Cuenta Adelaida Peña que la noche que los falangistas del pueblo fueron a buscar a su padre, la despertaron con una pistola apoyada en la sien y le preguntaron a gritos dónde estaba escondido. Adelaida, octogenaria y menuda, embozada en un vestido negro que jamás alcanzará a simbolizar el riguroso luto que guarda por toda una vida de pérdidas, acostumbrada a cantar por la mañana la Internacional Socialista, no sabe quién es el juez Garzón ni conoce sus intenciones de investigar a los desaparecidos durante el franquismo. De lo que ella sabe es de su propia historia, de lo que la guerra y la dictadura le robaron. A fuerza de repetirla, sus allegados narran los recuerdos de Adelaida como si fueran los propios, se trasladan mentalmente a su escenario, Carrasca de Martos, en Jaén, como si ahora no estuvieran en el barrio valenciano del Cristo. Por eso, aunque los nervios y el oído sean obstáculo para que ordene su memoria en un relato cronológico, dos de sus seis hijos, Paqui y Mari, la van guiando y ayudando.“¿Cuándo se llevaron al abuelo, mamá?”, le pregunta más alto una de sus hijas. El padre de Adelaida, Antonio Peña, era el alcalde socialista de Carrasca de Martos: más que un pueblo, dos docenas de casas apiñadas. Su esposa, sus tres hijos (un varón y dos chicas) y su hermano vivían con comodidades gracias a las tierras propiedad de Antonio. Pero fue llegar la Guerra Civil y con ella las primeras desgracias. El hermano de Adelaida murió a los 19 años en la batalla del Ebro. Antonio creyó que, acabada la guerra, pese a simpatizar con el bando perdedor, las cosas no podrían ir a peor. “A mi padre le ofrecieron irse en el barco en el que se fue desde Valencia el presidente Juan Negrín, pero él decía que no irían a por él porque no tenía las manos manchadas de sangre”, explica Adelaida. Pero sí que lo buscaron al poco de acabar el conflicto y, tras ser sometido el 29 de mayo de 1940 a Consejo de Guerra acusado de un delito de rebelión, fue condenado a muerte y conducido a la prisión de Jaén a la espera del cumplimiento de su pena. De allí lo trasladaron al penal de Burgos, donde estuvo cuatro meses y de donde volvería totalmente cambiado a Martos camino de Jaén para ser ejecutado. “Le pusieron a barrer en la plaza del pueblo para humillarle; llegaba con una barba de las que sólo te crecen en la cárcel, flaquísimo y con las piernas destrozadas por la paliza que le habían pegado”, explica Paqui. Las hijas no pudieron con la impresión al verlo de lejos: Francisca, la hermana de Adelaida, sufrió a sus 12 años un ataque al corazón que le dejó una lesión de por vida que acabó con ella unos cuarenta años después. Adelaida pudo ver a su padre pocas veces más, pese a andar a diario ocho kilómetros para intentar conseguirlo. Una de las últimas ocasiones en que lo logró pudo llevarle un café con leche. A pesar del precario estado del reo, al ver en qué condición estaba su hija se echó a llorar. “Desde el día en que le apuntaron con la pistola se le salían los ojos de la cara por lo flaca que estaba. Fue un ‘shock’ para ella”, cuenta su hija Mari. Antonio Peña fue fusilado el 5 de febrero de 1941, a los 48 años. Según el que rellenó su expediente, no dejaba responsabilidad alguna.La vida en Carrasca de Martos se hizo imposible para los Peña. La madre de Adelaida murió al poco tiempo. “De pena”, cree su familia. En el pueblo estaban estigmatizados, así que al poco tiempo decidieron cambiar de tierra y se mudaron al barrio del Cristo en Valencia. Una barriada de inmigrantes venidos de toda España que levantaban las casas con sus propias manos. El cambio fue muy brusco para Adelaida y su hermana Francisca: “Habían sido ricas y no sabían hacer nada. Así que cosían vestidos y se los vendían a las vecinas por un precio tirado”, dice su sobrina, de nombre Paqui también. La dictadura les había quitado todo: las fincas de su padre fueron expropiadas y la familia tuvo que entregar el dinero republicano al Banco de España a cambio de un pagaré, obligada por un decreto franquista de 1938 que consideraba su posesión delito de contrabando. Adelaida aún conserva un recibo por 2.040 pesetas, una cantidad que en esa época les hubiese librado de muchas dificultades.Fue su sobrina Paqui, la que, navegando por internet, encontró una agrupación de afectados por el mismo caso. Así se puso en contacto con la Asociación de Perjudicados por la Incautación del Gobierno Franquista (apigf@yahoo.es), que cuenta con 1.972 asociados por toda España a los que les deben en total unos 12 millones de euros. El colectivo nació cuando, hace tres años, Montserrat Capdevila intentó cobrar el recibo que su padre le dejó como dote. Le dijeron que era un caso aislado y decidió denunciarlo públicamente. La redacción de El Periódico de Catalunya, el medio donde expuso su situación, recibió muchas llamadas de gente a la que le había incautado también dinero. A sus 78 años Montserrat tiene problemas de movilidad y sufre diabetes. Recuerda que obligada por la miseria tenía que colarse con 12 años en las carboneras para recoger el carbón usado que luego vendía, pero ahora apenas puede recorrer sin ayuda su casa. Por eso con el dinero de su dote, 1.232 pesetas de la época, podría adaptar su casa. Aunque, más que económica, es una reclamación moral. “No es la cantidad, es lo que hemos sufrido”, dice triste Montserrat y añade con angustia: “Cada vez que me anuncian la muerte de alguien que se ha marchado sin poder cobrar ese dinero, es como si muriese yo”. Por eso, aunque ve muy bien la decisión de Baltasar Garzón de identificar a los desaparecidos de la dictadura, cree que ellos deberían tener una prioridad porque juegan con el tiempo en contra: “Está muy bien lo de Garzón, pero antes que arreglar lo de los muertos debería ayudar a los vivos, que quedamos pocos y a este paso nos vamos a ir al otro barrio sin recibir lo nuestro. Estoy segura de que mucha gente, cuando cobrase, ayudaría en la identificación de los fusilados. Yo lo haría, pero tengo muy poco dinero”. Lo único que le da fuerzas para seguir es el tesón con el que su hija Lidia se vuelca en la asociación. “Es como Santa Teresa”, compara su madre. Lidia tiene claro que acabarán consiguiendo su objetivo. “Si no es por la vía política, tendremos que recurrir a la Audiencia Nacional y si hace falta lo llevaremos hasta Bruselas”.Hoy Adelaida tiene una idea fija en la cabeza: “Que nos devuelvan lo que nos robó Franco”. Pero ese dinero incautado no es el único que le niega el Estado. La Ley de la Memoria Histórica establece una pensión de orfandad para los hijos con discapacidad física o las hijas viudas y solteras de los fusilados, pero, a día de hoy, sigue sin cobrarla. La única espina que ha podido sacarse es conocer dónde está enterrado su padre. El año pasado visitó la fosa común en la que reposan sus restos, en el cementerio de San Eufrasio, en Jaén. Sesenta y siete años después, Adelaida pudo por fin llorarle como se merecía.
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