El Nacionalismo como religión
política
La idea de la nación -dice el
filósofo poeta indio Tagore- es uno de los medios soporíferos más eficaces que
ha inventado el hombre. Bajo la influencia de sus perfumes puede un pueblo
ejecutar un programa sistemático del egoísmo más craso, sin percatarse en lo
más mínimo de su depravación moral; aún más, se le excita peligrosamente cuando
se le llama la atención sobre ella.
Tagore denominó a la nación como
egoísmo organizado. La calificación ha sido bien elegida; sólo que no se debe
olvidar nunca que se trata aquí siempre del egoísmo organizado de minorías
privilegiadas, oculto tras el cortinaje de la nación, es decir, tras la
credulidad de las grandes masas. Se habla de intereses nacionales, de capital
nacional, de mercados nacionales, de honor nacional y de espíritu nacional;
pero se olvida que detrás de todo sólo están los intereses egoístas de
políticos sedientos de poder y de comerciantes deseosos de botín, para quienes
la nación es un medio cómodo que disimula a los ojos del mundo su codicia
personal y sus intrigas políticas.
El movimiento insospechado del
industrialismo capitalista ha fomentado la posibilidad de sugestión nacional
colectiva hasta un grado que antes no se hubiera siquiera soñado. En las
grandes ciudades actuales y en los centros de la actividad industrial viven
millones de seres estrechamente prensados, privados de su vida personal,
adiestrados sin cesar moral y espiritualmente por la prensa, el cine, la radio,
la educación, el partido y cien medios más, en un sentido que les hace perder
su personalidad. En los establecimientos de la gran industria capitalista el
trabajo se ha vuelto inerte y automático y ha perdido para el individuo el
carácter de la alegría creadora. Al convertirse en vacío fin de sí mismo ha
rebajado al hombre a la categoría de eterno galeote y le ha privado de lo más
valioso: la alegría interior por la obra creada, el impulso creador de la
personalidad. El individuo se siente solo como un elemento insignificante de un
grandioso mecanismo, en cuya monotonía desaparece toda nota personal.
Se adueñó el hombre de las
fuerzas de la naturaleza; pero en su lucha continua contra las condiciones
externas se olvidó de dar a su acción un contenido moral y de hacer servir a la
comunidad las conquistas de su espíritu; por eso se convirtió en esclavo del
aparato que ha creado. Es justamente esa enorme carga permanente de la máquina
lo que pesa sobre nosotres y hace de nuestra vida un infierno. Hemos perdido
nuestro humanismo y nos hemos vuelto, por eso, hombres de oficio, hombres de
negocio, hombres de partido. Se nos ha metido en la camisa de fuerza de la
nación para conservar nuestra característica étnica; pero nuestra humanidad se
ha esfumado y nuestras relaciones con los otros pueblos se han transformado en
odio y desconfianza. Para proteger a la nación sacrificamos todos los años
sumas monstruosas de nuestros ingresos, mientras los pueblos caen cada vez más
hondamente en la miseria. Cada país se asemeja a un campamento armado y acecha,
con miedo y mortífero celo, todo movimiento del vecino; pero está dispuesto en
todo momento a participar en cualquier combinación contra él y a enriquecerse a
costa suya. De ahí se desprende que debe confiar sus asuntos a hombres que
tengan una conciencia bien elástica, pues sólo ellos tienen las mejores
perspectivas de salir airosos en las eternas intrigas de la política exterior e
interior. Lo reconoció ya Saint Simon cuando dijo:
Todo pueblo que quiere hacer
conquistas está obligado a desencadenar en sí las peores pasiones; está forzado
a colocar en las más altas posiciones a hombres de carácter violento, así como
a los que se muestran más astutos. (Saint Simon, “Du Systeme industrial”, 1821)
Y a todo esto se agrega el miedo
continuo a la guerra, cuyas consecuencias se vuelven cada día más horrorosas y
más difícilmente previsibles. Ni los tratados y convenios mutuos con otras
naciones nos alivian, pues se conciertan con determinados propósitos, ocultos
generalmente. Nuestra política llamada nacional está animada por el egoísmo más
peligroso; y por esa misma razón no puede nunca conducir a una disminución o a
un arreglo integral, por todos anhelado, de las divergencias nacionales.
Por otra parte, hemos
desarrollado nuestros conocimientos técnicos hasta un grado capaz de influir y
estimular de modo fantástico en nuestra imaginación; pero sin embargo, el
hombre no se ha vuelto por ello más rico, sino cada vez más pobre. Toda nuestra
economía ha caído en un estado de constante inseguridad, y mientras se
abandonan al exterminio de una manera criminal valores por millones y millones,
a fin de mantener los precios al nivel más conveniente, viven en cada país
millones de seres humanos en la miseria más espantosa y sucumben
vergonzosamente en un mundo de superabundancia y de supuesta superproducción.
La máquina, que debía haber aliviado el trabajo del hombre, lo ha hecho más
pesado y ha convertido poco a poco a su propio inventor en una máquina, de tal
modo que debe adaptar cada uno de sus movimientos a los de las ruedas y mecanismos
de acero. Y, como se calcula la capacidad de rendimiento del complicado
mecanismo hasta lo más ínfimo, se calcula también la energía muscular y
nerviosa del productor viviente de acuerdo con determinados métodos
científicos, y no se comprende, no se quiere comprender, que con ello se le
priva del alma y se mutila profundamente su dignidad humana. Hemos caído cada
vez más bajo el dominio de la mecánica y sacrificamos la existencia humana
viviente ante el altar de la monotonía de las máquinas, sin que llegue a la
conciencia de la mayoría lo monstruoso de ese comienzo. Por eso se pasa por
sobre estas cosas generalmente con tanta indiferencia y frialdad como si se
tratase de objetos inertes y no del destino humano.
Para conservar ese estado de
cosas ponemos todas las conquistas técnicas y científicas al servicio del
asesinato en masa organizado; educamos a nuestra juventud para asesines
uniformades; entregamos los pueblos a la torpe tiranía de una burocracia
extraña a la vida; ponemos al hombre desde la cuna a la tumba bajo la
vigilancia policial: levantamos en todas partes prisiones y presidios y
poblamos cada país de ejércitos enteros de confidentes y espías. Semejante
orden, de cuyo seno enfermo brotan continuamente la violencia brutal, la
injusticia, la mentira, el crimen y la podredumbre moral como gérmenes
venenosos de endemias devastadoras, ¿no convencerá poco a poco, incluso a los
espíritus más conservadores, de que se compra a precio demasiado elevado?
El dominio de la técnica a costa
de la personalidad humana, y especialmente la resignación fatalista con que la
gran mayoría se acomoda a esa situación, es también la causa por la cual es más
débil en el hombre de hoy la necesidad de libertad, siendo sustituida en muchos
por la necesidad de seguridad económica. Ese fenómeno no debe extrañarnos; todo
nuestro desenvolvimiento ha llegado hoy a un punto en que casi todo ser humano
es jefe o subalterno, o ambas cosas simultáneamente. Por ese medio ha sido
fortalecido el espíritu de la dependencia; el hombre verdaderamente libre no
está a gusto ni en el papel de superior ni en el de inferior y se esmera, ante
todo, por desarrollar sus valores internos y sus capacidades personales de una
manera que le permita tener un juicio propio en todas las cosas y le capacite
para una acción independiente. La tutela continua de nuestra acción y de
nuestro pensamiento nos ha debilitado y nos ha vuelto irresponsables. De ahí
justamente proviene el anhelo de un hombre fuerte que ponga fin a toda miseria.
Ese afán de un dictador no es un signo de fortaleza, sino una prueba de nuestra
inconsistencia interior y de nuestra debilidad, aun cuando los que la ponen de
manifiesto se esfuerzan a menudo por aparecer como firmes y valerosos. Lo que
no posee el hombre mismo es lo que más codicia. Y como se siente demasiado
débil pone su salvación en la fortaleza ajena; porque somos demasiado cobardes
o demasiado tímides para hacer algo con las propias manos, y forjar el propio
destino, ponemos éste a merced de los demás. Bien dijo Seume cuando afirmó: La
nación que sólo puede o debe ser salvada por un solo hombre, merece latigazos.
No; el camino de la superación
sólo puede estar en la ruta hacia la libertad, pues toda dictadura tiene por
base una condición de dependencia llevada al extremo y no puede beneficiar
nunca la causa de la liberación. Incluso cuando una dictadura ha sido concebida
como etapa transitoria para alcanzar un cierto objetivo, la actuación práctica
de sus jefes -suponiendo que tenían la honesta intención de servir a la causa
del pueblo- la aparta cada vez más de sus objetivos originarios. No sólo por el
hecho que todo gobierno provisional, como dijo Proudhon, pretende siempre
llegar a ser permanente, sino ante todo porque el poder en sí es ineficaz y ya
por esa causa incita al abuso. Se pretende utilizar el poder como un medio,
pero el medio se convierte pronto en un fin en sí mismo, tras el cual
desaparece todo lo demás. Justamente porque el poder es infecundo y no puede
dar de sí nada creador, está obligado a utilizar las fuerzas laboriosas de la
sociedad y a oprimirlas en su servicio. Debe vestir un falso ropaje, a fin de
cubrir su propia debilidad; y esa circunstancia lleva a sus representantes a
falsas apariencias y engaño premeditado. Mientras aspira a subordinar la fuerza
creadora de la comunidad a sus finalidades particulares, destruye las raíces
más profundas de esa energía y ciega las fuentes de toda actividad creadora,
que admite el estímulo, pero de ninguna manera la coacción.
No se puede libertar a un pueblo
sometiéndolo a una nueva y mayor violencia y comenzando de nuevo el círculo de
la ceguera. Toda forma de dependencia lleva inevitablemente a un nuevo sistema
de esclavitud, y la dictadura más que cualquiera otra forma de gobierno, pues
reprime violentamente todo juicio contrario a la actuación de sus
representantes y sofoca así, de antemano, toda visión superior. Pero toda
condición de sometimiento tiene por base la conciencia religiosa del hombre y
paraliza sus energías creadoras, que sólo pueden desarrollarse sin obstáculos
en un clima de libertad. Toda la historia humana fue hasta aquí una lucha
continua entre las fuerzas culturales de la sociedad y las aspiraciones de
dominio de determinadas castas, cuyes representantes opusieron firmes barreras
a las aspiraciones culturales o al menos se esforzaron por oponerlas. Lo
cultural da al hombre la conciencia de su humanidad y de su potencia creadora,
mientras el poder ahonda en él el sentimiento de su sujeción esclava.
Hay que librar al ser humano de
la maldición del poder, del canibalismo de la explotación, para dar rienda
suelta en ellos a todas las fuerzas creadoras que puedan dar continuamente
nuevo contenido a su vida. El poder les rebaja a la categoría de tornillos
inertes de la máquina, que es puesta en marcha por una voluntad superior; la
cultura les convierte en amo y forjador de su propio destino y les afianza en
el sentimiento de la comunidad, del que surge todo lo grande. La redención de
la humanidad de la violencia organizada del Estado, de la estrecha limitación a
la nación, es el comienzo de un nuevo desarrollo humano, que siente crecer sus
alas en la libertad y encuentra su fortaleza en la comunidad. También para el
porvenir tiene validez la sabiduría de Lao-Tsé:
Gobernar de acuerdo con la ruta
es gobernar sin violencia: produce en la comunidad un efecto de equilibrio.
Donde hubo guerra crecen las espinas y surge un año sin cosecha. El que es
bueno no necesita violencia, no se arma de esplendor, no se jacta de fama, no
se apoya en su acción, no se fundamenta en la severidad, no aspira al poder. La
culminación significa decadencia. Fuera de la ruta está todo fuera de ruta.
Nacionalismo y Cultura. Rudolf
Rocker, 1936 Libro primero, Capítulo XV
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