Biografía del luchador anarquista Aurelio Fernández Sánchez
(1897-1971)
Por Agustín Guillamón
FERNÁNDEZ SÁNCHEZ, Aurelio (1897-1971)
En la lucha de clases
Nació en Oviedo el 29 de septiembre de 1897, según consta en
su partida de nacimiento, hijo de Manuel y Joaquina. Mecánico ajustador de
profesión. Creció en el barrio ovetense de La Corredería. Formaba parte de una
familia numerosísima. Heredó el apodo familiar de “el Jerez”, aunque también le
pusieron individualmente el de “el Cojo”, por una cojera permanente
consecuencia de su fuga de la cárcel de Oviedo, donde estaba preso por su
intervención en la huelga general de 1917.
En 1916, a los 19 años de edad, había tenido dos hijas
gemelas, María Leonor y Bernardina Fernández Peláez, nacidas el 2 de agosto.
Los 19 años de edad del padre, que constan en la partida de nacimiento de
ambas, certifican que su año de nacimiento fue 1897. Su madre era Soledad
Peláez, también de 19 años de edad. Aurelio enviudó muy pronto. En la huelga
general de 1917, en Asturias, formó parte de los militantes ugetistas que se
opusieron a la orden de terminar la huelga, hasta que su resistencia fue
aplastada por las tropas de regulares, formadas por marroquíes, que por primera
vez se utilizaban en la península. Aurelio huyó de la zona, refugiándose
durante algún tiempo en Logroño y Zaragoza.
Ya en Barcelona, afiliado al Sindicato del Metal de la CNT,
conoció a Pedro Mateu y el resto de compañeros de ese sindicato, que atentaron
exitosamente contra Dato, el 8 de marzo de 1921. Eusebio Brau, obrero
metalúrgico, le puso en contacto con Juan García Oliver, que estaba formando un
grupo de acción por orden del CR. Aurelio se integró en 1922 en ese grupo, que
tomó el nombre de Los Solidarios. En el seno del grupo conoció a María Luisa
Tejedor, también asturiana, que sería su compañera hasta 1931. Su biografía se
fundió, desde ese momento, con la historia de ese grupo, en el interior del
cual Aurelio Fernández asumió las tareas de infiltración y propaganda en el
seno del ejército, captando a diversos suboficiales a la causa revolucionaria y
constituyendo entre los soldados Comités Antimilitaristas.
El 25 de agosto de 1922 el destacado líder cenetista Ángel
Pestaña fue gravemente herido en Manresa por pistoleros del Sindicato Libre.
Pocos días después intentaron rematarlo en el hospital.
El 23 de febrero de 1923 Joan García Oliver, en una reunión
realizada en el bar La Tranquilidad con varios delegados de distintos grupos de
afinidad anarquistas, expuso su táctica de “gimnasia revolucionaria», que fue
aprobada con el nombramiento de un comité de coordinación de grupos de defensa,
constituido por Aurelio Fernández y Ricardo Sanz.
El 10 de marzo de 1923 Salvador Seguí y Francisco Comas, “el
Perones”, fueron asesinados por pistoleros a sueldo de la patronal, a la salida
del bar La Trona, en la calle de la Cadena.
Aurelio intentó atentar, en compañía de Francisco Ascaso y
Rafael Torres Escartín, contra Severiano Martínez Anido, uno de los principales
responsables del terrorismo de Estado en curso, a quien persiguieron hasta San
Sebastián y La Coruña, sin resultados positivos. En el viaje de regreso a
Barcelona, Aurelio fue directamente a Barcelona, mientras Francisco Ascaso y
Torres Escartín decidieron hacer un alto en Zaragoza, para atentar contra su
arzobispo, el cardenal Soldevila, fascista (que promovió y financió el
Sindicato Libre y el asesinato de sindicalistas del Único) y monjeriego (adecuado
cruce de monja y mujeriego), que fue ajusticiado el 5 de junio de 1923.
El 1 de septiembre de 1923 planificó y participó, junto a su
hermano Ceferino, Adolfo Ballano, Eusebio Brau, Miguel García Vivancos,
Gregorio Suberviola, Rafael Torres Escartín y Buenaventura Durruti en el atraco
al Banco de España, en Gijón, cuyo botín debía servir para comprar armamento y
auxiliar a los detenidos por el atentado contra el Cardenal Soldevila (entre
los que estaba Francisco Ascaso).
El 13 de septiembre de 1923, Primo de Rivera, capitán
general de Cataluña, dio un golpe de Estado, pactado con el monarca, que tenía
el consentimiento de la Lliga (Cambó) y de la Mancomunitat (Puig Cadafalch),
instaurando una férrea dictadura, que dio carta blanca al peor enemigo del
movimiento obrero: Severiano Martínez Anido, que sumió a la CNT en la
clandestinidad y una larga oscuridad.
El 24 de febrero de 1924 la policía secreta asesinó, por
orden expresa del Ministro de Gobernación, a Gregorio Suberviola y a Manuel
Campos, ambos militantes del grupo Los Solidarios. Ese mismo día, Aurelio
Fernández, junto a Adolfo Ballano y su hermano Ceferino, habían sido detenidos
en Barcelona. Aurelio y Ceferino fueron trasladados a Gijón, para ser juzgados
por el atraco al Banco de España de esa ciudad. Se acusaba a Aurelio de haber
disparado al director del banco y posteriormente, en la calle, a una guardia.
Aurelio fue condenado a varios años de prisión, pero consiguió fugarse de la
cárcel de Zaragoza en noviembre de 1924.
En 1925, Durruti, Francisco Ascaso, García Vivancos, García
Oliver y Aurelio Fernández, todos del grupo Los Solidarios, estaban exiliados
en París. Aurelio Fernández y García Oliver convivieron durante una temporada
en la misma vivienda, auxiliados por Manuel Pérez, “el canario”.
En julio de 1926 Aurelio participó en el intento fallido de
atentado contra Alfonso XIII, en París. En octubre pasó a Bélgica. Regresó a
España, en compañía de García Oliver, por Vera de Bidasoa. En diciembre de 1926
fue detenido por poco tiempo en Bilbao, junto con su compañera María Luisa
Tejedor, por el llamado complot del Puente de Vallecas.
En 1927 fue detenido en Madrid y juzgado por intento de
regicidio. En junio de 1927 publicó, desde la prisión, un artículo sobre el
apoliticismo anarquista en el diario El Noroeste. Estuvo en la prisión de
Cartagena hasta la proclamación de la República en abril de 1931.
A la salida de la cárcel se integró en el grupo Nosotros.
Participó en la preparación de diversas insurrecciones revolucionarias, como la
enero de 1933. En marzo de 1933 intervino como orador en el mitin de afirmación
sindical, convocado en el cine Galileo del barrio de Sants, completamente
rodeado por la policía. En diciembre de 1933 fue condenado a un año de prisión.
Vivía ahora con una nueva compañera: Violeta Fernández Saavedra, socia del
Ateneo Libertario de El Clot y miembro del grupo Sol y Vida, de filosofía
naturista, que fomentaba el excursionismo como método para enseñar y propagar
los valores éticos anarquistas.
En noviembre de 1934 fue detenido en una redada realizada en
el bar La Tranquilidad. A la salida de la cárcel fue miembro del Comité de
Defensa Regional de Cataluña.
En enero de 1935 el Grupo Nosotros formó parte del Comité
Local de Preparación Revolucionaria, que organizó los comités de defensa como
un ejército revolucionario capaz de enfrentarse y vencer al ejército
profesional, y planificar la transformación de la industria catalana en una
industria de guerra. A mediados de 1935, Aurelio fue detenido de nuevo, junto a
Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Antonio Ortiz y cientos de
anarcosindicalistas
Durante la campaña electoral de febrero de 1936 el grupo
Nosotros intervino en incontables mítines en favor de la amnistía. Ese grupo de
afinidad era partidario de la participación de los cenetistas en las
elecciones, rompiendo con el tradicional abstencionismo ácrata. Argumentaba que
si ganaban las derechas el golpe fascista sería inmediato, pero que si ganaban
las izquierdas el golpe derechista se retrasaría medio año, los revolucionarios
podrían prepararse con tiempo suficiente y los presos saldrían a la calle.
En la guerra
El 19 y 20 de julio de 1936 Aurelio intervino destacadamente
en los combates callejeros, como miembro del grupo Nosotros, constituido en
Comité de Defensa Confederal que coordinó la insurrección obrera; organizada,
preparada y ejecutada por los comités de defensa de la CNT. A propuesta de
García Oliver se adoptó la táctica de dejar que la tropa saliera a la calle sin
hostigarla, porque sería más fácil derrotarla fuera de los cuarteles.
Los líderes anarcosindicalistas predicaban mediante el
ejemplo, interviniendo directamente en las luchas callejeras. Entre las once y
las doce del mediodía del 19 de julio, las tropas sublevadas habían sido
derrotadas, tras más de seis horas de combate en la Brecha de San Pablo. Las
tropas de los cuarteles de Pedralbes y de Lepanto, en la periferia, conectaban
con el cuartel de caballería de la calle Tarragona, y desde allí, pasando por
plaza de España y la Brecha de San Pablo enlazaban con el núcleo central de la
sublevación, sito en Capitanía-Atarazanas. Esa conexión había sido rota por los
comités de defensa cenetistas. La victoria en la Brecha de San Pablo, que se
extendió inmediatamente a todo el Paralelo, era el principió del desastre de
los sublevados. Mientras Francisco Ascaso saltaba de alegría blandiendo el
fusil por encima de su cabeza, García Oliver no dejaba de gritar: “¡sí que se
puede con el ejército!” En este punto crucial de la ciudad los
anarcosindicalistas, entre los que se encontraban Francisco Ascaso, Juan García
Oliver, Antonio Ortiz, Gregorio Jover, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, Quico
Sabaté y tantos otros combatientes anónimos, habían derrotado al ejército por
primera vez en la historia.
El 20 de julio por la tarde, Aurelio Fernández, en
sustitución del fallecido Francisco Ascaso, formó parte del Comité de Enlace,
junto a Buenaventura Durruti, Joan García Oliver, Josep Asens y Abad de
Santillán, que se entrevistó con Companys en la Generalidad, aceptando debatir
su oferta de colaborar con el resto de fuerzas antifascistas en un organismo
común. Ese mismo día, por la noche, se efectuó la primera reunión informal del
Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA); en la conversación inicial,
rompiendo el hielo, alguien preguntó quién había vencido al ejército: Aurelio
Fernández respondió: “los de siempre; los piojosos”.
En el Pleno de Locales y Comarcales del 21 de julio de 1936,
reunido en la Casa CNT-FAI, secundó la propuesta de García Oliver de “ir a por
el todo”, que fue derrotada con el único voto favorable de la Comarcal del Bajo
Llobregat (Josep Xena). Se aceptó mayoritariamente la propuesta de Federica
Montseny (por convicción) y de Abad de Santillán (por temor a una intervención
extranjera) de colaborar con el gobierno de la Generalidad y el resto de
fuerzas antifascistas en el nuevo organismo denominado CCMA.
El 22 de julio se difundió el Bando de creación del CCMA,
firmado por Artemi Aguadé, Jaume Miravitlles y Joan Pons, por ERC; Tomás
Fábregas por Acció Catalana (AC); Josep Torrents por Unió de Rabassaires (UR);
Josep Rovira por el POUM, Josep Miret por Unió Socialista de Catalunya (USC);
José del Barrio, Salvador González y Antonio López Raimundo por UGT; Durruti,
García Oliver y Asens por la CNT y Abad de Santillán y Aurelio Fernández por la
FAI.
En las reuniones del CCMA García Oliver desempeñó un papel
de liderazgo, encargándose de la secretaría de Guerra. Aurelio Fernández fue el
representante de la FAI en el CCMA. Fue nombrado Jefe del Departamento de
Investigación y Vigilancia. Era el máximo organizador y responsable político de
las Patrullas de Control, dirigidas por sus subordinados: José Asens (CNT) y
Tomás Fábregas (AC). Desde octubre de 1936, disuelto el CCMA, fue Secretario
general de las Junta de Seguridad Interior de Cataluña, en la que mantuvo
constantes enfrentamientos con los estalinistas y con el consejero Artemi
Aguadé.
Durante el verano de 1936, además de su destacado papel en
la dirección de las Patrullas de Control y sus tareas militares en el CCMA,
organizó en cada columna confederal un grupo de investigación. También ejercía
un estricto control cenetista de las fronteras.
El 26 de agosto de 1936 firmó como testigo del fusilamiento
en el castillo de Montjuic, a las seis de la mañana, de los militares rebeldes
López Varela, López Belda, López Amor y Lizcano de la Rosa. El resto de
testigos del fusilamiento eran Joan Pons (ERC), Tomás Fábregas (AC), Santillán
(FAI), Salvador González (PSUC), Josep Torrents (UR), Carlos Caballero, Miquel
Albert, Manuel Díaz y Rafael Grau. La firma como testigos se hacía en
representación del acuerdo tomado por el CCMA, y en aplicación de la sentencia
del Consejo de Guerra celebrado contra esos militares rebeldes en el barco
Uruguay.
En las distintas y reiteradas reuniones de los comités
superiores, celebradas en agosto y septiembre de 1936, nadie se opuso a la
disolución del CCMA. En las discusiones y debates entre las distintas
organizaciones antifascistas, en el seno del CCMA, nadie dudaba, salvo los
anarquistas empeñados en engañarse a si mismos, que se iba a la formación de un
nuevo gobierno de la Generalidad, se le llamara “consejo” o no. El debate sobre
el programa del nuevo gobierno, que suprimiría al CCMA, giraba en torno a los
conceptos de “socializante”, propugnado por el POUM, o “antifascista”,
impulsado por ERC y PSUC. La CNT-FAI mantenía su característica ambigüedad: la
economía era tarea del Consejo de Economía, la guerra sería labor del llamado
Consejo de Defensa de la Generalidad.
Juan García Oliver, Marcos Alcón, Aurelio Fernández y José
Asens pensaban realmente que el programa del “Consejo” carecía de importancia.
Era sólo el pago a efectuar para evitar el aislamiento. Lo importante, para
ellos, era que la CNT continuara controlando las distintas consejerías,
mediante comisiones técnicas, como sucedía con notable éxito y eficiencia en el
Consejo de Economía o en la Comisión de Industrias de guerra, porque
consideraban que mientras buena parte
del aparato militar y policial siguiera estando en manos de la CNT-FAI
controlarían la situación existente. Tal indefinición, ambigüedad e
incoherencia les llevaba, sin remedio, a secundar el programa de unidad
antifascista, esto es, de ese antifascismo que proponía la constitución de un
gobierno fuerte capaz de “ordenar” la economía y ganar la guerra.
Aurelio Fernández, en la reunión de comités superiores del
16 de septiembre de 1936 propuso la destitución de Antonio Ortiz, al que
responsabilizaba de los crímenes atribuidos a la Brigada de la Muerte, dirigida
por Fresquet, aunque finalmente, ante las conclusiones mayoritarias de los
reunidos, favorables a Ortiz, retiró tal propuesta.
El 19 de septiembre se le nombró, junto a Vidiella y
Miravitlles, miembro de la comisión que debía viajar a Madrid para gestionar
ante el gobierno de la República la petición de Tarradellas de trasladar a
Cataluña la fábrica de armas de Toledo y un millón de cartuchos almacenados en
esa ciudad. El gobierno republicano, dirigido por el socialista Largo
Caballero, respondió negativamente y el 28 de septiembre todo (maquinaria,
planos, ingenieros y personal especializado, el millón de cartuchos) cayó
intacto en manos del ejército franquista. ¡Ni siquiera fue destruido!
El 20 de septiembre en el salón del trono de Capitanía, a
las 18 horas, se reunió una sesión especial del CCMA a la que asistieron Juan
García Oliver, Tomás Fábregas, Marcos Alcón,
Rafael Vidiella, Jaume Miravitlles, Aurelio Fernández, Josep Torrents y
Julián Gorkin, además de invitados como Sesé por la UGT, Vázquez por la CNT,
Escorza por la FAI y Calvet por UR, para entablar conversaciones con los
delegados marroquíes Mohammed El Ohazzari y Omar Abd-el-Jalil, representantes
del Comité de Acción Marroquí (CAM), que habían llegado a Barcelona a primeros
de septiembre con el objetivo de obtener ayuda para la independencia de
Marruecos. En esta reunión se formalizó solemnemente el apoyo del CCMA a la
delegación marroquí, para conseguir que el Gobierno de la República declarase
la independencia del protectorado español en Marruecos. La sesión, de carácter
protocolario, fue muy breve.
Existe una fotografía (reproducida en la página 217 del
libro de Abel Paz sobre la cuestión marroquí), tomada tras la firma del
compromiso entre el CAM y el CCMA, en la que el autor reconoce, entre otros y
de izquierda a derecha, a Marcello Argila Pazzaglia, los dos delegados
marroquíes, Juan García Oliver, Julián Gómez García “Gorkin”, Manuel Estrada
Manchón, Rafael Vidiella, Mariano Rodríguez Vázquez “Marianet”, Manuel Escorza
del Val (con muletas) y Aurelio Fernández Sánchez.
El 1 de octubre de 1936 una delegación de la CNT, formada
por Durruti, García Oliver, Santillán, Aurelio Fernández y Sandino, se reunió
con Tarradellas, en su despacho de Hacienda en el Palacio de la Generalidad. Durruti
salió poco después, pretextando que debía acudir a otros menesteres. Más tarde
llegaron Miravitlles, Tomás Fábregas, Pons, Miret, González, Vidiella, Soler,
Guarner, Jiménez de la Beraza, Perramón y Josep Torrents, que cumplimentaron al
Presidente Companys, que confirmó a los periodistas, poco después, la noticia
de la disolución del CCMA.
En octubre de 1936, el retorno al “nuevo” orden público,
pactado entre el Gobierno de la Generalidad y los comités superiores
libertarios, supuso que se considerase “anormal” y transitoria la violencia
revolucionaria del verano. En todo caso, ya no se reconocía lo qué había pasado
en julio: había que pasar página. Sólo importaba la unidad antifascista para
ganar la guerra.
Algunos perdieron el paso, y no se habituaron nunca al
cambio entre una situación de justicia revolucionaria espontánea y atomizada,
que duró algunas semanas, y la paulatina restauración del monopolio de la
violencia por las instituciones estatales, que marcó el tránsito a una justicia
republicana. Y sufrieron una especie de desajuste temporal, como Fresquet.
Otros, por el contrario, impulsaron, protagonizaron y vivieron esos cambios
desde primera fila, marcando los tiempos y los pasos de esa transformación,
como Aurelio Fernández. Aurelio, que había sido el principal organizador,
durante el verano de 1936, de las Patrullas de Control, en octubre había sido
nombrado secretario de la Junta de Seguridad, desde donde intentó la aceptación
del nuevo orden por los patrulleros, no sin plantearse en algún momento (dada
la inquina, sabotaje y odio antilibertario de estalinistas y republicanos) la
necesidad de romper la unidad antifascista y tomar una vía revolucionaria
autónoma.
En abril de 1937 fue nombrado Consejero de Sanidad de la
Generalidad. Y paradójicamente fue preso antifascista desde agosto de 1937,
acusado primero del atentado contra Josep Andreu Abelló, y luego por el caso de
los maristas.
El 2 de octubre de 1936, Aurelio Fernández cobró un primer
pago de cien mil francos por el rescate de los maristas, bajo promesa de que se
les dejaría cruzar la frontera francesa.
En el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya (DOGC)
del día 4 de octubre de 1936, por decreto firmado el día 2, Aurelio Fernández
era nombrado Secretario General de la Junta de Seguridad Interior. Desde ese
momento las Patrullas de Control pasaban a ser dirigidas colectivamente por esa
Junta de Seguridad. Para la CNT-FAI se trataba de conservar las llaves del
Orden Público y de las Milicias, en el preciso momento en que se procedía a la
disolución del CCMA. La presencia de todas las organizaciones antifascistas en
el gobierno de la Generalidad suponía un paso de gigante en el restablecimiento
de la legalidad republicana y de recuperación de todas las funciones estatales.
Para los políticos burgueses se trataba de acabar con todos esos comités
revolucionarios que, en cada localidad, ejercían soberanamente todo el poder,
desde la recaudación de tributos y mantenimiento de patrullas de control
propias hasta la financiación de obras públicas para solucionar el paro.
Aunque la Junta de Seguridad Interior parecía, al principio,
una continuidad de los servicios de policía prestados por el CCMA, en realidad
todo había cambiado, porque quien ahora tenía todos los resortes del mando era
Artemi Aguadé, el Consejero de Seguridad Interior, que a su vez dependía del
gobierno de la Generalidad. Que algunos de los cargos importantes de esa nueva
Junta estuviesen en manos de la CNT-FAI era sólo una necesidad inicial,
provisional, para la reafirmación y consolidación de esa Junta. Esos cargos
cenetistas (Aurelio Fernández, Eroles, Asens) podían ser revocados por el
gobierno, o ninguneados por el Consejero de Seguridad Interior.
La dualidad de poderes en el seno de la Junta se convirtió
en un campo de batalla más entre los cenetistas y el gobierno. Mientras los
cenetistas querían convertir la Junta de Seguridad en una plataforma que les
permitiese controlar el Orden Público, desde su predominio en las Patrullas de
Control; Aguadé potenció y consolidó, por decreto del 4 de marzo de 1937, un
nuevo Cuerpo Único de Seguridad (que unificaba guardias de asalto y Guardia
civil), capaz de sustituir a las Patrullas de Control.
Fue ése un largo proceso, que se inició en octubre de 1936 y
terminó a principios de junio de 1937. El problema formal planteado en torno al
Reglamento de la Junta de Seguridad, lo que realmente cuestionaba era si esa
Junta era independiente del gobierno y tenía suficiente personalidad y
capacidad para decidir en los asuntos de Orden Público, como pretendían Aurelio
Fernández y Dionisio Eroles; o bien era un simple anexo para asesorar al
Consejero de Seguridad Interior, como pretendía y quería el gobierno de la
Generalidad.
Que el 8 de octubre de 1936 Barcelona siguiera estando
sometida a numerosos controles internos, mediante barricadas y patrullas, nos
da idea de la fuerza amenazadora que el gobierno de la Generalidad quería
domesticar, mediante la integración de los dirigentes libertarios en una Junta,
considerada como una institución auxiliar del Consejero de Seguridad Interior.
El gobierno de la Generalidad necesitaba integrar a los cenetistas en esa
Junta, si quería controlar el Orden Público. Que Dionisio Eroles y Aurelio
Fernández considerasen la Junta de Seguridad, como un ente independiente del
gobierno, y al Consejero, como un mero enlace entre la Junta y la Generalidad,
explica las crecientes divergencias en el seno de la Junta ¿No era iluso creer
que una institución gubernamental podía ser una plataforma adecuada para
mantener la autonomía de la CNT?
El 9 de octubre de 1936, Aurelio Fernández y Antonio Ordaz
cobraron cien mil francos, en concepto de segundo y último plazo del rescate de
los maristas, entregados en Barcelona por el Superior de la orden marista en
Francia. El día anterior (8 de octubre) 42 maristas habían sido fusilados. El
rescate se había convertido en una trampa policial.
El 10 de octubre, en una reunión del CR, el Comité de la
Junta de Seguridad comentó el caso de “los ciento diez maristas”. La terrible
lógica represora de Aurelio Fernández, y otros muchos, se fundamentaba en la
consideración de los maristas, en edad militar, como desertores y enemigos que,
en una situación de guerra civil como la existente, debían ser exterminados sin
piedad en la retaguardia, igual que se mataba a los fascistas en el frente.
Eran consideradas, por sus protagonistas, como acciones de combate. En una
guerra al enemigo se le mata, por serlo.
Cuando los anarquistas mataban curas y quemaban iglesias y
conventos sabían bien lo que hacían. No era algo irracional. Atacaban, en una
angustiosa y despiadada situación bélica provocada por una asonada militar, no
sólo a una parte importante del emporio financiero del régimen monárquico, con
poderosos intereses económicos y latifundistas, que pretendía además el
monopolio de la educación y la moral, sino que se enfrentaban al aparato
ideológico esencial del Estado monárquico. La Iglesia Católica no sólo fue
cómplice del golpe de estado fascista del 19 de julio de 1936, fue su motor
impulsor, su causa primera, su base económica, su justificación ética y
finalmente la institución que daba su bendición y el perdón religioso de todas
las atrocidades cometidas, así como su gloriosa exaltación como deber
patriótico. La Iglesia no era un ente neutral y su cruz era la cruz gamada. Era
muy difícil o imposible y demasiado sutil en una situación bélica, cualquier
intento de separar a los individuos de la institución a que pertenecían y
servían.
La sublevación militar y fascista conllevó en Cataluña el
hundimiento del aparato estatal republicano, la extrema debilidad del gobierno
autónomo de la Generalidad, y esto significaba la desaparición de toda
autoridad estatal en el terreno del orden público y de la justicia; tareas que
fueron asumidas por los comités revolucionarios surgidos en julio de 1936.
Comités formados conjuntamente por
CNT-FAI, PSUC-UGT, ERC, y a veces por AC y Estat Catalá. En esos comités se
daba frecuentemente una preponderancia anarquista, pero nunca estaban formados
sólo por anarquistas, y su responsabilidad era siempre colectiva.
Toda revolución social, incluida la de 1936, viene precedida
por una etapa en la que la violencia estructural sobre el pueblo se hace
insostenible y odiosa, después de décadas de sometimiento. La Iglesia fue el odiado y eficaz ideólogo de
la opresión del proletariado en la sociedad del antiguo régimen monárquico;
luego fue el cerril opositor al reformismo de la Segunda República y, en julio
de 1936, el cómplice necesario y activo del sangriento golpe de militares y fascistas,
por no hablar del papel represor y exterminador que ejercía en la España
fascista, donde habían triunfado los facciosos. Militares felones, curas,
derechistas, carlistas, falangistas y fascistas, eran el enemigo mortal a
combatir y batir, tanto en el frente como en la retaguardia (la “quinta
columna”).
Aurelio Fernández y Antonio Ordaz habían entablado
conversaciones con la Superioridad de la orden de los maristas en Francia,
pactando un rescate de doscientos mil francos por liberar a los maristas, perseguidos
y acosados como enemigos del régimen y desertores.
Todos los maristas jóvenes, menores de veinte años, habían
cruzado la frontera en Puigcerdá, porque no estaban encuadrados militarmente.
El resto fueron devueltos a Barcelona y embarcados en un buque, en el puerto de
Barcelona, que debía trasladarlos a Francia. Pero el día 8 fueron conducidos a
la prisión de San Elías. El rescate se había convertido en una “brillante”
operación policial.
Sin embargo, el asesinato de esos cuarenta y dos maristas era
una acción innecesaria e inútil, que afectaba al prestigio del propio proceso
revolucionario. Hoy sabemos que los 42 maristas habían sido fusilados por
decisión personal y arbitraria de Antonio Ordaz, en evidente desafío a las
consignas de la Organización.
Esos patrulleros, que en julio, agosto y septiembre habían
ejercido funciones policiales, judiciales y ejecutivas, al mismo tiempo, en una
situación de crisis institucional, y de vacío de poder, a causa del caos
provocado por la sangrienta insurrección fascista: ¿Habían comprendido que esos
tiempos tocaban a su fin, o que ya habían pasado? ¿Deberían haberlos entregado
a una justicia burguesa en la que desconfiaban? ¿Renunciar a ese poder, que aún
ejercían, sobre la vida y la muerte del enemigo de guerra, no equivalía a
admitir su derrota y la derrota de la revolución?
Las revoluciones nunca, en ningún lugar, han sido perfectas,
puras e inmaculadas, sino que son contradictorias y torpes, cometen errores y
excesos, pueden ser ingenuas, salvajes o irritantes, con momentos sublimes de
solidaridad o sacrificio, seguidos de sucesos atroces. Pero por muy sangrienta
que fuese la represión revolucionaria, desde la Revolución Francesa del siglo
XVIII a la Revolución Española de 1936, siempre han sido superadas con creces
por la represión contrarrevolucionaria que ha seguido a su derrota. En el caso
catalán los anarquistas sufrieron dos salvajes oleadas represivas: la del
verano de 1937 impulsada por estalinistas y republicanos y los cuarenta años y
más del franquismo y la Transición.
El 13 de octubre de 1936 José Asens Giol fue excarcelado en
Suiza, donde estaba preso desde el día 1 de octubre, acusado de tráfico de
armas, gracias a las presiones que Aurelio Fernández y las Patrullas de Control
realizaron sobre ciudadanos suizos residentes en Barcelona[1].
El viernes 16 de octubre, a las cero horas, bajo la
presidencia del Consejero Artemi Aguadé, se reunió la Junta de Seguridad
Interior[2], que contó con la asistencia de Guinart, Pons, Eroles, Gil, Olaso,
Vidiella, Rebull, Coll, Tasis y el secretario general Aurelio Fernández. Leída
y aprobada el acta anterior, se volvió a debatir el tema de la reorganización
de los Servicios de Orden Público.
Guinart y Pons, en nombre de ERC, propusieron el
nombramiento de cuatro cargos, permitiendo así un reparto de la dirección entre
las cuatro organizaciones que participaban en la Junta de Seguridad, que se
hacía del siguiente modo: Comisario de Orden Público (ERC), Jefe de Servicios
de Comisaría (CNT), Inspector de Servicios (PSUC) y Secretario de Comisaría
(POUM).
Los nombramientos los realizaría libremente cada
organización, serían aprobados luego por la Junta de Seguridad y aceptados
finalmente por el Consejo de la Generalidad. En esa proposición se consideraba
que los Servicios de Policía seguirían dependiendo del Consejero de Seguridad
Interior, a propuesta de la Junta de Seguridad.
Vidiella y Tasis se mostraron de acuerdo con la propuesta de
ERC.
Aurelio Fernández dijo estar dispuesto a aceptar tal
propuesta, en aras de demostrar su deseo de colaboración, pero con algunas
reservas. La primera, que “los cargos han ser ocupados por elementos de la
Junta de Seguridad”; en segundo lugar, “que donde dice que los Servicios de
Orden Público dependerán del Consejero con la cooperación de la Junta de
Seguridad, entiende que ha de decir que dependerán del Consejero y de la Junta
de Seguridad”.
No era una corrección trivial. Aurelio Fernández, en nombre
de la CNT, consideraba a la Junta de Seguridad como un ente independiente del
gobierno, y al Consejero, como un mero enlace entre la Junta y la Generalidad.
La propuesta de ERC, por el contrario, pensaba que la Junta de Seguridad debía
estar dirigida por el Consejero, y que éste estaba sometido al gobierno de la
Generalidad.
Tras un amplio y animado debate, en el que se confrontaron
distintas opiniones, se acordó que la Junta de Seguridad sería informada de los
nombres, antes de ser aprobados por el Consejo de la Generalidad.
A propuesta de Eroles, se acordó, por unanimidad, el
nombramiento del comandante Alberto Arrando como Jefe de las fuerzas de Seguridad
y Asalto[3].
El 20 de octubre se produjo un enfrentamiento entre Aurelio
y Artemi sobre la retención y procesamiento de los detenidos por patrullas de
control
En la reunión de comités superiores del 22 de octubre Joan
Pau Fábregas habló sobre el caso de los maristas. Su intervención fue
paradigmática, cruel y significativa de un estado de ánimo muy extendido, en
ese momento, entre los confederales: en una guerra al enemigo se le mata o te
mata. Fábregas no era un hombre de acción, sino un intelectual, Consejero de
Economía, militante cenetista de tendencia moderada, impulsor y negociador del
Decreto de Colectivizaciones, importante pacto entre los cenetistas y el resto
de fuerzas políticas antifascistas, entre cenetistas y el gobierno de la Generalidad.
Los maristas eran el enemigo emboscado en la retaguardia; ese mismo enemigo al
que se combatía en el frente, ése que amenazaba con la toma de Madrid. Era
evidente que los maristas simpatizaban con Franco y el fascismo, y los que
estaban en edad militar eran culpables del delito de deserción. A los maristas
menores de edad se les había permitido cruzar la frontera.
Joan Pau Fábregas ridiculizó, en esa reunión de comités
superiores, el amago de dimisión de Companys, con el que conseguía salvar la
vida del resto de maristas presos. En la situación de guerra civil en que se
vivía, los maristas, todos los curas, eran el enemigo, y quienes les auxiliaban
eran traidores. La revolución estaba en peligro, y debían tomarse medidas
extraordinarias.
Fábregas denunciaba que quien, ayer (1933-1934), había
tolerado y permitido, sin protestas, la brutal represión fascista de
Badía-Dencás contra los cenetistas, no estaba moralmente autorizado para
denunciar, ahora (1937), la represión contra los maristas. No dejaba de ser una
curiosa balanza de medir y comparar represiones propias y ajenas. Muchos
cenetistas y anarquistas consideraban una traición que Companys, y otros
sectores antifascistas, perdonasen la vida de setenta maristas, porque se
estaba en guerra, y en una guerra al enemigo se le mata por serlo. Una guerra
que había fomentado, alentado y desencadenado esa Iglesia oscurantista,
protectora de los ricos, que cobraba treinta millones al año en subvenciones
estatales, opuesta a toda reforma, con inmensas propiedades rurales y urbanas,
con millares de parásitos enquistados en diversas órdenes religiosas, que
pretendía el monopolio de la educación y de la moral, y que había demonizado y
criminalizado al marxismo, al anarquismo y al movimiento obrero.
El 25 de octubre de 1936, Aurelio Fernández, como secretario
de la Junta de Seguridad, redactó un manifiesto[4], dirigido al pueblo catalán,
para explicar la fundación y funciones del nuevo organismo conocido como Junta
de Seguridad Interior.
Presentaba la Junta de Seguridad como un nuevo organismo,
creado por el Consejo de la Generalidad, “y de acuerdo con el Consejero de
Seguridad Interior”, que pretendía estabilizar y consolidar “uno de los
aspectos más delicados de todo movimiento revolucionario”, como era el del
orden público, descrito como “problema delicado, vidrioso y susceptible de
errores a veces irreparables”.
Consideraba lógico, previsible y necesario que en el momento
de la insurrección “se desataran todas las pasiones y odios acumulados durante
tantos siglos de opresión”. Quienes habían sufrido las consecuencias “no podían
quejarse. No han hecho otra cosa que recoger lo que con tanto afán habían
sembrado”.
Explicaba además que “otra consecuencia natural de todo
movimiento revolucionario es la formación de grupos guerrilleros que, desde los
primeros momentos, y sin más control que su conciencia revolucionaria, se
dediquen a desbrozar el camino por donde debe pasar la revolución triunfante y
que gracias a estas actuaciones rápidas y contundentes, puede triunfar. La eficacia
de toda labor está en la oportunidad con que es ejercida”. Era una teoría
justificativa de la violencia revolucionaria, desencadenada durante la
insurrección de julio de 1936, y de esos grupos de vanguardia que, abriendo
camino, la promovieron y extendieron, sin más control que su conciencia
revolucionaria.
Pero esa violencia de los primeros momentos, que “podía ser
explicable y justificada”, podía convertirse en peligrosa para la revolución
“en el momento que rebase los límites de su oportunidad”. Era una teoría
“oportunista” del uso de la violencia política. La violencia revolucionaria,
que era oportuna en julio de 1936, había dejado de serlo en octubre.
Para “evitar este peligro viene la Junta de Seguridad
Interior de Cataluña, que continuará la labor de mantenimiento y estabilización
del orden revolucionario, de acuerdo con lo que determinen las necesidades de
cada momento”, con el único objetivo de imponer la justicia.
Esta Junta, como otros organismos revolucionarios que se
estaban creando, estaba compuesta por representantes de las distintas
organizaciones que componían el frente antifascista. Pedía la colaboración y el
apoyo moral de todos los sindicatos y partidos para no interferir en las
actividades de la Junta. Ya no era el momento de las actuaciones aisladas, “que
somos los primeros en significar y valorizar en toda su importancia”, sino de
pasar esas competencias exclusivamente a la Junta.
Era necesario que “el pueblo tuviera la sensación de que la
Junta está asistida de la máxima autoridad, a fin de que sus indicaciones sean
atendidas por todos”.
Aurelio Fernández estaba pidiendo a todos los grupos que
habían participado en la insurrección de julio, y en la posterior represión
revolucionaria, que cesaran en esas actividades, y dejaran el monopolio de la
violencia política a la Junta de Seguridad Interior.
Aurelio Fernández quería institucionalizar la salvaje,
festiva y espontánea violencia revolucionaria de julio en un organismo
antifascista, dependiente del Gobierno de la Generalidad. Era una tarea muy
difícil, sutil y contradictoria, que necesitaba, además del concurso y
cooperación del resto de organizaciones antifascistas, de la comprensión,
confianza y ayuda de quienes habían protagonizado aquella violencia
revolucionaria. Y él, personalmente, se contaba entre esos protagonistas de
julio.
El 17 de abril de 1937, Aurelio fue nombrado Consejero de
Sanidad del gobierno de la Generalidad, por imposición de Manuel Escorza en las
conversaciones, sostenidas el 11 y 12 de abril de 1937 con el presidente
Companys, para resolver la crisis de gobierno iniciada el 4 de marzo de 1937.
Todos los consejeros cesaron en sus cargos el 5 de mayo a causa de los graves
incidentes conocidos como “Los Hechos de Mayo”.
Desde junio de 1937 formó parte de la Comisión Asesora
Política (CAP). La CAP había sido creada por los comités superiores con el
objetivo de evitar un nuevo desbordamiento revolucionario, como el sucedido en
mayo de 1937.
En un comunicado fechado el 7 de julio de 1937 la CAP
comunicaba al CR de la CNT la siguiente distribución provisional de cargos del
secretariado de la CAP: Secretaría general y sección cultural: Germinal
Esgleas; sección de control del movimiento sindical y específico: Francisco
Isgleas; sección de información y control político: Dionisio Eroles; sección de
legislación: José Corbella; sección de control económico: Juan Arans; sección
de prensa y propaganda y política internacional: Aurelio Fernández.
El 28 de agosto de 1937 Aurelio fue detenido en la Prisión
Modelo, tras un interrogatorio en Jefatura de Policía. Fue juzgado en diversos
sumarios, primero por el atentado contra el presidente de la Audiencia, Josep
Andreu Abelló, en el que no había intervenido ni participado en modo alguno y
del que fue declarado inocente; pero antes de salir de prisión se le abrió otro
sumario por asesinato y estafa a los maristas. Era evidente que la justicia
republicana, en manos de ERC, no soltaría nunca de sus garras a una presa tan
codiciada: un responsable anarquista de Orden Público en el período álgido de
la preponderancia ácrata, y por lo tanto responsable de la represión
revolucionaria contra la burguesía en el verano y otoño de 1936. En el
expediente carcelario de Aurelio alguien había escrito, a mano, que no se le
dejara salir de prisión sin la expresa autorización del conseller de Justicia.
Gracias a la especial e insistente intervención de García Oliver salió en
libertad el 6 de enero de 1938.
Retornó inmediatamente a sus funciones en la CAP. En abril
de 1938 fue miembro del CE del Movimiento Libertario, en representación de la
FAI. En noviembre de 1938 el cónsul francés de Barcelona informó favorablemente
la concesión de un permiso de residencia de 25 días a favor de Aurelio
Fernández, “por haber obtenido grandes facilidades en la salvación de nuestro
compatriotas”.
En el exilio
El 24 de enero de 1939 abandonó Barcelona, y el 27 cruzó la
frontera francesa por la Jonquera, con su familia y la de Juan García Oliver. A
causa de sus antecedentes penales fue detenido el 14 de febrero de 1939, asignándosele
residencia obligatoria en Rennes.
El 15 de febrero de 1949 declaró ante la policía francesa:
“Me llamo Fernández Sánchez, Aurelio, nacido el 29 de
septiembre de 1892 [es falso, ya que nació en 1897], en Oviedo, hijo de Manuel
y de Joaquina. Soy mecánico pero no ejerzo mi profesión en Francia. Sé leer y
escribir en francés, que hablo con bastante corrección. Permanezco en Rennes
desde hace un año, en el 42 de la calle Charles Le Goffic. Estoy sometido a
residencia vigilada. Viudo una primera vez, me he vuelto a casar en Barcelona
en 1934, con Violeta Fernández que vive conmigo en Rennes.
Nunca he sido condenado, ni en Francia ni en España
[información falsa].
Cuando empezó la guerra civil me encontraba en Barcelona,
donde he ejercido las funciones de Secretario General de la Junta de Seguridad
Interior de la Generalidad hasta abril de 1937. A continuación he sido nombrado
Consejero de Salud y de Asistencia Social en el Gobierno catalán.
En el momento del éxodo entré en Francia con mi Gobierno y me
refugié primero en París y luego en Rennes. Desde mi llegada a esta cudad
recibo alguna ayuda cada mes del Servicio de Evacuación de los Republicanos
Españoles […].
La petición de arresto provisional con vistas a la
extradición ulterior, formuladas por el Gobierno español, se aplica
correctamente a mi persona, puesto que se trata de un llamado Aurelio Fernández
Sánchez”.
Obtuvo permiso para viajar a México, gracias al aval de su
hija Belarmina, residente en ese país desde hacía unos meses, y sobre todo de
su hermana Dolores, casada con el mexicano Prisciliano Cruz, que garantizaban
casa y mantenimiento del peticionario de asilo político y de su mujer, Violeta
Fernández Saavedra. La huida a México era además urgente, en cuanto pesaba
sobre Aurelio una posible orden de extradición a España, por estafa a los
maristas, que finalmente fue rechazada como inconsistente por parte del
gobierno francés.
Aurelio Fernández consiguió salir de Francia en el último
momento, cuando los nazis ya estaban invadiendo Francia, el 15 de mayo de 1940.
Llegó a México el 30 de mayo de 1940, junto a su compañera Violeta Fernández
Saavedra.
Acabada la Segunda guerra mundial, durante algunos años
residió en Francia, interviniendo muy activamente en la vida organizativa de la
CNT exiliada. Participó en el congreso de Limoges de 1961, llamado de
reunificación de la CNT. En 1965 estuvo en el Congreso de Montpellier, como
delegado por Toulouse. Desengañado y cansado de las luchas internas de la
Organización, regresó a México. Su estado de salud contribuyó a alejarlo de las
actividades organizativas. Falleció en Puebla (México) el 21 de julio de 1974 a
los 76 años de edad.
Agustín Guillamón
[1]ASENS, José: Mis memorias en el exilio. ¡Del Sindicato al
Comité de Milicias! [Texto mecanografiado]. La cronología evidencia que José Asens no participó en el
caso de los maristas.
[2] Acta 6ª de la Junta de Seguretat Interior. (Barcelona,
16 octubre 1936)”. [AMTM-GC-31-5].
[3] A partir de mediados de octubre la Guardia de asalto y
la Guardia nacional republicana (nuevo nombre de la Guardia civil) empezaron a
levantar la tutela que sobre esos cuerpos habían ejercido los Consejos de
Obreros y Soldados, dirigidos por Eroles, convirtiéndose de nuevo en las
fuerzas represivas al servicio del gobierno de la Generalidad.
[4] Aurelio Fernández: “Junta de Seguridad Interior de
Cataluña. Al pueblo”. Solidaridad Obrera (25 octubre 1936), p. 3.
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