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martes, 22 de julio de 2014

EL "HIJOPUTA" DE ALBERTO RUIZ-GALLARDON


EL “HIJOPUTA” DE ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN

Nunca pensé que recurriría a una cita de Esperanza Aguirre para acercarme a un personaje de nuestra desdichada vida política, pero creo que en este caso la incombustible lideresa abrió una brecha en la fachada cuidadosamente fabricada por Alberto Ruiz-Gallardón para escalar la cima del poder. Actual Ministro de Justicia y hasta hace poco tiempo la cara amable y progresista del Partido Popular, el ex alcalde de Madrid no se libró de la explosiva sinceridad de Esperanza Aguirre, que no pudo contener sus bajas pasiones al arrebatarle un puesto en la gestión de Caja Madrid. Aunque después se disculpó y aseguró que Alberto y su madre eran dos santos sin mácula, el improperio ha quedado grabado en la memoria colectiva.

 Cuando las conversaciones privadas se convierten en escándalos públicos, gracias a un micrófono que sigue abierto en el momento menos oportuno, las imprecaciones adquieren la categoría de revelaciones. ¿Es realmente un “hijoputa” Alberto Ruiz-Gallardón? ¿Se trató de un mero incidente que aireó la conocida enemistad entre la vivaracha y procaz Esperanza y el solemne y pinturero Alberto o, en realidad, constituye la triste constatación de que nos gobiernan villanos y rabaneras? Si buscamos paralelismos entre los políticos españoles y los personajes de la factoría Disney, Esperanza Aguirre resulta una convincente Cruella de Vil y Alberto Ruiz-Gallardón no es menos creíble como juez Frollo, descargando el brazo de la ley sobre los más débiles y vulnerables. Al margen de excesos verbales, está claro que entre granujas anda el juego y que los ciudadanos –particularmente, los parados, los pobres y los desahuciados- son las víctimas de unos políticos tan desalmados como grotescos y malhablados.

Alberto Ruiz-Gallardón había conseguido que casi todos olvidaran sus palabras de 1983, cuando era concejal del Ayuntamiento de Madrid y afirmó que la obra de Ceesepe, uno de los dibujantes más originales de la movida madrileña, era una “porquería repugnante, pornográfica, blasfema, contraria a la moral y a la familia”. Gregorio Peces-Barba ha contado muchas veces la anécdota que define el verdadero talante de Alberto, hijo de José María Ruiz-Gallardón, jurista y hombre de confianza del inmundo Manuel Fraga. “¿Conservador yo?”, respondía José María, cuando el político del PSOE bromeaba sobre su ideología. “Tenías que conocer a mi hijo Alberto. Ese sí que es de derechas”. Imagino que es una simple casualidad, pero Alberto Ruiz-Gallardón debutó como fiscal en Málaga, donde aún flota en el aire el horror provocado por el “carnicerito” Carlos Arias Navarro, que envío a la muerte a más de 4.300 rojos, ejerciendo de fiscal en los consejos de guerra franquistas. No sé si Alberto respiró y se impregnó del fervor exterminador que animaba a los tribunales de los militares golpistas, pero después de examinar su reforma del Código Penal empiezo a pensar que sus sueños se parecen a los de Scar: ejércitos de hienas desfilando al paso de la oca, mientras su mirada de insufrible empollón se embriaga con el turbio aroma del poder.

 Durante años, creímos que Alberto Ruiz-Gallardón era un espíritu moderno y tolerante. Aparecía en las cadenas televisivas con Joaquín Sabina, oficiaba bodas entre gais, presumía de su amistad con políticos rivales, citaba a Rilke y desplegaba una retórica elaborada y persuasiva sobre derechos y libertades. Se sabía que era vanidoso, maniático, autoritario y engreído, pero se le exculpaba porque algunos le consideraban un centrista que apostaba por el diálogo y el consenso, casi un progre que se había equivocado de partido político. Aficionado a la música culta (es nieto de Isaac Albéniz), su melomanía sugería una sensibilidad aguda y refinada, que esbozaba ese perfil de político humanista tan escaso en nuestro país. En la red corría el rumor de que era un mujeriego incurable, que realizaba incursiones en las umbrías aguas del amor venal, y algunos señalaban que su pasión por Fraga era sospechosa, pues se consideraba su fiel discípulo, una especie de Luke Skywalker educado por un Yoda con camisa azul, correajes y una pistola humeante, que evoca las muertes de Enrique Ruano, Julián Grimau, los huelguistas de Vitoria-Gasteiz y los partidarios de Carlos Hugo asesinados en Montejurra.

 Cuando Alberto hablaba con unción mística de Fraga, asegurando que había contribuido decisivamente a la reconciliación y la concordia, su imagen de presunto izquierdista se deformaba obscenamente, recordando que la verdad sólo comparece en los espejos del Callejón del Gato. De hecho, Ruiz-Gallardón siempre eludió la posibilidad de reflejarse en su superficie cóncava y convexa, pues su cara se transformaba en una máscara que reproducía alternativamente los rasgos de Jorge Vestrynge, su predecesor como secretario general de Alianza Popular, y de José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, alcalde de Madrid entre 1952 y 1965 y feroz represor de la dictadura franquista.

Yerno de José Utrera Molina, abogado, falangista y dos veces ministro con Franco, Ruiz-Gallardón se mostró partidario de “sacar a los mendigos de la calle” durante su etapa como alcalde de Madrid. No explicó qué haría con ellos, pero sus palabras recordaron a las campañas de higiene social impulsadas por la antigua ley de vagos y maleantes, que criminalizaba la pobreza y el desamparo. Su imagen progresista empezó a tambalearse, pero lo peor aún estaba por llegar. Su nombramiento como Ministro de Justicia del nefando gobierno de Mariano Rajoy liquidó el ensueño de un político centrista y conciliador. Su reforma del Código Penal refleja un espíritu profundamente reaccionario, que oscila entre el catolicismo tridentino y el neoliberalismo más despiadado. El nuevo texto introduce la prisión permanente revisable (un eufemismo de la cadena perpetua) en uno de los países de la Unión Europea con las tasas más bajas de criminalidad y una intolerable superpoblación penitenciaria. Establece restricciones en el aborto y la justicia gratuita, encareciendo el coste de los recursos judiciales, lo cual margina a los sectores más desfavorecidos de la población, sin medios económicos para litigar.

 Desaparece el hurto y cualquier sustracción se convierte en delito castigado con penas de cárcel. Robar una bolsa de pipas acarreará una condena que oscila entre los seis y los dieciocho meses de cárcel. Ocupar una sucursal bancaria se castigará con seis meses. Interrumpir el transporte público con dos años. Resistirse a la autoridad con cuatro y agredir a un político con seis. En ambos casos, podrá considerarse “atentado”. Incitar al desorden mediante las redes sociales o publicaciones en papel, conllevará una pena de hasta un año de prisión. No hace falta ser un lince para apreciar que la reforma del Código Penal pretende neutralizar las protestas ciudadanas e intimidar a las familias que cometen pequeños hurtos para combatir la pobreza y la desnutrición. Aunque el 24% de los niños residentes en el Estado español pasan hambre, por encima de todo hay que proteger la propiedad privada y castigar con severidad al progenitor que se deje arrastrar por la desesperación, apropiándose de una caja de galletas o un cartón de leche. Por supuesto, no se aplicará el mismo criterio con las entidades bancarias.

 Pese a que los bancos han socializado sus pérdidas, obteniendo rescates millonarios a fondo perdido con dinero público, sus exacciones no constituyen un acto criminal, sino una simple pirueta de la economía de mercado, que exige ciertos sacrificios para proteger a las élites financieras y empresariales,  sin las cuales no habría progreso ni prosperidad. Nadie tiene derecho a ocupar una sucursal bancaria ni a interrumpir el transporte público. No importa que los bancos, principales responsables de la crisis, desahucien a familias con menores discapacitados o que el precio del billete de metro y autobús sea intolerablemente alto en un contexto de crisis y precariedad. Lo importante es preservar el orden público, cueste lo que cueste. Nadie tiene derecho a increpar a los políticos ni a protestar pacíficamente ante las jaurías de antidisturbios, cuyos pelotazos han causado muertes injustificables (Iñigo Cabacas) o graves lesiones (Esther Quintana perdió un ojo). Los escraches o las manifestaciones de descontento son “puro nazismo”, según la Cospedal y Felipe González, tartufo mayor del Reino de España. Por eso, deben ser reprimidos sin contemplaciones. La tibieza es la antesala de la anarquía y de la destrucción de España como unidad de destino en lo universal.

Alberto Ruiz-Gallardón no tiene un pelo de tonto y no ignora que cualquier sanción es insuficiente, si no afecta a la raíz de los problemas. Está de acuerdo con Fernando Savater, cuando el egregio filósofo asevera que la red no puede ser el “cortijo de una vanguardia neoleninista” (Fernando Savater). Cualquier internauta que se atreva a desafiar al poder político y económico convocando manifestaciones o actos sediciosos, será enviado a prisión. “¡Todos a la cárcel!”, parece ser el lema del Ministro de Justicia. Eso sí, hay que hacer excepciones: José Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño” y antiguo inspector de la Brigada Político-Social, y Jesús Muñecas, ex guardia civil, no merecen ser encarcelados por los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura franquista. Aunque los reclame la justicia argentina, se debe pasar página por el bien de todos, pues los hechos son muy antiguos y la Ley de Amnistía de 1977 eximió de toda responsabilidad a los torturadores y asesinos del régimen. No importa que las leyes internacionales afirmen que los delitos de genocidio no prescriben.

 Hay que perdonar y olvidar. Hoy se pide la cabeza de Pacheco y Muñecas, pero ¿no existe el riesgo de que mañana se exija la extradición de Rodolfo Martín Villa o del propio suegro de Ruiz-Gallardón, que el pasado 18 de julio publicó un artículo donde sostenía que “el Alzamiento no fue un intento grosero de liquidar al oponente, sino una necesidad imperiosa de defender a la patria”? Imagino que los 113.000 hombres y mujeres que aún permanecen enterrados en fosas clandestinas son el ineludible y legítimo precio de “defender a la patria”. Alberto Ruiz-Gallardón así lo entiende, pues renovó el marquesado a los Queipo de Llano en el aniversario del golpe de estado de 1936. Al parecer, honrar a un genocida es un deber democrático. Es cierto que el general Gonzalo Queipo de Llano fusiló a 3.000 rojos en Sevilla e incitó a sus tropas a violar a las mujeres de los republicanos (“ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas”), pero ya se sabe que gobernar y mantener el orden público significa “repartir dolor”, particularmente sobre los que incordian pidiendo una sociedad justa e igualitaria.

En definitiva, ¿es un “hijoputa” Alberto Ruiz-Gallardón? Creo que a esa pregunta debería contestar Esperanza Aguirre, que le conoce de cerca y milita en el mismo partido. Yo me limitaré a decir que tal vez sólo desea imitar al juez Frollo, que incendió París para preservar el imperio de la ley. No sé hasta dónde llegan los sueños de Alberto Ruiz-Gallardón, pero no me cuesta mucho trabajo imaginarlo con una corona de laurel y una lira, disfrutando desde una azotea del incendio social provocado por su reforma del Código Penal. No es un bárbaro, sino un gran estadista, que no ha olvidado las enseñanzas de Fraga: “¡La calle es mía!”, “Los golpistas del 23-F estaban llenos de buena voluntad”, “Es evidente que el glorioso alzamiento popular del 18 de julio fue uno de los más simpáticos movimientos político-sociales de que el mundo tiene memoria”.

 A veces cuerdo y a veces loco, el Ministro de Justicia no es “un bohemio ni un soñador”, sino “un truhán” al que se le ha visto el plumero y al que en 1999 Cristina Almeida, hoy desaparecida de la escena política, acusó de “hipócrita”, “presuntuoso”, “cínico”, “misógino” y “mala baba”. Catorce años después, podemos afirmar que no ha cambiado un ápice.

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