Santa María de Iquique y la
venganza popular de Antonio Ramón
por Ernesto Guajardo
Lo juramos, compañeros, ese día llegará, es
uno de los versos finales de la Cantata de Santa María. La justicia debida a la
masacre ocurrida en la Escuela Domingo Santa María se alcanzaría con el triunfo
de la Unidad Popular. En ese momento se cierra el ciclo histórico. La ofensa
será recordada, y su castigo será ejercido sobre otros cuerpos, los cuales se
visualizan como la prolongación de quienes ordenaron y dispararon en 1907.
Sin embargo, existe una fecha
casi desconocida en la historia, y un hecho contenido en ella que es altamente
significativo. Hecho y fecha que representan una suerte de conclusión
anticipada de la Cantata. El 14 de diciembre de 1914, el obrero español Antonio
Ramón Ramón, apuñalaba, sin lograr darle muerte, al general Roberto Silva
Renard, la máxima autoridad que condujo a las fuerzas militares en la represión
de los mineros del salitre. Ramón había perdido a su hermano en la matanza.
Casi siete años después, intentaba hacer justicia.
El conocimiento de estos datos se
lo debemos al escritor chileno Sergio Missana quien, en su novela El invasor
relata estos hechos y sus consecuencias inmediatas. ¿Por qué Missana escribe, a
finales del siglo, esta novela? Asumimos que por la misma voluntad que Luis
Advis compuso la Cantata: recuperar la memoria histórica. Sin embargo, existen
algunas diferencias. El tiempo que transcurre entre la Cantata y El invasor da
cuenta, también, de las modificaciones en la forma de ver y aprehender la
realidad.
La primera de ellas es que la
subcultura de izquierda tradicional tiende a construir sus creaciones
artísticas pensando en sectores sociales determinados (a veces, referidos como
abstractas nociones de pueblo), o bien en héroes o mártires de esos mismos
sectores. La duda es ¿por qué Antonio Ramón no ha sido considerado un héroe?
Tal vez la respuesta provenga de la mirada ideológica que permea a los
creadores de la izquierda tradicional. En ellos, los constructores de la nueva
sociedad son grandes conjuntos humanos, expresados en la figura totémica de
pueblo. La acción individual, aislada, es propia de los anarquistas o los
aventureros, y por lo tanto no es considerada como conducente al logro del gran
objetivo final.
Estas interrogantes son más vehementes a
medida que surgen nuevas investigaciones sobre este hito del movimiento
popular. En efecto, en un artículo de Ernesto Carmona aparecido en la revista
La Huella en 2002 se encuentran interesantes observaciones, relacionadas con lo
que ocurrió luego del intento de dar muerte al general Silva Renard. Se señala,
por ejemplo, que el diario El Despertar de los Trabajadores, publicó en su
portada –al día siguiente de ocurridos los hechos– estas palabras:
«..sólo hay satisfacción, una
profunda sensación de alivio al ver que cae aquél que en época no lejana
ahogara las más sublimes aspiraciones de un pueblo en un charco de sangre».
Según Carmona, se inició una
colecta para defender a Ramón en los tribunales, al mismo tiempo que el abogado
Carlos Vicuña Fuentes asumía dicha defensa. También afirma que diversas
manifestaciones, mitines callejeros, huelgas de hambre y paros exigieron,
durante años, la revisión del fallo contra Ramón:
El geógrafo anarquista ruso Piotr
Alekseyevich Kropotkin (…) encabezó una campaña internacional, a la que
adhirieron Rodolfo Rocker, el novelista francés Romain Rolland, el dramaturgo
estadounidense Eugene O’Neill –más tarde suegro de Charles Chaplin– y hasta el
nuevo gobierno revolucionario soviético de Rusia.
Estos antecedentes nos permiten
sostener que la acción de Ramón, a pesar de ser nítidamente «ilegal», concitó
un importante nivel de apoyo. Precisamente por ello, se hace más significativa
su difuminación a lo largo del siglo XX. Carmona recuerda las expresiones de
solidaridad que se sucedieron cuando en 1922 el presidente Arturo Alessandri
Palma decretó la expulsión y repatriación de Antonio Ramón:
«no cesaron desde su salida de la
cárcel hasta el embarcadero en Valparaíso. El anarco-sindicalista Onofre
Chamorro le entregó 1.500 libras esterlinas (…) una pequeña fortuna reunida por
la solidaridad para su viaje forzado». En esos momentos, Chamorro expresó en su
despedida: «Nuestra admiración al compañero libertario que, a nombre de la
anarquía, supo limpiar las manchas de sangre que provocó en el pueblo obrero el
general asesino», acotando que «¡Sepan los explotadores y sus sicarios que con
el pueblo no se juega!»
Estas expresiones de solidaridad, tanto hacia
la persona de Antonio Ramón como a la acción que él realizó nos ofrecen
testimonios de una voluntad colectiva –organizada o no– de acogerlo, a él y a
su acto. El despliegue de esa voluntad parecería indicar que, si bien el acto
realizado fue individual, sus significaciones fueron asumidas colectivamente,
dando cuenta así de alto niveles de correspondencia entre la acción en sí y el
sentir de algunos segmentos de los sectores populares. Esto dificulta el
descalificar a priori la acción protagonizada por Ramón como un acto
desvinculado de los sectores populares. De hecho, casi un año antes de
realizada la acción de Ramón, el 20 de diciembre de 1913, en El despertar de
los trabajadores, Francisco Pezoa publica su «Canto a la huelga» –difundido
ampliamente por el conjunto Quilapayún como «Canto a la pampa»-. En sus
estrofas finales se señala:
Pido venganza por el que vino
de los obreros el pecho abrir,
pido venganza por el pampino
que como bueno supo morir.
Baldón eterno para la fiera
masacradora sin comparación;
quede manchada con sangre obrera
como un estigma de maldición.
Incluso, la apelación a la
justicia se plantea apelando a diversos actores. Juan Bautista Peralta, por
ejemplo, –poeta popular y militante del Centro Social Obrero– en su poema
«Sobre la horrible matanza de Iquique» señala:
Si existe un Dios Justiciero
y hay un infierno monstruoso,
castigue al facineroso
al tremendo carnicero.
El aras del pueblo obrero
venga la divina espada
y acabe con la poblada
militar alma de hiena;
porque injusta fue la escena
en Iquique consumada.
Además de la justicia divina, el
castigo a los responsables de la masacre se plantea como una responsabilidad
colectiva, del conjunto de los trabajadores organizados. Este mismo poeta,
haciéndose portavoz del Centro Social Obrero, difunde a finales de diciembre de
1907 una lira popular, en la cual describe las reacciones de las clases
sociales ante lo sucedido. En particular, de aquellos que rechazan la matanza:
los parlamentarios de oposición y los «gremios de resistencia». Si las demandas
de justicia, expresadas por ellos, son desoídas:
Nuestro Congreso Social
llamará en forma especial
a los obreros de Chile,
para hacer en un desfile
una huelga general.
Si no se obtiene la justicia
solicitada,
…la indignación
subirá en forma increíble,
y quizás sea posible
que unidos nuestros hermanos
castiguen a los tiranos
en una huelga terrible.
Ahora lo sabemos, a pesar del
tiempo transcurrido. Antonio Ramón intentó vengar la muerte de su hermano. Y lo
hizo en el cuerpo del principal responsable. No conocer esta historia –al menos
no difundida de una manera amplia– sino hasta 1997, fecha en que Missana
publicó su novela es, por decir lo menos, sorprendente. Son noventa años de
ignorancia. Uno no puede sino sumarse al asombro del personaje que habla en El
invasor:
De hecho, para mi sorpresa este
caso –el ataque a manos de un obrero a uno de los oficiales de mayor rango del
Ejército– no ha tenido la menor repercusión en la opinión pública. Cómo pueden
haberlo logrado, qué mecanismo fantástico han de haber puesto en movimiento a
lo largo y ancho del Poder Judicial y de la prensa y de las Fuerzas Armadas y
de la clase política entera para evitar que el asunto se desbordara, para
mantenerlo en secreto, va más allá de mi imaginación. Me cuesta concebir la
suma de poderes capaz de confinar un asunto como éste fuera de los márgenes de
cualquier relevancia pública. Y cuando lo consigo, me asusta. Por momentos he
llegado a dudar de que no se trate sólo de un monstruoso error de cálculo por
mi parte, que por su sola naturaleza el asunto estuviera ya condenado a
desaparecer, sin levantar ni siquiera una mínima ondulación, como una piedra en
el agua. Pero no lo creo. La invisibilidad del caso, la indiferencia unánime de
todos y cada uno de los estratos ciudadanos, no puede sino resultar sospechosa.
El hecho de que los poderes del Estado y la
clase dominante no hayan difundido la acción de Antonio Ramón tiene una
explicación obvia. Sin embargo, aun cuando dicha acción fuera conocida sólo por
sus contemporáneos, y no lograra trascender en la tan menguada memoria
histórica. ¿Por qué no logró ser mantenida y consolidada en la memoria popular?
Más aún, ¿por qué conocemos más sobre la matanza en sí que sobre este intento
de venganza? A pesar de que pudiera sostenerse que la acción de Antonio Ramón
constituye una acción de carácter «individual», ello no puede implicar que
–dada dicha condición– esa acción sea «irracional». Como lo señala Pedro Bravo
Elizondo:
«su actitud no es la de un
alienado u obseso. La venganza y la justicia conforman un código inalienable en
el ser humano y no es sólo privilegio de las clases nobles, como lo observamos
en las grandes tragedias clásicas. Para Antonio, la justicia no era una
opción».
Nos parece que existe una
tendencia en la cultura de izquierda tradicional a realizar una recuperación de
su memoria histórica de una manera dolorida. Los hechos en los cuales los
sectores populares, ya sea individual u organizadamente se han expresado con
violencia no tienen una presencia tan connotada en el imaginario de la izquierda
tradicional. Precisamente lo contrario sucede con los actos de violencia
perpetrados en contra de los sectores populares. Esos los conocemos casi en
detalle. Patricio Manns publicó, en 1972, Las grandes masacres, haciendo una
revisión de esos sucesos en Chile. 95 páginas de golpes recibidos.
No se ha publicado un libro con
las grandes rabias.
Dicha voluntad de recuerdo
doliente pareciera ser una construcción posterior a la época en que estos
hechos acontecen (del mismo modo que ocurriría con la derrota de la Unidad
Popular; según estos discursos, pareciera que los sectores populares saben o
intuyen los costos de su lucha pero que, luego de realizada la derrota
efectiva, se realiza una elaboración, que transforma esa conciencia de los
costos –en definitiva, una conciencia de la inevitabilidad del enfrentamiento–,
en una suerte de metafísica que explica lo ocurrido como producto del destino,
o bien como una expresión de la irracionalidad del poder, impidiéndose así la
comprensión de la racionalidad que posee el proceso de enfrentamiento entre las
clases sociales).
Debido a lo anterior, el problema
de la construcción de una mirada dolorosa de la historia del movimiento popular
chileno no puede ser atribuido, exclusivamente, a la preeminencia en nuestro
ethos cultural de la cosmovisión judeo-cristiana, toda que vez que dicha
presencia, a nuestro parecer innegable, puede adquirir más de un sentido. A
ello se refiere, por ejemplo, María Angélica Illanes, cuando sostiene que
«es necesario hacer una
distinción entre la idea de sacrificio como ‘entrega’
y la idea de sacrificio como
‘costo de una lucha’ necesaria. Esta última es la idea de Loayza al llamar al
sacrificio a los obreros y que también está presente en la poesía pampina de
esos años. Se trata de la necesidad del sacrificio del cuerpo para fundar la
superioridad de la mente y la razón; del espíritu, de la salvación. El esquema
es el civilizacional occidental y judeo-cristiano».
Illanes se refiere a Francisco A.
Loayza, y a su poema «¡Escucha!», publicado
en El Pueblo, de Iquique, el 21
de julio de 1906. En dicho poema, Loayza expresa lo siguiente:
¡Basta ya de mansedumbre…
De la gran causa al servio [sic]
hay la vida que ofrendar;
tienes, pueblo, que luchar,
luchar hasta el sacrificio.
No temas de la opresión,
a los castigos extremos,
que entre martirios supremos
viene toda gestación.
¡Bandera de redención
flamea sólo en retazos!
El ave sale del huevo
cuando éste queda en pedazos!…
La autora señala que lo anterior
explica
«la referencia permanente que
hace la poesía popular a la figura de Cristo. Porque niegan la posibilidad de
que se funde la razón popular de modo espontáneo; requiere del Calvario, del
‘dolor, del sufrimiento, de la sangre y de la muerte, para dar como fruto: lo
nuevo, la redención, la igualdad y la felicidad. Fenómeno y proceso que también
está presente en la naturaleza: después de la muerte, el fruto; después del
invierno, el verano; después de la noche, el día. Cristo encarna, más que una
verdad religiosa propiamente tal, una verdad natural».
Creemos que este planteamiento no puede
considerarse como un comportamiento exclusivo de los sectores populares en los
inicios del siglo XX. De hecho, antes y después del Golpe cívico-militar de
1973, un segmento de la izquierda chilena se sentía interpretada por consignas
como «¡Patria libre o morir!, ¡Patria o muerte, venceremos! Incluso,
finalizando la década de los ochenta, se proponía la consigna de «¡Hasta vencer
o morir!». Con lo anterior queremos señalar que esta manera de prefigurar el
advenimiento de una nueva sociedad, trasciende los márgenes de las definiciones
político-ideológicas, así como las determinaciones espacio-temporales. Por
último, no puede dejar de señalarse la enorme importancia que adquiere durante
la lucha contra la dictadura, la construcción de la figura del mártir, como un
ícono convocador y movilizador, enraizando así con gran parte del imaginario
judeo-cristiano (recordemos, por ejemplo, en la figura del Mio Cid Campeador
quien, después de muerto, continúa presente en el combate, ayudando incluso a
ganarlo).
Fuente: http://www.ciudadinvisible.cl
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