuerdo con las socialistas que ponían un notable énfasis en la emancipación económica de la mujer, pero consideraba los partidos como una cadena y desconfiaba de cualquier programa político. Para Emma era mucho más importante el factor ideológico y creía que el centro del problema radicaba en el machismo, en el hecho de que los hombres eran “tiranos inconscientes” y la sumisión actuaba sobre las mujeres como un «tirano interno”.

La mujer estaba educada para ejercer como tal (“Casi desde la infancia, escribió, las jóvenes aprenden que el más alto objetivo en la vida es el matrimonio”), eran incapacitadas para el goce sexual, por lo cual «la vida de estas muchachas se destruye por la frustración”. En el momento en que la mujer contempla la sexualidad de igual a igual que el hombre, sistemáticamente es tratada como alguien monstruoso o enfermizo. Hasta los hombres más avanzados se sienten incómodos ante mujeres así y actúan sin excepción en plan dominante. Por eso, Emma tiene claro que la emancipación de la mujer será obra de la mujer misma:

El desarrollo de la mujer), su libertad, su independencia, deben de surgir de ella misma, y es ella quien deberá llevarlos a cabo. Primero, afirmándose como personalidad y no como mercancía sexual. Segundo, rechazando el derecho de cualquiera que pretenda ejercer sobre su cuerpo; negándose a engendrar hijos, a menos que sea ella quien los desee; negándose a ser la sierva de Dios, del Estado, de la sociedad, de la familia, etc., haciendo que su vida sea más simple, pero también más profunda y más rica. Es decir, tratando de aprender el sentido y la sustancia de la vida en todos sus complejos aspectos, liberándose del temor a la opinión y a la condena pública. Sólo eso, y no el voto, hará a la mujer libre (7).

Sin embargo, aunque en lo fundamental será difícil encontrar hoy alguna feminista que no esté de acuerdo con lo que aquí se dice, en el último aspecto la posición de Emma careció de cualquier proyección al margen de las huestes ácratas, entre las cuales destacó también otra gran personalidad femenina llamada Voltairine de Cleyre (8). La mayoría del feminismo militante nunca subestimó la importancia de la lucha por un derecho que le permitió conocer, como diría Emmeline Pankhurst, “la alegría de la lucha”, y sentar las bases de movimientos ulteriores. La mujer no habría llegado a hacer las conquistas que ha hecho sin el sufragismo y sin la labor de las socialistas en los partidos y sindicatos obreros. El punto más débil de Emma fue su vanguardismo que sólo conectó con las masas precisamente en aquellos momentos en que las luchas concretas cobraban alas a partir de una pequeña reivindicación. . .

Fueron muy pocas las mujeres de su época las que llegaron a repudiar el puritanismo como ella. Emma estaba convencida de que el sexo era «tan vital como la comida y el aire”, y subrayó la contradicción que existía en el hecho de que las mujeres fueran obligadas por una parte a ser asexuadas y por otra, a vender su cuerpo a través del matrimonio o la prostitución pública. Llegó a estas conclusiones no a través de una sistematización teórica -aunque fue muy influida por Havelock Ellis y por Margaret Sanger-, sino a través de una ardua experiencia conseguida cuando trabajó en diferentes ocasiones como obrera y, sobre todo, cuando ejerció durante algún tiempo como asistente sanitaria. En su inquieta vida, también trató en múltiples ocasiones con «mujeres de vida fácil” en las que encontró no pocas amigas que la apoyaron y la escondieron en momentos verdaderamente difíciles cuando huía de la policía o de los pistoleros de la patronal preocupados por sus denuncias de las injusticias laborales o de otros problemas. Emma llegó a ver en estas mujeres una paradójica síntesis del problema femenino:

No existe un sólo lugar donde la mujer sea tratada sobre la base de su capacidad de trabajo, sino a su sexo. Por tanto, es casi inevitable que deba pagar con favores sexuales su derecho a existir, a conservar una posición en cualquier aspecto. En consecuencia, es sólo una cuestión de grado el que se venda a un sólo hombre, dentro o fuera del matrimonio o a muchos. Aunque nuestros reformadores no quieran admitirlo, la inferioridad económica y social de las mujeres es la responsable de la prostitución (9).

Con opiniones como ésta, no era de extrañar que Emma pareciera una auténtica bestia negra a unas autoridades puritanas e hipócritas. Un periodista diría que “fue enviada a prisión por sostener que las mujeres no siempre deben mantener la boca cerrada y su útero abierto”. El caso es que en cada conferencia o mitin que daba sobre la cuestión de la mujer, las autoridades dudaban si encerrarla ya antes y si no lo hacían es porque temían que podía ser peor por la campaña que se desataría en su defensa. Mientras que llamó a las mujeres a no tener como objetivo el matrimonio y a conseguir mejoras en las fábricas, o su propia determinación, la cosa no pasó de unos días entre rejas, pero cuando el 23 de marzo de 1915, delante de una amplia audiencia en el “Sunrise Club” de Nueva York, explicó quizá por primera vez en la historia, cómo tenían que ser utilizados los anticonceptivos, la paciencia policíaca alcanzó un techo.

Fue entonces arrestada ipso facto y llevada a un juicio que se convirtió en un acto espectacular durante el cual -no sin una contradicción por su parte- aprovechó magistralmente las tradiciones democráticas revolucionarias de los «padres de la patria” norteamericana para denunciar un poder que traicionaba sus propios dioses democráticos cuando les convenía. Gracias a su brillante autodefensa el juez le dio a elegir entre pasar quince días en un taller penitenciario o pagar una multa de quince dólares. Como la ayuda en estos casos siempre era generosa, Emma optó por lo segundo.
En Nueva York, Emma vivía habitualmente en el bohemio «Greenwich Village”, tal como la muestra la famosa película de Warren Beatty, Reds (10). Puede decirse que en la atmósfera de este barrio se hallaba como un pez en el agua, y volvía a él siempre después de una campaña política. Allí se encontraban amalgamadas las vanguardias estéticas, morales y políticas, y Emma representaba junto con Berkman y el italonorteamericano Carlo Tresca, el sector ácrata. El barrio era en ocasiones la caja de resonancia de las campañas políticas de los radicales como en la que, bajo la inspiración de John Reed y con el apoyo del dirigente de los IWW, Dan Heywood, montaron una impresionante obra teatral en la calle que representaba la terrible huelga de Patterson. Económicamente la obra fue un fracaso, pero emocionalmente conmovió los cimientos del lugar.

Cuando estalló la Gran Guerra en agosto de 1914, Emma empezó a trabajar con todas sus fuerzas contra la intervención norteamericana en el conflicto y fundó junto con Reed, Berkman, Tresca y otros amigos la Liga Antialistamiento que llegó a ser el centro neurálgico de toda la agitación pacifista y antipatriotera. No pasó mucho sin que fuera de nuevo detenida y juzgada al tiempo que las revistas que dirigía con Berkman fueron cerradas e invadidas por la policía. Situada delante de los jueces no tuvo inconveniente en declarar: “Ninguna guerra se justifica si no es con el propósito de derrocar el sistema capitalista y establecer el control industrial de la clase trabajadora” (11).

Por esta razón, insistió en otra intervención, habían sido consecuentes haciendo propaganda antimilitarista desde el inicio de sus vidas militantes, aunque, al contrario que el gobierno, la Liga que representaban jamás había hecho nada contra la conciencia de nadie, sólo desertaban los que no querían participar en una carnicería motivada por intereses financieros. Esta vez, a pesar de todo el genio polémico de Emma, el veredicto del tribunal fue más allá de la multa o la cárcel, y siguiendo los dictados del gobierno de Wilson fueron obligados al destierro fuera del país. Para Emma aquello era pura y simplemente un robo de su ciudadanía, pero significaba más; era el fin de un período de una mayor flexibilidad democrática. Cuando se enteró de la noticia un fiscal de Washington pudo comentar con ironía: “Con la prohibición que se avecina y Emma Goldman que se va, este país será muy monótono”.

El nuevo país al que iban a encaminarse había sido el suyo de la infancia y ahora se encontraba bajo el signo de una revolución que les llenaba de esperanzas. Seis días antes de la Navidad de 1919 salían hacia su nuevo destino en el “Buford”, un desvencijado navío militar. Emma y Alexander no compartían el estrecho criterio de muchos anarquistas que reducían la revolución de Octubre a un golpe de Estado dado por la izquierda. Para ellos, Octubre había sido la culminación de la revolución rusa y miraban a los bolcheviques con ojos de buenos amigos y estaban en buena medida convencidos de que éstos se habían apropiado de ciertas premisas libertarias para proclamar que todo el poder debía de ser para los soviets, o sea para los consejos de obreros, campesinos y soldados. Durante los primeros tiempos, que coincidieron con una indescriptible guerra civil que destruiría radicalmente las bases materiales de la revolución, ambos trabajaron junto con los bolcheviques que se habían convertido en un Ejército Rojo disciplinado para vencer. Durante este tiempo polemizaron con los anarquistas que se negaban a colaborar y se establecieron un poco como un puente entre ellos y el poder revolucionario. Esta actitud, fundamentalmente positiva, comenzó a cambiar al final de la guerra cuando los bolcheviques fueron prohibiendo las diferentes tendencias socialistas disconformes con su programa y sus métodos y fueron enfrentándose a las revueltas campesinas y obreras con las armas. El punto definitivo de su ruptura ocurrió en medio de los acontecimientos de Kronstadt en marzo de 1921, en los que un grupo insurreccionado levantó la bandera de una tercera revolución y los bolcheviques los reprimieron por medio de la fuerza” (12).

Entre enero de 1920 y marzo de 1921, Emma y Berkman trataron de mediar contra las actuaciones represivas de la Cheka, constituida según expresión de su máximo jefe Félix Dzherjinski, por santos y canallas. Se entrevistaron sucesivamente con Lenin y Trotsky que prometieron revisar algunos casos; con Máximo Gorky al que encontraron apesadumbrado por su mala conciencia -se había opuesto inicialmente a la revolución- y por el terrible analfabetismo del pueblo incapaz de asumir las responsabilidades del poder con sus propias manos; con Alejandra Kollontaï que les argumentó que en toda gran obra tenían que existir pequeños errores; con los delegados de origen libertario del II Congreso de la Internacional Comunista como Víctor Serge, Alfred Rosmer, Joaquín Maurín, etc., pero todo fue prácticamente inútil. El caso de Maknó se sumó al de Kronstadt y la ruptura fue tan radical que los dos se convirtieron en la principal fuente de las acusaciones anarquistas contra el comunismo ruso.

En contra de los bolcheviques, Emma vuelve su mirada hacia Kropotkin al que había conocido antes en un Congreso anarquista. El “príncipe anarquista” que durante la Gran Guerra y en la primera etapa de la revolución rusa había indignado a Emma por su actuación pro-Entente y de apoyo al Gobierno provisional -Kerensky quiso hacerlo ministro-, se encontraba ya agonizante y soñaba con una nueva Rusia estructurada por comunas que organizarían la pequeña industria artesanal, industrial y campesina que se federarían entre sí… Durante cierto tiempo y por miedo de hacerle el juego al imperialismo que tenía cercado el «país de los soviets”, ninguno de los dos escribió nada para el gran público, pero en 1922 decidieron hacerlo. En uno de sus trabajos, Emma escribe:

Quizá la revolución de Rusia nació ya sentenciada. Llegando arrastrada por los cuatro años de guerra, que habían aniquilado sus mejores valores y devastado sus mejores y más ricas comarcas, es posible que la revolución no hubiese tenido suficientes fuerzas para resistir los locos arrebatos del resto del mundo. Los bolcheviques afirman que fue culpa del pueblo ruso que no tuvo suficiente perseverancia para resistir el lento y doloroso proceso de cambio operado por la revolución. Yo no creo eso y aceptando que esto fuese cierto, yo insisto, sin embargo, en que no fueron tanto los ataques del exterior como los insensatos y crueles métodos que en el interior estrangularon la revolución y la convirtieron en un yugo odioso puesto sobre el cuello del pueblo ruso. La política marxista de los bolcheviques, alabada en un principio como indispensable a la revolución para ser abandonada después de haber introducido el descontento, el antagonismo y la miseria, fueron los verdaderos factores que destruyeron el gran movimiento e hicieron perder la fe del pueblo (13).

Su profunda aversión al bolchevismo llevó a Emma a no distinguir en su interior el más mínimo matiz. De esta manera, cuando tenían lugar los llamados “”procesos de Moscú”, no dudó en escribir un panfleto contra Trotsky que tenían un título bastante explícito: Trotsky habla demasiado. Para ella, éste no había hecho otra cosa que preparar el camino de Stalin y calificó -junto con la CNT- a los “procesos” como un mero ajuste de cuentas entre “autoritarios”. Durante la guerra civil española llegó a hablar de “contrarrevolución marxista” para definir la política estalinista, y solamente cuando la represión se abatió contra el Poum trató (paradójicamente) a Andreu Nin y a sus compañeros de “verdaderos bolcheviques”.

El nuevo exilio de Emma Goldman estuvo lejos de ser dorado. No pudo volver a los Estados Unidos hasta después de muerta y las cancillerías europeas, temerosas de su fama de agitadora, le negaban sistemáticamente un visado. No obstante, aún pudo palpar por última vez la miel de la fama y de la simpatía de las masas cuando un mitin suyo en Canadá congregó a veinticinco mil personas. Después de muchas tentativas consiguió un albergue en Inglaterra gracias a los esfuerzos de la izquierda laborista, en particular a Harold Laski, teórico de la “revolución consentida” con el que tuvo amistad aunque no llegara obviamente a comulgar con sus ideas.

En 1931 escribió su autobiografía Living my life (Vivir mi vida) que será un gran éxito editorial internacional y que representa su mayor esfuerzo literario.

Pero a pesar de este triunfo personal, aquella fue una mala época para Emma. En Inglaterra no podía intervenir en la política y se encontraba por primera vez desarraigada, sin un campo de acción donde proyectarse. Se encontraba profundamente deprimida cuando le llegó la terrible noticia de que su compañero incondicional Alexander Berkman se había suicidado en París. Berkman estaba al parecer muy enfermo y muy desalentado por graves problemas con su nueva compañera, además el clima de tensiones y desavenencias entre los anarquistas rusos en el que la tensión resultaba insoportable. Cuando llegaron las noticias de la guerra y la revolución española, Emma comentó que igual que ella Berkman hubiera renacido con entusiasmo.

A pesar de toda las clases de obstáculos que le ponían las autoridades británicas, Emma no pudo permanecer totalmente alejada de unos acontecimientos que parecían confirmar sus convicciones de que una revolución anarquista era posible. Aunque no pudo instalarse en España como era su deseo logró arreglar las cosas para poder efectuar tres largas visitas. En una de ellas visitó con entusiasmo el frente de Aragón, conoció las experiencias comuneras y departió animadamente con figuras del anarquismo como Durruti que la causó una honda impresión.

Aunque el idioma era una barrera difícilmente franqueable para actuar en el escenario español, se esforzó a pesar de las prohibiciones del gobierno inglés en fomentar la solidaridad con los combatientes. Su admiración por la valentía y el entusiasmo de sus compañeros españoles no le llevó como a otros ilustres anarquistas extranjeros a plegarse ante la orientación política de la CNT-FAI. No comprendía ni admitía que los anarquistas pudieran colaborar con los republicanos y con los comunistas en unas tareas gubernamentales que iban en contra de la revolución que sus bases militantes estaban llevando a cabo. Se encontraba ante este problema bastante sola y se sintió internamente dividida entre sus convicciones y sus simpatías. Por un lado estaba persuadida de que en un mundo que se derrumbaba a su alrededor no había más salida que la anarquía, pero por otro intentaba comprender y veía que los dirigentes anarcosindicalistas aunque no actuaban en “provecho propio” y “eran demasiado humanos”, no por ello podía dejar de denunciar una política “rayana con el oportunismo” y planteó sin éxito sus desavenencias en la Internacional Libertaria, aunque nunca hizo una crítica sistemática y rigurosa.

La derrota de la revolución y de la República española cerraron el tiempo que se había dado por delante de su compañero y el 17 de enero de 1940 una hemorragia cerebral le causó la muerte. Con ella moría en cierta medida, toda una época; moría una mujer que sería la más alta expresión del feminismo libertario cuyos frutos sobrepasarían el campo de la anarquía y extendería su influencia entre todas las ramas del feminismo radical.

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez para Kaosenlared

NOTAS
(1) Johann Most, célebre y controvertido anarquista alemán (Augsburg, Alemania, 1846-Cincinnatti, USA, 1909), que extendió sus actividades por su propio país, Austria, Inglaterra y Estados Unidos. Algunos historiadores lo equiparan como profeta a Bakunin y Kropotkin, aunque la mayoría lo ven como un turbio representante del terrorismo. Richard Drinon lo describe como un personaje que «llegó a convertirse en una figura verdaderamente trágica, en una “criatura de Andreiev, a quien todos abofeteaban: no querían aceptarlo en ningún trabajo por temor a que su rostro ahuyentara a los clientes; las muchachas y las mujeres rechazaban con repugnancia sus intenciones y, finalmente, la prensa, en especial la norteamericana, utilizaba la cara barbuda de Most, coronada por una mata de pelo, como modelo para la caricatura del anarquista que lleva la bomba bajo el brazo». Hijo de una familia pobre, Most tuvo una enfermedad que duró cinco años, y después de una intervención quirúrgica le deformó para siempre el rostro. Lo maltrataron una madrastra cruel y el no menos cruel patrón que lo tenía como aprendiz. Se educó con su propio esfuerzo y se hizo zapatero. Como «compagnon» viajó por toda Alemania, Austria, Italia y Suiza. Fue en este último país donde se adhirió a la AIT.
En el verano de 1869, fue encarcelado en Viena, debido a una soflama revolucionaria. Un año después de haber participado en la organización de una manifestación pública en demanda de la libertad de palabra y de reunión, fue sentenciado a cinco años acusado de «alta traición». Después de algunos meses de prisión, fue indultado y expulsado de Austria. En Alemania tomó parte en el partido socialdemócrata. Fue elegido en 1874 diputado socialista en el Reichstag. En 1880, cuando la Ley contra los socialistas, se refugió en Inglaterra (algunos de sus adversarios anarquistas achacan a esta frustración de su carrera parlamentaria su inclinación bakuninista). Bastante radicalizado, funda Freiheit (Libertad), en abierta polémica con el órgano oficial del SPD, Sozialdemokratic. Es expulsado por indisciplina, y evoluciona hacia el anarquismo. Most ayuda a crear algunos núcleos minoritarios en Alemania, y contribuye a que los «jóvenes socialistas» y la facción de izquierda del socialismo austriaco, evolucione hacia el anarquismo. En 1881 pasó seis meses de cárcel debido a un artículo en el que se mostraba un entusiasta de la táctica nihilista que acababa de ejecutar al zar Alejandro II. Esta confianza en la violencia le llevó a escribir a menudo cosas como la siguiente: «¡La dinamita! El mejor de los inventos. Introdúzcanse varios kilos de esta preciosa sustancia en un tubo, obtúrense ambos extremos, métase un dedal provisto de mecha, colóquese junto a un grupo de los ricos parásitos que viven del sudor de otras frentes y préndase fuego a la mecha. El resultado es de lo más maravilloso y reconfortante… Medio kilo de esta excelente sustancia basta para hacer saltar por los aires a unos cuantos explotadores; ¡no lo olvidéis!».
No era Inglaterra entonces un terreno propicio para la vehemencia de Most y entonces emigró a los Estados Unidos. Su entrada en la escena norteamericana no pudo ser más apoteósica. Fue recibido con un mitin multitudinario y en poco tiempo, se puso a la cabeza de las dispersas huestes libertarias —compuestas primordialmente por emigrantes europeos y consiguió arrancar una importante fracción de las filas socialistas a través de varios debates públicos donde impuso su talla como polemista y orador. El medio primordial de la influencia de Most en Norteamérica fue la emigración que hablaba en alemán. Con la colaboración de Albert Parsons y de August Spies, Most redactó el famoso Manifiesto de Pittsburg, en el que se limita a reproducir esquemáticamente algunas de las ideas motrices de Bakunin. En primer lugar —y no es casualidad— el Manifiesto dice que «debía de destruirse por cualquier medio el orden social existente»; en segundo término postula la necesidad de organizar la producción siguiendo el esquema colectivista de su maestro y, en tercer lugar, exigía el «libre intercambio de productos equivalentes por y entre organizaciones productoras no lucrativas, sin mediación del comercio». Su ideario incluía además el federalismo, las cooperativas de producción, pero sobre todo insistía en la rebeldía permanente y por cualquier medio. Most se mostró largamente reacio a los planteamientos comunistas de Kropotkin.
Siguió publicando Freiheit, así como algunos folletos como La peste religiosa (1883), La bestia propietaria, La sociedad libre, donde desarrolla su concepción más personal del anarquismo y en 1899 muestra de su conversión al comunismo publicando El comunismo libertario. Ya 1891 había publicado en alemán el libro de Bakunin Dios y el Estado. En 1897, Most se hizo cargo de otro periódico, el Diario de los Trabajadores. En 1886, después de los sucesos de Haymarket, una de sus editoriales incendiarias le llevaron de nuevo a la cárcel, esta vez a la penitenciaria de Blakwell, Nueva York. Poco después lo descubrió Emma Goldman, que se sintió fascinada por su fulgurante personalidad. Él se sintió idolatrado y quiso tenerla a su servicio. Lo «único que le importa, dice, es tener cerca a su mujercita». Cuando demuestra su independencia, Most se siente traicionado. En 1891 Emma se aproximó a los adversarios de Most dentro del movimiento, al grupo «Autonomy», en el que Joseph Peukert tenía el papel más activo. Este grupo criticaba a Most por su tendencia conspiradora y autoritaria. En tanto que Emma Goldman se insertó en un movimiento crítico y radical muy amplio, Most siguió aferrado a su ámbito germano y fiel a los métodos violentos y conspirativos. Nunca llegó a ejercer una influencia social organizada. Siguió luchando con su periódico hasta que la muerte le sorprendió durante una gira de agitación. Su figura atrajo la imaginación de Henry James que lo inmortalizó como el misterioso Hoffdahl de su obra La princesa Casamissima. Rudolf Rocker escribió una biografía suya, Joham Most. La vida de un rebelde (La Protesta, Buenos Aires, 1927).
(2). Cf. Living my life (hay una traducción castellana editada por la Fundación Anselmo Lorenzo en dos volúmenes). A considerar también: Emma Goldman. Anarquista de ambos mundos, Campo abierto, ed. Madrid, 1978 (hay una edición Laia de Barcelona con otro subtítulo: Una anarquista en la tormenta del siglo). Otra biografía suya es la de Richard Drinon Rebelde en el paraíso, Ed. Americalee, Buenos Aires, 1960.
(3). Cf. Cinco mujeres contra el zar, Ed. ERA, México, 1981.
(4) El primero de mayo de 1886 los trabajadores de máquinas agrícolas de McCormick de Chicago se declararon en huelga para obtener una jornada de trabajo de ocho horas. El día tres con ocasión de un mitin solidario la policía cargó contra los trabajadores, entonces fue cuando una bomba anónima estalló causando cuatro muertos y una veintena de heridos. La administración americana, a falta de culpable conocido, quiso hacer un escarmiento contra el movimiento obrero y tras un juicio fantoche asesinó a los organizadores de un Congreso anarquista celebrado en las proximidades, en Pittbourg, aunque ninguno de los inculpados estuvo en el mitin. Su voluntad de ser enterrada junto a los «mártires de Chicago» fue respetada por la administración Roosevelt.
(5). León Czolgosz se había acercado a Emma en una ocasión pero sus amigos sospecharon de él. Era muy posible que hubiera realizado el atentado para hacerse valer en el medio anarquista más radical.
(6). Prólogo de Tráfico de mujeres y otros ensayos sobre el feminismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1977, p. 14. Algunos de sus escritos (Amor y matrimonio, La tragedia de la emancipación femenina, fueron publicados por las Mujeres Libres.
(7). Ibidem, p.18.
(8). “La más bella flor de esa evolución libertaria -de los demócratas de izquierda- entre americanos que, sin preocuparse de las escuelas socialistas y anarquistas europeas, trataban simplemente de combinar al máximo de libertad, de solidaridad y de sentimientos revolucionarios como abnegados para los trabajadores explotados, para las mujeres enfeudadas a las costumbres de la familia, para la humanidad sometida a los gobernantes fue Voltairine de Cleyre (1886-1912) inspirada sus comienzos por el libre pensamiento, el martirologio de Chicago y las ideas e impulsiones de ayer, D. Lum (1839-1893), pero llegada durante sus veinticinco años de actividad a una concepción de la anarquía que fue tal vez la más amplia, tolerante, y además seria, reflexiva, que conocemos al lado de Eliseo Reclús. En su conferencia sobre la anarquía dada en Filadelfia de 1902, explica las diversas concepciones, la individualista, la mutualista (Lum), las colectivistas, la comunista en perfecta igualdad y explica las diferencias por los ambientes y personalidades donde han nacido. Si se hubiera dado siempre en esta posición, cuántas animosidades estériles nos habrían sido ahorradas!” Max Nettlau, Historia de la anarquía, Ed. Zafo, Barcelona, 1978. Cuando un senador reaccionario dijo que daría gustosos mil dólares por disparar a bocajarro contra un anarquista, Voltairine se ofreció como blanco.. Esto fue lo que hizo, ser el blanco de un pistolero, seis años más tarde y quedó desde entonces maltrecha. Sin embargo, ella no quiso llevar al autor a los tribunales.
(9) Tráfico de mujeres, Pág. 38.
(10) Quizás uno de los aspectos positivos de esta película sea su colaboración al redescubrimiento de Emma que empero, aunque muy bien interpretado por Mauren Stapleton, aparece extrañamente como una mujer solitaria, sin Berkman y bastante cortada de su contexto real de intervención. Sobre Reds me permito señalar mi trabajo sobre la película aparecido en la antología de John Reed titulada Rojos y Rojas (Ed. Intervención cultural/El Viejo Topo, Barcelona, 1999).
(11). Esta fórmula era la defendida por los teóricos del «Industrial Worker of World”, de inspiración marxista. Se trataba de una dictadura del proletariado basada en los sindicatos y el control obrero de las industrias.
(12). Una versión bastante detallada y reflexiva sobre estos acontecimientos es la de Paul Avrich, Kronstadt 1921, Ed. Proyección, Buenos Aires. Avrich demuestra que: a) los ocupantes de la fortaleza no eran anarquistas y querían unos soviets sin bolcheviques; b) que los blancos deseaban fervientemente su victoria; c) que los bolcheviques no tuvieron más remedio que intervenir. Me remito a los artículos sobre la cuestión aparecido en Kaos.
(13). Dos años en Rusia, Pequeña Biblioteca, Mallorca, 1978, págs. 27-28. Berkman publicó tres pequeños libros sobre el tema: La rebelión de Kronstadt, El mito bolchevique y La revolución rusa y el Partido Comunista. Emma Goldman igualmente trata ampliamente el tema en su autobiografía.

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