Contra los regionalismos/nacionalismos patrios
.Posted By: admin 30 abril, 2013
[Ahora que se acerca el 23 de
abril, día de la fiesta “nacional” castellana, nos parece conveniente rescatar
este pasaje del texto Que ardan todas las patrias elaborado en 2011 por el ya
extinto Grupo Anarquizante Stirner que denuncia las mistificaciones del
nacionalismo, especialmente del que se disfraza de revolucionario. Hemos
quitado las notas para no alargar esta entrada del blog, ya de por sí extensa,
pero quien quiera acceder a las mismas puede hacerlo leyendo el texto completo
aquí:
http://grupostirner.blogspot.com.es/2011/02/que-ardan-todas-las-patrias.html
]
Los orígenes ultramontanos de los nacionalismos patrios
Las raíces de los pequeños
nacionalismos que han crecido desde el siglo XIX dentro del «Estado español» no
pueden ser más reaccionarias. De hecho, constituyen claros precedentes del
fascismo (¡mucho antes de que se fundara Falange Española!) puesto que se adelantaron
al mismo Hitler en usar el argumento de la supremacía racial. Igual que el
padre del nazismo, los ideólogos de tales nacionalismos recibieron el influjo
de la historiografía romántica de mediados del siglo XIX que se inventó una
serie de mitos (celtismo, arianismo, etc.) para justificar el dominio de la
«raza blanca» en el mundo, en una época en la que el imperialismo europeo
alcanzaba su culmen.
Así, el mito del celtismo fue especialmente
cultivado por el nacionalismo gallego desde la época del llamado «Rexurdimento»
en el siglo XIX. Para empezar habría que precisar que las evidencias históricas
demuestran que, en primer lugar, los «celtas» fueron un pueblo o conjunto de
pueblos de la II Edad del Hierro de los que apenas sabemos nada porque nada
dejaron escrito y que hoy día los historiadores sólo hablan de «celtas» en el
caso de las culturas de Hallstat y La Tène (ambas ubicadas en Centroeuropa), y
que, en segundo lugar, Galicia no era más celta que el resto de la Península
Ibérica, si acaso algo menos, pues se cree que fue celtizada leve y tardíamente
por pueblos que venían de la Meseta Norte (lugar donde tenemos uno de los pocos
vestigios de una cultura con características similares a las de Hallstat o La
Tène: los vetones de los Toros de Guisando en Ávila). Una prueba incontestable
de que la ascendencia celta de los gallegos es un mito es que la lengua gallega
forma parte del grupo de las de lenguas romances, es decir, derivadas del
latín, como el castellano, y no al grupo de las lenguas célticas al que
pertenece el gaélico. Pero todo esto trae sin cuidado al nacionalismo que,
irracional por naturaleza, sólo está interesado en aglomerar al mayor número de
adeptos posibles en torno de mitos nacionales apelando al más ciego
sentimentalismo. Sea como fuere, los nacionalistas del «Rexurdimento»
fabricaron una imagen mítica de una Galicia, de sangre aria al descender de
celtas y suevos (un pueblo germánico que se asentó en el noroeste peninsular
tras el hundimiento del Imperio Romano). Por supuesto, para los nacionalistas
gallegos ninguno de los otros pueblos que se asentaron en Galicia dejó huella
alguna en ella. Según Manuel Murguía, padre del galleguismo y marido de Rosalía
de Castro, el pueblo gallego «por el lenguaje, por la religión, por el arte,
por la raza (…) está ligado estrechamente a la grande y nobilísima familia
ariana».
Para éste, «el gallego (…) es un
pueblo numeroso y superior por ser por entero céltico (…) por no haberse
contaminado por la sangre semita» que es la que predomina en el resto de
España.
Por su parte, ya en pleno siglo
XX Alfonso Castelao, otro destacado teórico galleguista, extendió el odio
racista de Murguía también a los gitanos, quienes, según aquél, habían
infectado con su sangre impura el centro y, sobre todo, el sur de la península
(curiosamente el norte de España al completo, queda excluido de su exabrupto).
Dejemos que se explique: «Lo que el mundo distingue como “español” ya no es
“castellano”; es “andaluz”, que tampoco es andaluz sino gitano. A este respecto
hay que decir que no negamos la hondura cultural de Andalucía, solamente
comparable a la nuestra; pero es que allí los fondos antiguos de mayor
civilización están ahogados por la presencia de una raza nómada y mal avenida
con el trabajo. “Estos son unos hombres errantes y ladrones” —decía el padre
Sarmiento—; y si nosotros no apoyamos tan duro juicio, nos mostramos
satisfechos de no contar con este gremio en nuestra tierra. El caso es que los
gitanos monopolizan la sal y la gracia de España y que los españoles se vuelven
locos por parecer gitanos como antes se volvían locos por ser godos. La cosa
está en consagrar como español todo cuanto sea indigno de serlo. (…) Pero… ¿Qué
son la golferancia y el señoritismo sino un remedo de la gitanería? ¿Qué es el
flamenquismo sino la capa bárbara en que se ahogaron los fondos tradicionales
de España, la cáscara imperial y austriaca, los harapos piojosos de la
delincuencia gitana? Hoy el irrintzi vasco, el renchillido montañés, el ijujú
astur, el aturuxo gallego y el apupo portugués están vencidos por el afeminado
Olé… Pues bien; los gallegos espantaremos de nuestro país la “plaga de Egipto”
aunque se presente con recomendaciones…, porque somos la antítesis de la
golferancia y del señoritismo, de la gitanería y del torerismo.»
Pero lo que realmente saca de
quicio a un nacionalista como Castelao es el mestizaje, y para muestra de ello
he aquí un botón:
«Siendo Galicia el reino más
antiguo de España le fue negada la capacidad para asistir a las cortes, y ésta
es una ofensa imperdonable; pero peor ofensa fue la de someternos a Zamora —una
ciudad fundada por gallegos, pero separada ya de nuestro reino y diferenciada
étnicamente de nosotros—. Con razón el exaltado Vicetto escribió estas
palabras: “¿Y quién le negaba (a Galicia) ese derecho de igualdad y solidaridad
entre los demás pueblos peninsulares? Se lo negaba la canalla mestiza de
gallegos y moros que constituía los modernos pueblos de Castilla, Extremadura,
etc.; Se lo negaba, en fin, esa raza de impura, adulterada sangre”.»
Nótese que lo que en realidad
molesta a Castelao no es que Galicia fuera excluida de las Cortes sino que los
promotores de dicha exclusión fuera esa «canalla mestiza de gallegos y moros».
No obstante, quien se acercó más
al nazismo fue el galleguista Vicente Risco. Beato recalcitrante, Risco
combatió la II República por considerarla «atea» con la misma energía que
abrazó el mito ario aplicado al pueblo gallego, de ahí que llegara a afirmar lo
que sigue:
«Sea por la mejor adaptación a la
tierra, sea por la superioridad de la raza, lo cierto es que ni la infiltración
romana, ni la infiltración ibérica consiguieron destruir el predominio de
elemento rubio centroeuropeo en el pueblo gallego.»
Por otra parte, en Risco vuelve a
aparecer el antisemitismo visceral para el que llega a reconocer no hay
justificación racional alguna pero, como hemos visto, nacionalismo y razón son
conceptos que se excluyen mutuamente:
«El odio de las razas radica en
un fondo del alma inatacable por el razonamiento. Es un instinto. (…) Y digo
yo: ¿es posible que un sentimiento tan unánime contra los judíos no tenga una
causa real? Tiene que tenerla. Todo instinto corresponde a una causa; el
instinto atina siempre, adivina las causas.»
Vuelve a insistir Risco en la
clave del pensamiento nacionalista de ayer y de hoy, a saber, en lo monstruoso
del mestizaje que es lo que ha hecho a la impura sociedad mediterránea (la del
resto de la Península) inferior a la Galicia aria:
«El mestizaje de las culturas,
destructor, esterilizador de la personalidad individual y colectiva, no puede
darse más que en pueblos inferiores o en pueblos decadentes, recaídos en la
inferioridad.»
Y, en la misma onda que Castelao,
exalta la pureza de sangre de los pueblos del norte de la península,
especialmente, del pueblo vasco, hermanos de raza aria que cuentan con una
poderosa barrera contra el sur mestizo: una lengua que sólo ellos entienden. En
sus propias palabras,
«Los vascos tienen limpieza,
dinero, instrucción, educación, bellas ciudades, teléfonos, carreteras asfaltadas;
pero fijémonos bien en que tienen una conciencia nacional muy fuerte, una
soberbia de raza primigenia y un idioma que nadie entiende excepto ellos.» Pero
es el nacionalismo vasco con Sabino Arana a la cabeza quien más explotó la vena
etnicista. Arana no habla explícitamente de «raza aria» pero está claro que
bebe de las mismas fuentes que sus homólogos gallegos cuando expresa su odio
por esa «raza latina», claramente inferior, de la que se compone España:
«Si a esta nación latina la
viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra
internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así
como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas, como agobie y
aflige al ánimo del naufrago el no divisar en el horizonte ni costa ni
embarcación, el que España prosperara y se engrandeciera.»
En Arana el exabrupto racista
toma dimensiones patológicas. Es machista y homófobo cuando declara:
«El bizkaíno es de andar apuesto
y varonil; el español, o no sabe andar (ejemplo, los quintos) o si es apuesto
es tipo femenil (ejemplo, el torero).»
Se adelanta a la teoría del
superhombre ario de los nazis (que curiosamente ha pasado al folclore popular
en forma de chistes de vascos de fuerza descomunal) al afirmar:
«El bizkaíno es inteligente y
hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece
de maña para los trabajos más sencillos. Preguntádselo a cualquier contratista
de obras y sabréis que un bizkaíno hace en igual tiempo tanto como tres maketos
juntos.»
Utiliza el euskera como barrera
contra el mestizaje y como arma racista; nada que ver por tanto con un noble
sentimiento de amor a ninguna lengua. He aquí la prueba:
«No el hablar éste o el otro
idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del
contagio de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros
invasores aprendieran el Euskera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente
su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o
cualquier otro idioma desconocido para ellos, mientras estuviésemos sujetos a
su dominio.»
«Si nos dieran a elegir entre una
Bizkaya poblada de maketos que sólo hablasen Euskera y una Bizkaya poblada de
bizkaínos que sólo hablasen el castellano, escogeríamos sin debitar esta
segunda, porque es preferible la sustancia bizkaína con accidentes exóticos que
pudieran eliminarse y sustituirse por los naturales, a una sustancia exótica
con propiedades bizkaínas que nunca podrán cambiarla.»
«Tanto están obligados los
bizkaínos a hablar su lengua nacional, como a no enseñársela a los maketos o
españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje
es el gran medio de preservarnos del contacto con los españoles y evitar así el
cruzamiento de las dos razas.»
Otras veces, el odio de Arana
hacia todo lo «maketo» es tan rastrero que entra en contradicción con el
mensaje victimista del vasquista que se siente miembro de una «nación
oprimida». Así al leer lo que sigue, uno no puede dejar de preguntarse quién es
realmente el opresor y quién el oprimido…
«El bizkaíno no vale para servir,
ha nacido para ser señor (“etxejaun”); el español no ha nacido más que para ser
vasallo y siervo (pulsad la empleomanía dentro de España, y si vais fuera de
ella le veréis ejerciendo los oficios más humildes).»
En cuanto al nacionalismo
catalán, sus raíces son igualmente racistas aunque sus seguidores se han dado
más maña que sus correligionarios vascos y gallegos en ocultarlas. Como en los
dos casos anteriormente estudiados, el catalanismo también recibe la nefasta
influencia del mito ario desde su origen en los tiempos de la «Renaixença»
(movimiento análogo al «Rexurdimento» gallego). Según Pompeu Gener, médico y
destacado nacionalista catalán del siglo XIX, existe una raza catalana que
(¡cómo no!) es aria, descendiente de los francos, y que contrasta con la chusma
que vive al sur del Ebro, que tiene impura sangre semítica (de «moro» y
judío):
«Creemos que nuestro pueblo es de
una raza superior a la de la mayoría que forman España. Sabemos por la ciencia
que somos arios. (…) También tenderemos a expulsar todo aquello que nos fue
importado de los semitas del otro lado del Ebro: costumbres de moros
fatalistas.»
El lector quizá se haya percatado
de la interesante expresión «sabemos por la ciencia» y es que el supremacismo
catalán intentó darse un barniz científico, que en realidad fue pseudocientíco
pues echó mano de la craneometría, un engendro producido por el furor
positivista del siglo XIX que acabó siendo denunciado por la propia Ciencia
como un fraude. Así, otro grande del nacionalismo catalán, Valentí Almirall,
distinguía dos grandes grupos raciales en España atendiendo a la forma de la
bóveda craneal de los individuos. En sus palabras,
«España no es una nación una,
compuesta por un pueblo uniforme. Más bien es todo lo contrario. Desde los más
remotos tiempos de la historia, una gran variedad de razas diferentes echaron
raíces en nuestra península, pero sin llegar nunca a fusionarse. En época
posterior se constituyeron dos grupos: el castellano y el vasco-aragonés o
pirenaico. Ahora bien, el carácter y los rasgos de ambos son diametralmente
opuestos. (…)
»El grupo central-meridional, por
la influencia de la sangre semita que se debe a la invasión árabe, se distingue
por su espíritu soñador (….). El grupo pirenaico, procede de razas primitivas,
se manifiesta como mucho más positivo. Su ingenio analítico y recio, como su
territorio, va directo al fondo de las cosas, sin pararse en las formas.»
Y ya en el siglo XX, sería
también un médico, el Dr. Puig i Sais, el que advirtiera en su libro El
problema de la natalitat a Catalunya. Un perill gravíssim per a la nostra
pátria (1915), que los inmigrantes venidos de otras partes de España
(especialmente de Murcia y Andalucía) presentaban un mayor índice de natalidad
que los catalanes de pura cepa, con lo que peligraba esa «raza catalana» de la
que hablaban Gener y Almirall.
Pero aparte de racistas, estos
nacionalismos tenían (como no podía ser de otra manera) un marcado carácter
burgués. No es causalidad que estos nacionalismos surgieran en las zonas donde
se asentaba la burguesía más pujante de la Península Ibérica por aquel
entonces. Y tampoco es casualidad que se empezaran a desarrollar justo a partir
de 1808, cuando España empieza a perder su imperio colonial y se radicalizasen
y tomaran un cariz separatista a partir del «Desastre de 1898» cuando se pierde
prácticamente todo lo que quedaba del Imperio Español. No es casualidad porque
las inmensas fortunas que las burguesías vasca y catalana (la gallega las sigue
muy de lejos) llegaron a acumular las consiguieron a expensas del imperialismo
español, ése que tanto odian nuestros nacionalistas periféricos. De hecho, un
poco antes del «Desastre del 98» el capital catalán era uno de los principales
inversores en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, de ahí que hoy día
abunde tanto apellido catalán en el Caribe (Pujol, Balaguer, etc.). Por otra parte,
la recurrencia de apellidos vascos entre la oligarquía latinoamericana (Uribe,
Gortari, etc.) evidencia que a la burguesía vasca tampoco le fue mal haciendo
negocios en el seno del Imperio Español. Por otra parte, es interesante
observar que, pese a su desprecio por el sur de la península, la burguesía del
norte no hacía ascos a los recursos agrícolas y pesqueros de la España
meridional y que fue esta burguesía predominantemente la que acumuló el
suficiente capital como para adquirir tierras procedentes de las
desamortizaciones, razón por la cual, incluso hoy día, buena parte de los
«señoritos andaluces» tienen apellidos vascos y catalanes. No es casual que las
más conocidas marcas comerciales de productos típicos de Andalucía y
Extremadura sean apellidos como Ybarra, Elosúa, Zulueta, Carbonell, etc. Y
recordemos que fue precisamente la burguesía que se benefició de las
desamortizaciones la que consolidó el caciquismo que mató de hambre al
jornalero andaluz.
Otro rasgo determinante de estos
nacionalismos del norte peninsular es su furibunda religiosidad. Es interesante
comprobar que precisamente fue el Norte montañoso, rural y aislado, frente al
Sur y al Levante más abiertos al cosmopolitismo y a las influencias foráneas,
donde la Iglesia Católica urdió ese plan de limpieza étnica que fue la llamada
«Reconquista». De ahí que los nacionalistas de esas zonas piensen que la
auténtica fe cristiana esté en ese norte mítico no contaminado por la sangre
sarracena. Así, no es raro que Arana, católico fanático, afirmara que
«el bizkaíno que vive en las
montañas, que es el verdadero bizkaíno es, por natural carácter, religioso
(asistid a una misa por aldea apartada y quedaréis edificados); el español que
habita lejos de las poblaciones, o es fanático o es impío (ejemplos de lo
primero en cualquier región española; de lo segundo entre los bandidos
andaluces, que usan escapulario, y de lo tercero, aquí en Bizkaya, en Sestao
donde todos los españoles, que no son pocos, son librepensadores).»
Igualmente es muy notable la
conexión de estos nacionalismos norteños y el carlismo, ideología reaccionaria
y clerical que tuvo especial preponderancia en el norte peninsular, ya que el
principal núcleo de irradiación de ideas liberales era Cádiz, donde, como
sabemos, se aprobó la primera Constitución liberal en 1812. De ahí que buena
parte del odio hacia el Sur profesado por nacionalistas como Arana, que era
hijo de un militar carlista, venga en parte del odio hacia las ideas liberales.
Ello explica que éste llegue a afirmar lo que sigue:
«El masonismo o liberalismo no ha
penetrado en nuestra Bizkaya por sí solo, ni se ha aplicado aún a nuestras
instituciones. Hase introducido con el extranjerismo (…)»
«Contad y examinad a los maketos
que invaden el territorio bizkaíno: el noventa por ciento son con seguridad
liberales; de esos noventa, unos sesenta serán antes de un mes republicanos,
los demás o monárquicos, o socialistas o anarquistas.»
Tampoco es extraña la defensa a
ultranza que hace Arana de la Compañía de Jesús, principal foco de la reacción
en el siglo XIX y comienzos del XX y enemiga acérrima del liberalismo y el
republicanismo:
«Un grande hombre engendró la
raza vasca: Ignacio de Loyola. Su obra fue aún más grande: la Compañía de
Jesús. Verdaderamente, todo cristiano debe como tal, venerarlos; todo vasco
debe, por ser vasco, amarlos. Pero ¿qué les deberá el vasco a quienes los
aborrecen, les silban, les apedrean y los persiguen?»
Por otra parte, no hay que
olvidar que uno de los padres del nacionalismo catalán, Josep Torrás i Bages,
era un obispo carlista.
Los nacionalismos se disfrazan de izquierda
Ya entrado el siglo XX los
ideólogos de estos pequeños nacionalismos se dan cuenta de que las masas, cada
vez más influidas por ideas socialistas (en una época en la que el Movimiento
Obrero es especialmente pujante) desconfían de ellos porque su carácter burgués
y conservador se notaba a la legua. Es entonces cuando los distintos
nacionalismos patrios empiezan a desarrollar ramas izquierdistas para
infiltrarse en las filas del Movimiento Obrero. Esto no es nada extraño,
también la Iglesia Católica ante el avance del socialismo y el laicismo que
éste implicaba se sacó de la manga el cristianismo de base y los curas rojos.
En ambos casos la estrategia es clara: se trata de crear un movimiento con un
barniz izquierdista que oculte un núcleo central reaccionario. Puro
confusionismo ideológico.
Sin embargo, al principio el
Movimiento Obrero no cae en la trampa. Así, Anselmo Lorenzo, padre del
anarquismo español, ya a principios de siglo arremete contra la demagogia
nacionalista en un artículo titulado «Ni Catalanistas ni Bizkaytarras». Lorenzo
primero desmonta la falacia del «hecho diferencial» que hace a los
nacionalistas reclamar derechos especiales o, dicho de otra manera, privilegios
para su pretendida nación:>
«Cataluña y las Provincias Vascas
tienen de seguro fundados motivos de queja contra el Estado español, como lo
tienen todas las demás regiones y provincias, aunque no se quejen; como lo
tienen todos los individuos.»
Da en el clavo Lorenzo cuando
explica bien claro cómo para lo único que quieren los líderes nacionalistas a
los obreros es para que hagan de carne de cañón en la guerra en la que se
emancipe de España su pequeña patria, que será un nuevo Estado con burgueses y
proletarios, capitalismo y policías. Citamos literalmente:
«(…) el catalanista (…) esto
también el bizkaytarra, echan pestes contra el madrileño, pobre diablo que en
la asamblea de las regiones viene a ser lo que el burro en la de los animales,
y lejos de censurar al Estado por lo que como tal institución tiene de
absorbente, tiránica y odiosa, aspiran a fundar nuevos Estados más pequeños, en
que ellos, los propagandistas de hoy y los gobernantes de mañana, conserven sin
alteración los mismos males que la sana crítica halla siempre en todos los
Estados.»
Y remata magistralmente el
artículo remitiéndonos al internacionalismo propugnado por la I Internacional,
separando la liberación nacional, que es cuestión de la burguesía nacionalista,
de la liberación de clase, que es el auténtico problema del proletariado.
Además, advierte que la política nacionalista tiende a destruir la solidaridad
de clase entre los trabajadores pues los líderes nacionalistas de turno
intentarán convencer a los trabajadores de sus «patrias» respectivas que el
enemigo es el trabajador español:
«Al seguir a catalanistas y
bizkaytarras, los trabajadores que tal hiciesen por lo pronto sólo conseguirían
desvirtuar con los hechos aquella gran verdad tiempo ha reconocida: “La
emancipación de los trabajadores no es un problema local (ni regional añado yo)
ni nacional”, y se harían enemigos de los trabajadores de otras regiones,
incluso los de Madrid, donde también hay obreros, aunque otra cosa quieran
hacer creer los catalanistas y bizkaytarras que llevan un madrileño montado en
la nariz.»
Uno de los primeros pasos en la
invención de un nacionalismo «de izquierdas» los da el nacionalismo catalán con
la creación de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Del falso izquierdismo
de la Esquerra da cuenta Jacinto Toryho, miembro de la CNT y de la FAI y
director del periódico Solidaridad Obrera, al afirmar que la Lliga Regionalista
(catalanistas de derechas) y ERC (catalanistas de izquierdas)
«en lo social no eran fracciones
diferentes, sino dos expresiones reaccionarias a las que solamente separaba un
matiz partidista electorero».
Según José Peirats, uno de los
objetivos de la Esquerra era neutralizar la poderosa influencia de la CNT en
Cataluña, organización que por su carácter internacionalista constituía un
obstáculo para los planes separatistas de los nacionalistas catalanes. ERC
incluso llegó a formar una organización específicamente obrera y catalanista,
la Federación Obrera Catalana (FOC), rival de los «murcianos» de la CNT pero
fracasó. Entonces el catalanismo de «izquierdas» empezó a difundir la idea de
que el anarcosindicalismo era algo extranjero, de importación. Peor aún: cuando
la II República le concedió competencias en orden público a la Generalitat los
nacionalistas, en el gobierno autonómico, formaron un cuerpo parapolicial
integrado por miembros de las juventudes de Estat Catalá (facción mas
extremista de la Esquerra), los «escamots», que secuestraron, torturaron y
asesinaron con total impunidad a no pocos militantes de la CNT y la FAI bajo el
mandato del Consejero de Gobernación de la Generalitat Josep Dencás (ya
advirtió el presidente Lluis Companys, según contaba el destacado militante
ácrata Juan García Oliver, que a los anarquistas, especialmente a los de la
FAI, había que «apretarles los tornillos»). De Dencás, por cierto, Toryho
escribió:
«Dencás era un separatista que
odiaba a España con fervor satánico. Poseía todos los rasgos que el psiquiatra
halla en el paranoico. Con anterioridad a la República había militado en la
Lliga. Luego se pasó a la Esquerra y Estat Catalá. Siendo diputado de las
Cortes Constituyentes, su pueril fervor antihispánico le llevó a desgarrar con
una hoja de afeitar los escudos de la República Española que había grabado en
los pupitres de los escaños correspondiente a Esquerra Catalana.»
Por su parte, Joaquín Maurín,
militante del POUM opinaba de este personaje lo siguiente:
«Dencás, jefe de la fracción de
“Estat Catalá”, turbio en sus propósitos, no podía ocultar sus intenciones
deliberadamente fascistas. Todo su trabajo de organización y toda su actividad
política tendían hacia un objetivo final: un fascismo catalán. Su declaración
de guerra a los anarcosindicalistas, sus “escamots” de camisas verdes
regimentadas, todo eso tenía un denominador común: el nacional socialismo
catalán.»
Aquí habría que añadir que Josep
Dencás, había ido hasta Italia para buscar el apoyo de Mussolini para la causa
catalanista, de hecho los «escamots» por él creados eran una copia de las
milicias fascistas mussolinianas.
No parece, pues, que los
nacionalistas catalanes hicieran un gran servicio a la II República. De hecho,
siempre estuvieron conspirando contra ella como demuestra el conato de secesión
de octubre de 1934, que fracasó gracias al desmarque de la CNT, que tenía
pensado secundar la insurrección de Asturias pero que desconvocó todas las
acciones para que los nacionalistas no aprovecharan la confusión para pescar en
río revuelto. Esto hizo a la CNT ganarse la antipatía de ERC, cuya facción
Estat Catalá se alió con los estalinistas del PSUC para atacar a la CNT durante
los «sucesos de mayo del 37» en los que murió más gente que durante el 19 de
julio del 36.
Hay que decir, no obstante, que
el ejemplo de la CNT en Cataluña no cundió en buena parte de la izquierda no
nacionalista. Así el estalinismo, siempre jugó con dos barajas, la centralista
con el PCE y la separatista con el PSUC en Cataluña. Tampoco se salva el POUM,
partido que estaba formado por dos facciones marxistas críticas con Moscú, una
de las cuales, el Bloque Obrero y Campesino, había tomado parte en el intento
de secesión de Cataluña en 1934. No es extraño que Trotski desconfiara de esta
formación política, que nunca llegó a formar parte de la IV Internacional. De
hecho, el mítico líder bolchevique describió la ideología del ya citado Maurín,
dirigente del Bloque Obrero y Campesino, como «nacionalista-provinciana y
pequeño burguesa» además de un «galimatías ecléctico». No es de extrañar, pues,
que el trotskismo patrio posterior haya tenido tanto lastre nacionalista
(recordemos que parte de una de las más emblemáticas formaciones trotskistas de
la década de los 70, la Liga Comunista Revolucionaria, procedía de una escisión
de ETA V Asamblea).
Pero tras el triunfo franquista
en la Guerra Civil, el panorama cambia. Por un lado, la represión de la
dictadura de Franco se cebó no sólo en socialistas, comunistas y anarquistas,
sino también en los nacionalistas periféricos, a pesar de que muchos de ellos,
como hemos visto, ideológicamente no estaban lejos del franquismo. Por otro
lado, el Eje es derrotado en 1945 y la propaganda aliada airea el horror al que
había llegado el nacionalismo etnicista de los nazis. A partir de entonces, los
nacionalismos adoptan una apariencia más izquierdista (¡hasta una parte del
carlismo se declaró «socialista» y «autogestionario» cuando Franco lo marginó
del poder!) y purgan su mensaje de contenidos racistas. Desde la clandestinidad
nuestros nacionalistas se suben al carro de las luchas de «liberación nacional»
del Tercer Mundo, especialmente desde finales de los 50 por la influencia de la
Revolución Cubana, construyendo a partir de ese momento falsas analogías entre
las colonias del Tercer Mundo y el País Vasco y Cataluña, algo ridículo pues,
como ya se ha dicho, las burguesías catalana y vasca eran las más ricas de
España y mantenían con el resto de las regiones más pobres del país
(Extremadura, Andalucía, algunas zonas de las dos Castillas, etc.), de las que
recibía una mano de obra barata para su industria, una relación casi colonial.
Y no tuvieron ningún reparo nuestros independentistas en declararse «marxistas»
a pesar de que Marx había dejado bien claro el carácter reaccionario de los
movimientos que luchan por la vuelta a las pequeñas nacionalidades basadas en
fronteras feudales dentro de los estados modernos europeos. Y con la llegada de
la democracia y el nuevo Estado de las Autonomías las reivindicaciones de las
«nacionalidades históricas» se hace omnipresente en todos los programas de
izquierda. Tanto es así que incluso en el Movimiento Libertario hubo un fuerte
debate que no se reflejó en sus acuerdos aunque sí en su prensa. Según
explicaba Juan Gómez Casas en 1982:
«Las preocupaciones nacionalistas
derivadas de las autonomías irrumpieron también en la CNT y en el Movimiento
Libertario en nuestro tiempo. Aunque el tema no llegó a ser tocado en ningún
pleno nacional de regionales ni en los congresos de este tiempo, por estar
perfectamente definidas en las previsiones ideológicas de la organización las
alternativas federalistas, en sí plenamente libertarias, la polémica sobre
nacionalismo sí saltó también a las páginas de nuestros periódicos. Por parte
de algún compañero la historia, la lengua y la cultura eran factores a tener en
cuenta en las polémicas en curso. Personalmente mantuve algunas en el periódico
CNT y el tema fue objeto de sustancial análisis en el editorial del número 109
de Solidaridad Obrera del 4 de abril de 1982. Se afirmaba aquí: “En este
editorial no se trata este tema por casualidad. Se trata porque creemos que en
sectores de la organización se plantea, se analiza y se discute sobre
nacionalismo. Este debate sería absurdo ocultarlo o negarlo. Es más positivo
contribuir a fomentarlo y a que se tomen posturas claras” El editorial afirmaba
después que la CNT es una organización que se creó y funciona bajo esquemas federalistas,
por lo que las personas y organizaciones que forman la CNT se han unido entre
sí de forma totalmente libre. Luego se decía que el proyecto de sociedad que se
planteaba la CNT era también federalista, es decir, equivalía a la unión libre
de personas y estructuras que componen esa sociedad. Porque “sería erróneo y
peligroso el permitir que la pertenencia a la misma comunidad cultural,
lingüística y geográfica de un obrero y su patrón, amortiguara, escondiera u
oscureciera el enfrentamiento fundamental de intereses y de aspiraciones entre
un patrón y un obrero, entre un explotado y su explotador”. También porque un
Estado, sea de la nacionalidad que sea, es siempre un instrumento de presión.
No olvidemos que las burocracias estatales, hablen la lengua que hablen y
lleven la bandera o el uniforme que lleven, sean nacionalistas o no, son un
brazo de represión.»
No obstante, aunque el
nacionalismo tras la Transición haya ocultado su vena racista, su propensión a
la xenofobia y su horror patológico al mestizaje siguen bien patentes en su
discurso. Así Heribert Barrera, histórico dirigente de ERC en una entrevista
concedida al diario La Vanguardia del 1/03/2001 llegó a sumarse al discurso del
PP o incluso al de Democracia Nacional al aconsejar a los inmigrantes que se
quedaran en su país, ya que según él,
«Ésa es la amenaza de la
inmigración para el futuro del catalán: hoy se usan catalán y castellano casi
por igual, pero si sigue este flujo inmigratorio…, el catalán desaparecerá. (…)
Si desaparece el catalán, desaparece la identidad catalana: desaparece
Cataluña.»
Esto es muy típico del
nacionalismo, a saber, la obsesión por abstracciones metafísicas, como el
preocuparse más por la conservación de un rasgo cultural (la lengua en este
caso) que por el bienestar de los individuos de carne y hueso. Lo cierto es que
estos rasgos culturales están constantemente cambiando, para desgracia de la
mentalidad inmovilista de los nacionalistas, que tienen un concepto
absolutamente estático (¡e irreal!) de la «cultura». Esto es muy propio del
pensamiento conservador, que se refugia en el pasado cuando le asustan los
cambios del presente. De ahí que Barrera afirme:
«La Cataluña que más me gusta es
la de antes de la guerra.»
Sin embargo, el mestizaje avanza
por mucho que le pese a un nacionalista como Heribert Barrera, quien ante la
pregunta de si le molestaría ver mezquitas en su patria responde:
«No por la religión, que yo soy
agnóstico, sino porque significaría un cambio cultural y social de mi país, y
yo no deseo eso. (…) Mejor iglesias que mezquitas, puesto que tenemos la cosa
así. Es mejor un reparto geográfico de las doctrinas: allí, mezquitas; aquí,
iglesias. ¿Para qué mezclarlo todo? ¡Cada cosa en su sitio!»
Pasando por alto lo sui géneris
de su agnosticismo (ya hemos explicado la estrecha conexión
nacionalismo-Iglesia), he aquí de nuevo el eterno leitmotiv del nacionalismo,
la segregación de los seres humanos por «culturas». Cada oveja con su rebaño.
Y ese eterno odio al mestizaje es
el que mueve el último proyecto conjunto de nacionalistas patrios y de allende
los Pirineos, la llamada «Europa de los Pueblos». Se trataría de dar voz (o más
bien poder) a las pequeñas nacionalidades «aplastadas» por los grandes estados
mestizos de la Unión Europea. Y para ilustrar el asunto se ha llegado a editar
una suerte de mapa «étnico» en el que se indica cuál es el hábitat de cada
nacionalidad. Lo que no dicen nuestros nacionalistas es que este tipo de
proyectos no es nuevo. Ya un personaje como León Degrelle, un destacado miembro
de las Waffen-SS belgas, y otros correligionarios nazis idearon al final de la
II Guerra Mundial un plan para dividir Europa en pequeñas nacionalidades que
impidiera todo mestizaje. Degrelle, que se refugió en la España franquista,
criticó del estado español su carácter mestizo, tan contrario al espíritu del
Mein Kampf de Hitler. Y en 1973 en un acto en Madrid presidido por la señera
catalana y un pendón de Castilla, formó su propio partido, CEDADE, una
organización neonazi que abogaba por la disolución de España en pequeños
estados «étnicos», coincidiendo así con nuestros nacionalistas de «izquierdas».
El efecto dominó
Las reivindicaciones de las
«nacionalidades históricas» pronto generaron un efecto dominó. Así, ya sea por
pura imitación o por agravio comparativo surgen nacionalismos que son una
triste y tardía copia de los nacionalismos del Norte aunque sin llegar a tener
tanta fuerza como los nacionalismos gallego, vasco y catalán.
En efecto, ya bien entrado el
siglo XX, Blas Infante creó prácticamente de la nada el nacionalismo andaluz,
un nacionalismo que apenas tuvo calado popular por la sencilla razón que la
proletarizada Andalucía era uno de los bastiones históricos del anarquismo en
la península. Para ello contó con la inestimable ayuda de los nacionalistas
gallegos que le contaron cómo habían explotado el mito céltico. De manera
análoga, el «Padre de la Patria Andaluza» buscó en la historia andaluza un mito
nacional y se encontró con el pasado musulmán, que le llegó a obsesionar hasta
el punto de viajar a Marruecos, donde, según dicen, se convirtió al Islam. El
nacionalismo de Infante tiene ese punto de fantasía y falseamiento de la
realidad que caracteriza a todos los nacionalismos pues, por mucho que se
considerase descendiente de pobladores de Al-Ándalus, él y la práctica
totalidad de los andaluces descienden de gentes venidas del norte de la
península (gallegos, leoneses, castellanos, aragoneses, etc.) con la
Reconquista. De hecho, casi toda la población morisca fue deportada al norte de
África en el siglo XVI y la poca que quedó fue trasladada desde Andalucía y
Levante (donde había más población morisca descendiente de los mudéjares o
musulmanes de los reinos cristianos, que en Andalucía, por cierto) hasta zonas
del interior (Castilla y León, principalmente) donde perdieron sus costumbres y
se fundieron con la población local (como han demostrado estudios genéticos
recientes). En lo que sí tenía razón el «Padre de la Patria Andaluza» era en la
denuncia de la miseria y el caciquismo existente en el campo andaluz, pero su
denuncia, aunque bien intencionada, era la de un individuo de clase acomodada
(notario de profesión) que conocía las cuitas de los jornaleros desde fuera.
Éstos sabían bien que su problema no derivaba del «centralismo de Madrid» sino
de la acumulación de la riqueza en manos de unos pocos, cosa que no sólo
ocurría en Andalucía, y se habían inclinado por la lucha global contra el
capitalismo que preconizaba la CNT. Por otra parte, Infante y sus
correligionarios cayeron en el error que comenten todos los nacionalismos, a
saber, reducir la historia de Andalucía al elemento árabe (¿acaso no habitaron
también los tartesios, los fenicios, los romanos, etc. en aquellas tierras?),
es más, monopolizaron el término Al-Ándalus, cuando Al-Ándalus llegó a
comprender la mayor parte de península, no sólo la actual Andalucía. Sea como
fuere, ni siquiera hoy día, los andaluces tienen especial espíritu patriótico y
ello a pesar del esfuerzo y los recursos gastados por el gobierno autonómico y
de que en 2007 el parlamento andaluz declarara a Andalucía «realidad nacional»
dentro de España. Prueba de que dicha reivindicación nacionalista no tenía base
social ninguna es que sólo tras una campaña institucional para fomentar el
patriotismo el número de encuestados que consideraba a Andalucía una «nación»
pasó del 4% al 18%. Aún así al 82% de los andaluces les seguía importando bien
poco la identidad nacional.
Pero, si hay un caso de
separatismo verdaderamente absurdo en la España de las autonomías, ése es el
castellano. Castilla, que acabaría siendo el reino hegemónico tras la
Reconquista, cuna de la actual lengua española, quintaesencia de España,
elemento unificador de gentes y territorios patrios, no tenía al acabar la
dictadura franquista ni lengua particular ni hecho diferencial sobre el que
basar su derecho a la autodeterminación pues más bien es la periferia la que se
autodetermina con respecto al centro, de tal manera que si los territorios
periféricos se separan, una Castilla «secesionista» sólo podría separarse de sí
misma. El asunto roza el esperpento. Aún así los poderes y buena parte de la
izquierda se han dedicado en el caso de Castilla a hacer también patria. Y a
falta de otro hecho diferencial más convincente se han dedicado a promover una
imagen mitificada y anacrónica de los Comuneros que se alzaron contra el
emperador Carlos en el siglo XVI. Aquí habría que recordar que la manipulación
de los hechos históricos en torno a la revuelta comunera no era nueva. Así, en
el siglo XIX los liberales, tras la Guerra de la Independencia, quisieron ver
en los comuneros, una afirmación de lo español (que no de lo castellano) frente
a las injerencias externas, así como una de las primeras luchas contra el
absolutismo monárquico. Más tarde, durante la II República los comuneros fueron
vistos como una suerte de precursores del republicanismo. Lo cierto es que la
revuelta iba dirigida contra un rey en concreto, no contra la institución
monárquica, y en ella tomaron parte segundones de la nobleza e incluso un
obispo, por lo que ver en ella una temprana revolución burguesa y republicana
es como poco algo forzado. Pero la mitificación no se paró ahí: durante la
Transición se volvió a dar unos retoques al mito comunero para convertirlo en
un movimiento nacionalista, afirmador de la «castellanidad». Castilla no iba a
ser menos que el país Vasco, Galicia o Cataluña. Y así, el 23 de abril (fecha
de la derrota comunera) se establece como día de la Comunidad Autónoma de
Castilla y León. Nuevamente se hace una lectura forzada de los hechos
históricos para que encajen en una teoría prefabricada: los comuneros aparte de
alzarse en la actual Castilla y León lo hicieron en La Mancha (donde el 23 de
abril no es festivo a pesar de ser también Castilla), en Jaén, en Murcia…
Finalmente, en el colmo del anacronismo y la manipulación, buena parte de la
izquierda que acude a Villalar a celebrar la «fiesta nacional» castellana ha
fomentado la creencia de que los comuneros lucharon por el pueblo, o sea, por
el Tercer Estado, con lo que su gesta sería similar a la de las luchas obreras
de los siglos XIX y XX.
Los carlistas también reivindican
a los comuneros
Y mientras los nacionalistas
castellanos celebran su jornada patriótica en Villalar el 23 de abril, los
leonesistas queman pendones de Castilla (a pesar de que uno de los jefes
comuneros, Maldonado, era salmantino). En efecto, el leonesismo pretende la
separación del País Leonés (León, Salamanca y Zamora) de Castilla para
constituir su propia comunidad autónoma y tiene como todos los movimientos identitarios
patrios raíces conservadoras: uno de sus principales impulsores, José
Eguigaray, fue un militar franquista. De hecho, Franco mantuvo a las citadas
tres provincias en una región separada de Castilla la Vieja, como piden hoy los
leonesistas. Curiosamente, este último argumento es usado contra ellos por la
tribu rival, la «izquierda» castellanista, cuando ellos se dedican a rendir
homenaje a figuras tan «progresistas» como el conde de la Reconquista Fernán
González, el señor feudal que «independizó» Castilla del reino de León.
Colectivo Editorial Amor y Rabia
Revista Amor y Rabia (19.04.2013)
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