EL IDEAL ANARQUISTA DE ELISEO RECLUS
Fuera del ámbito
libertario, Eliseo Reclus es más conocido como eminente geógrafo que como
teórico del anarquismo. Como en otros muchos casos, desde Lev Tolstoi a Noam
Chomsky, muchos anarquistas son valorados por su producción científica pero se
obvia conscientemente su obra política y filosófica, que no está por debajo de
la académica o literaria. En el caso de Eliseo Reclus, como mucho, se reduce su
pensamiento a la famosa frase “La anarquía es la más alta expresión del orden”,
pero seguimos desconociendo la obra de un pensador libertario que convivió con
Bakunin y Kropotkin al mismo tiempo que buscaba nuevos horizontes a una ciencia
geográfica que en ocasiones servía como coartada del colonialismo más salvaje;
una geografía humana en abierta oposición a la más ortodoxa de Paul Vidal de la
Blache. Recogemos en La Alcarria Obrera uno de sus escritos, “El ideal
anarquista”, que resume muy bien su pensamiento, siempre preocupado por la
aplicación práctica del ideal (como se trasluce en “Las colonias anarquistas”)
y que nos ofrece una firme esperanza en tiempos difíciles y oscuros.
La anarquía, el ideal
del anarquismo y los anarquistas
La anarquía no es una teoría nueva.
La palabra misma,
tomada en su acepción de "ausencia de gobierno", de "sociedad
sin jefes", es de origen antiguo y fue empleada mucho antes de Proudhon.
Por otra parte, ¿qué
importan las palabras? Antes de los anarquistas existieron "ácratas",
y se habían sucedido ya muchas generaciones cuando éstos imaginaron su nombre
de formación erudita. Siempre ha habido hombres libres, despreciadores de la
ley, gentes que han vivido sin amos, según el derecho primordial de su
existencia y de su pensamiento. Aun en los tiempos primitivos encontramos en
todas partes tribus compuestas de hombres que se rigen a su modo, sin leyes
impuestas ni otra regla de conducta que "su querer y libre voluntad",
según dijo Rabelais, e impulsados también por el deseo de fundar la "fe
profunda", como los "caballeros tan bizarros" y las "damas
tan graciosas" que se reunieron en la abadía de Thelème.
Pero si la anarquía
es tan antigua como la humanidad, al menos los que la representan aportan algo
nuevo, puesto que tienen la conciencia precisa del fin que se proponen y desde
un extremo al otro de la tierra están de acuerdo dentro de su ideal para
rechazar toda forma de gobierno. El sueño de la libertad del mundo ha dejado de
ser una pura utopía filosófica y literaria, como lo era para los fundadores de
las ciudades del Sol o de las nuevas Jerusalén, y ha llegado a ser un fin
práctico, activamente buscado por multitudes de hombres que unidos y resueltos
colaboran al advenimiento de una sociedad en la que no habrá amos, ni conservadores
oficiales de la moral pública, ni carceleros, ni verdugos, ni ricos, ni pobres,
sino hermanos que tendrán todos su pan cotidiano, iguales en derechos,
manteniéndose en paz y en cordial unión, no por obediencia a las leyes,
acompañadas siempre de terribles amenazas, sino por el respeto mutuo de
intereses y por la observación científica de las leyes naturales.
Sin duda este ideal
parece quimérico a muchos de vosotros, pero estoy seguro también de que la
mayor parte lo considera deseable y de que entrevéis a lo lejos la imagen
etérea de una sociedad pacífica, en que los hombres, ya reconciliados, dejarán
oxidarse las espadas, fundirán los cañones y desarmarán los barcos de guerra.
Además, ¿no sois vosotros de los que desde hace miles de años, según decís,
trabajáis para construir el templo de la Igualdad? Vosotros sois maçons
(albañiles) con el solo fin de maçonner (construir) un edificio de proporciones
regulares, donde sólo entren los hombres libres, iguales y hermanos, trabajando
sin cesar en su perfeccionamiento y renaciendo por la fuerza del amor a una
vida nueva de justicia y de bondad. Está muy bien esto, seguramente, y no
estáis solos. De ninguna manera pretendéis el monopolio del espíritu de
progreso y renovación. No cometéis ni siquiera la injusticia de olvidar a
vuestros especiales adversarios, los que os maldicen y excomulgan, los
católicos ardientes que envían al infierno a los enemigos de la Santa Iglesia,
pero que también profetizan la venida de una edad de paz definitiva. Francisco
de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Ávila y otros muchos fieles de una fe que
no es la vuestra, amaron ciertamente a la humanidad con el amor más sincero y
debemos contados en el número de los que vivieron por un ideal de felicidad
universal. Y ahora los miles y millones de socialistas, a cualquier escuela que
pertenezcan, luchan también por un porvenir en que el poder del capital será
destruido y en que los hombres podrán por fin llamarse "iguales" sin
ironía.
El ideal de los
anarquistas es, por tanto, el mismo de muchos hombres generosos, pertenecientes
a las religiones, a las sectas, a los partidos más diversos, pero los
anarquistas se distinguen claramente por sus medios, como indica su nombre, sin
dejar lugar a dudas ni al equívoco. La conquista del poder fue casi siempre la
gran preocupación de los revolucionarios, hasta de los mejor intencionados. La
educación recibida no les permitía imaginarse una sociedad libre, funcionando
sin un gobierno regular, y en cuanto habían derribado a los amos odiados, se apresuraban
a reemplazarles por otros amos, destinados, según la fórmula consagrada,
"a hacer la felicidad del pueblo". Corrientemente, no se permitían
preparar ni un simple cambio de príncipe o de dinastía sin haber hecho homenaje
de su obediencia a un soberano futuro.
"El rey ha muerto. ¡Viva el rey!", gritaban los
súbditos, siempre fieles, hasta en su rebeldía. Durante siglos y siglos éste ha
sido indefectiblemente el curso de la historia. "¿Cómo se podría vivir sin
amos?", decían los esclavos, las esposas, los niños, los trabajadores de
las ciudades y de los campos, y deliberadamente ponían la cabeza bajo el yugo
como el buey que arrastra el arado. Recordemos a los sublevados de 1830, que
reclamaban "la mejor de las repúblicas" en la persona de un nuevo rey,
y a los republicanos de 1848 retirándose discretamente a sus buhardillas
después de haber puesto "tres meses de miseria al servicio del gobierno
provisional". Al mismo tiempo estallaba una revolución en Alemania y se
reunía un Parlamento popular en Fráncfort. "La antigua autoridad es un
cadáver", decía uno de los representantes. "Sí -replicó el
presidente-; pero nosotros vamos a resucitarla. Llamaremos a hombres nuevos que
sabrán reconquistar para el poder la confianza de la nación." Hay que
repetir el verso de Víctor Hugo: “Un viejo instinto humano conduce a la
bajeza”.
Contra ese instinto
la anarquía representa verdaderamente un espíritu nuevo. No se puede reprochar
a los anarquistas que traten de desembarazarse de un gobierno para sustituirle:
"Quítate tú, para ponerme yo", es una frase que les repugna, y por
adelantado avergüenzan, menosprecian o compadecen al compañero que, picado de
la tarántula del poder, se permite solicitar algún cargo con el pretexto de
hacer, él también, "la felicidad de sus conciudadanos". Los
anarquistas entienden, apoyándose en la observación, que el Estado, con cuanto
de él depende, no es una pura entidad o una fórmula filosófica, sino un
conjunto de individuos colocados en un medio especial, cuya influencia sufren.
Estos, elevados en dignidad, en poder, en tratamiento, por encima de sus
conciudadanos, son por esto mismo forzados, por decirlo así, a creerse
superiores al común de las gentes; sin embargo, las tentaciones de todas clases
que les asedian les hacen caer casi fatalmente por debajo del nivel general.
Esto es lo que repetimos sin cesar a nuestros hermanos -a veces hermanos
enemigos- los socialistas de Estado: “Tened cuidado con vuestros jefes y
mandatarios. Seguramente están animados, como vosotros, de las más puras
intenciones; desean ardientemente la supresión de la propiedad privada y del
Estado tiránico; pero las relaciones, las circunstancias nuevas, les modifican
poco a poco; su moral cambia con sus intereses, y, creyéndose siempre fieles a
la causa de sus representados, llegan a serie forzosamente infieles. También
ellos, detentadores del poder, habrán de servirse de los instrumentos del
poder: ejército, moralistas, magistrados, guardias y policías". Hace más
de tres mil años el poeta indio del Mahá Bhárata formuló la experiencia de los
siglos: "El hombre que pasea en el carro triunfal no será nunca el amigo
del hombre que va a pie".
El anarquismo y el
poder
Los anarquistas tienen sobre este punto los principios más
fijos; según ellos, la conquista del poder no puede servir sino para prolongar
la duración del poder mismo y la esclavitud correspondiente. No sin razón se
nos designa universalmente con el nombre de "anarquistas", palabra
que, después de todo, sólo tiene una significación negativa. Se nos podría llamar
"libertarios", como se califican muchos entre nosotros, o bien
"armonistas", a causa del acuerdo libre de voluntades que, según
nuestra convicción, constituirá la sociedad futura; pero estos nombres no nos
diferencian bastante de los otros socialistas. Es la lucha contra todo poder
oficial lo que nos distingue esencialmente. Cada individualidad es para
nosotros el centro del universo, y cada uno tiene los mismos derechos a su
'desarrollo integral, sin intervención de un poder que le dirija, le corrija y
le castigue.
La moral del
anarquismo
Ya sabéis cuál es nuestro ideal. He aquí ahora la primera
cuestión que se presenta: "Este ideal, ¿es verdaderamente noble y merece
que por él se sacrifiquen los hombres y se corran los terribles riesgos que
entrañan todas las revoluciones? ¿Es pura la moral anarquista y será el hombre,
dentro de la sociedad libertaria, si llega a constituirse, mejor que en una
sociedad basada en el miedo al poder y a las leyes?". Yo respondo con toda
seguridad, y espero que bien pronto vosotros responderéis conmigo: "Sí; la
moral anarquista es la que mejor corresponde a la concepción moderna de la
justicia y de la bondad".
El fundamento de la
antigua moral, ya lo sabéis, no era otro que el miedo, el "temblor”, como
dice la Biblia, y como os han enseñado tantos preceptos en vuestra juventud.
"El temor de Dios es el principio de la sabiduría": tal fue hasta
hace poco el punto de partida de toda educación; la sociedad en su conjunto se
basaba sobre el terror. Los hombres no eran ciudadanos, sino súbditos o
borregos; las esposas eran criadas; los hijos, esclavos sobre los que sus
padres conservaban parte del antiguo derecho de vida y muerte. Por todas
partes, en todos los órdenes sociales, aparecían las relaciones de superioridad
y subordinación; en fin, en nuestros días aún, el principio mismo del Estado, y
de todos los Estados particulares que lo constituyen, es la jerarquía o la
arquía "santa", la autoridad "sagrada": este es el
verdadero sentido de la palabra. Y esta dominación sacrosanta implica toda una
sucesión de clases superpuestas, en que las más altas tienen todas el derecho
de mandar y todas las inferiores el deber de obedecer. La moral oficial
consiste en doblar el espinazo ante el superior y erguirse orgullosamente en
presencia del subordinado. Cada hombre debe tener dos caras cómo Jano, dos
sonrisas: una lisonjera, solícita, hasta servil; la otra soberbia y de una
noble condescendencia. El principio de autoridad (así es como se llama esta
cosa) exige que el superior no parezca jamás que se haya equivocado, y que en
todo cambio de palabras él diga la última. Pero sobre todo es preciso que sus
órdenes sean obedecidas; así se simplifica todo: no hay necesidad de
rozamientos, explicaciones, dudas, discusiones, escrúpulos. Los negocios, los
asuntos marchan así, mal o bien, ellos solos. Y cuando no hay un amo para
mandar, ¿no existen fórmulas ya hechas, órdenes, decretos o leyes dictadas
también por amos absolutos o por legisladores de diversas categorías? Estas
fórmulas reemplazan las órdenes directas y se las obedece sin preocuparse en
buscar si están conformes con la voz interior de la conciencia.
Entre iguales, la
empresa es más difícil, pero más elevada; es preciso buscar trabajosamente la
verdad, llegar a conocer el deber personal, adquirir conciencia de sí mismo,
hacer de continuo la propia educación, obrar siempre respetando el derecho y
los intereses de los camaradas. Tan sólo entonces se alcanza la condición de
ser moral, se nace al sentimiento de la responsabilidad. La moral no es un
orden al que hay que someterse, una vana palabra que se repite, una cosa
puramente exterior al individuo; la moral constituye una parte del ser, un
producto de la vida misma. Así es como comprendemos la moral nosotros los
anarquistas. ¿No tenemos el derecho de comparar con satisfacción este concepto
de la moral con el que nos legaron nuestros antepasados?
Quizá me daríais la
razón. Sin embargo, muchos de vosotros pronunciaréis la palabra
"quimera". Me consideraré dichoso si veis en ello por lo menos una
noble "quimera"; pero yo veo más lejos y afirmo que nuestro ideal,
nuestra concepción de la moral, está por completo en la lógica de la historia,
traída naturalmente por la evolución humana.
El anarquismo está en
todas partes
Acosados en otro tiempo
por el terror de lo desconocido y por el sentimiento de su impotencia en la
investigación de las causas, los hombres crearon con la vehemencia de un deseo
una o muchas divinidades protectoras que representaban a la vez su ideal
informe y el punto de apoyo de todo el mundo misterioso, visible e invisible,
que les rodeaba. Estos fantasmas de la imaginación, revestidos de la
omnipotencia, llegaron a ser a los ojos de los hombres el principio de toda
justicia y de toda autoridad; amos del cielo, tuvieron naturalmente sus
intérpretes en la tierra: magos, consejeros; caudillos militares, ante los
cuales se aprendió a prosternarse, juzgándolos representantes de lo alto. Esto
era lógico; pero el hombre vive más que sus obras, y estos dioses que él creó
no han cesado de cambiar como sombras proyectadas sobre el infinito. Visibles
en un principio, animados de pasiones humanas, violentos y formidables,
retrocedieron poco a poco en una inmensa lontananza; llegaron a ser
abstracciones, ideas sublimes, a las que no se les daba nombre siquiera, y
acabaron por confundirse con las leyes naturales del mundo; volvieron a entrar
en ese universo que habían tenido la obligación de hacer salir de la nada, y
ahora el hombre vuelve a encontrarse solo sobre la tierra, por encima de la que
había erigido la imagen colosal de Dios.
Toda la concepción de
las cosas cambia, pues, al mismo tiempo. Si Dios se desvanece, los que de él
obtenían sus títulos para hacerse obedecer vieron empañarse su prestado
esplendor y también deben volver a entrar gradualmente en las mas, acomodándose
lo mejor que puedan a la realidad de las cosas. No se encontraría hoy un
TamerIán que mandase a sus cuarenta cortesanos tirarse de lo alto de la torre,
seguro de que en un abrir y cerrar de ojos vería desde las almenas los cuarenta
cadáveres sangrientos y destrozados. La libertad de pensar ha hecho a todos los
hombres anarquistas sin saberlo. ¿Quién no se reserva ahora un rinconcito de
cerebro para reflexionar? Ahí está, precisamente, el crimen de los crímenes, el
pecado por excelencia, simbolizado por el fruto del árbol que revela a los
hombres el conocimiento del bien y del mal. De ahí el odio a la ciencia que
profesa siempre la Iglesia. De ahí el furor que Napoleón, un Tamerlán moderno,
tuvo siempre contra los "Ideólogos".
Pero los ideólogos
han llegado. Han desvanecido con un soplo las ilusiones de otros tiempos,
recomenzando de nuevo todo el trabajo científico por la observaci6n y la
experiencia. Uno de ellos, nihilista anterior a nuestro tiempo, anarquista como
pocos, a lo menos por sus palabras, comenzó por hacer tabla rasa de todo lo que
había aprendido. Casi no hay ahora ningún sabio ni literato que no se tenga por
su propio maestro y modelo, pensador original de su propio pensamiento y
moralista de su moral. "Si quieres surgir, surge de ti mismo", dice
Goethe.
¿No tratan los
artistas de representar la naturaleza tal como ellos la ven, la sienten y la
comprenden? Esto es lo usual, en verdad; es lo que se podría llamar una
"anarquía aristocrática", que no reivindica la libertad sino para el
pueblo escogido de las Musas, para los trepadores del Parnaso. Cada uno de
ellos quiere pensar libremente, buscar a gusto su ideal en el infinito; pero
diciendo siempre que es preciso "una religión para el pueblo". Quieren
vivir como hombres independientes, pero "la obediencia está hecha para las
mujeres"; quieren crear obras originales, pero "la multitud de
abajo" debe permanecer sujeta como una máquina al innoble funcionamiento
de la división del trabajo. Con todo, estos aristócratas del gusto y del
pensamiento no tienen fuerza para cerrar la gran exclusa por donde se desborda
la ola. Si la ciencia, la literatura y el arte han llegado a ser anarquistas;
si todo progreso, toda nueva forma de la belleza se deben al florecimiento del
pensamiento libre, este pensamiento trabaja también en lo profundo de la
sociedad y no es ya posible contenerlo. Es muy tarde para detener el diluvio.
La disminución del
respeto, ¿no es el fenómeno por excelencia de la sociedad contemporánea? Yo he
visto en otro tiempo, en Inglaterra, atropellarse las multitudes por contemplar
el coche vacío de un gran señor; de seguro no lo veré más. En la India los
parias se detenían devotamente a los ciento quince pasos reglamentarios que les
separaban del orgulloso brahmán; ahora, como en las estaciones se tiene prisa;
no hay entre ellos más separación que el tabique de la sala de espera. Los
ejemplos de bajeza, de arrastramiento vil, no faltan todavía en el mundo; sin
embargo, hay progreso en el sentido de la igualdad. Antes de prestar su
respeto, se pregunta uno si aquel hombre o aquella institución son
verdaderamente respetables; se estudia el valor de los individuos o la
importancia de las obras. La fe en la grandeza ha desaparecido y allí donde la
fe no existe desaparecen las instituciones a su vez. La extinción del respeto
implica, naturalmente, la supresión del Estado.
La obra de crítica
irrespetuosa a que está sometido el Estado se ejerce igualmente contra todas
las instituciones sociales. El pueblo no cree ya, no cree en absoluto, en el
origen sagrado de la propiedad privada, producida, nos decían los economistas,
y ya nadie se atreve a repetir, por el trabajo personal de los propietarios;
sabe que el trabajo individual no puede crear millones y millones, y no ignora
que este enriquecimiento monstruoso es siempre la consecuencia de un falso
estado social que atribuye a uno el producto de millares de hombres; respetará
siempre el pan que el trabajador ha ganado duramente, la cabaña que ha
construido con sus manos, el jardín que ha plantado, pero perderá seguramente
el respeto a las mil propiedades ficticias representadas por los papeles de
todas clases que se guardan en los Bancos. Vendrá el día, no lo dudo, en que
volverá a tomar tranquilamente posesión de todos los productos del trabajo
común: minas y tierras, fábricas y palacios, caminos de hierro, navíos y sus
cargamentos. Cuando la multitud, esa multitud vil por su ignorancia y por la
consiguiente cobardía, haya cesado de merecer el calificativo con que se la
insulta; cuando sepa con toda certidumbre que el acaparamiento de este inmenso
haber está fundado únicamente sobre una ficción manuscrita, sobre la fe en
papeluchos, entonces el estado social estará bien amenazado. En presencia de
estas evoluciones profundas, irresistibles, que se realizan en todos los
cerebros humanos, ¡qué simples, qué faltos de sentido parecerán a nuestros
descendientes los clamores furibundos que se lanzan contra los innovadores!
¡Qué importan las palabras groseras que desborda una prensa obligada a pagar en
buena prosa los subsidios que recibe! ¡Qué importa hasta los insultos
sinceramente proferidos contra nosotros por los devotos, "santos, pero
simples", que llevaban leños a la hoguera de Juan Huss! El movimiento que
nos arrastra no es obra de energúmenos o de soñadores, sino de la sociedad en
su conjunto. Es necesario para la marcha del pensamiento. Ha llegado a ser
fatal, ineludible, como la rotación de la tierra y de los cielos.
Cuanto más anarquista
es una sociedad, más progresa
Sin embargo, una duda podría subsistir en los
entendimientos, si la anarquía no hubiese sido nunca más que un ideal, un
ejercicio intelectual, un elemento de dialéctica, si nunca hubiese tenido
realización concreta; si nunca hubiese sido un organismo espontáneo; si nunca
hubiese surgido poniendo en acción las fuerzas libres de los camaradas para el
trabajo en común, sin amo que les mandase. Pero esta duda puede fácilmente
descartarse, porque en todo tiempo han existido organismos libertarios y otros nuevos
se forman incesantemente, cada año más vigorosos, siguiendo los progresos de la
iniciativa individual. Podría citar, en primer término, diversos pueblos
llamados salvajes que viven en perfecta armonía social, hasta en nuestros días,
sin tener necesidad de jefes, de leyes, de cercas, ni de fuerza pública; pero
no insisto sobre estos ejemplos, a pesar de su importancia; temería que se me
objetase la poca complejidad de estas sociedades primitivas comparadas con
nuestro mundo moderno, organismo inmenso en que se entremezclan tantos otros
organismos con infinita complicación. Dejemos, pues, a esas tribus primitivas
para ocupamos tan sólo de naciones ya constituidas que poseen todo un mecanismo
político-social.
Sin duda yo no podría
mostraros ninguna en el curso de la historia que se haya constituido como
sociedad puramente anárquica, porque todas se encontraban en su período de
lucha entre los elementos diversos, aun no asociados; pero lo que sí será fácil
comprobar es que cada una de estas sociedades parciales, aunque no fundidas en
un conjunto armónico, fue tanto más próspera, tanto más creadora, cuanto más
libre era y el valor personal del individuo estaba mejor reconocido. Desde las
edades prehistóricas en que nuestras sociedades nacieron a las artes, a las
ciencias, a la industria, sin que los anales escritos hayan podido traemos de
ello memoria, todos los grandes períodos de la vida de las naciones han sido
aquellos en que los hombres, agitados por las revoluciones, hubieron de sufrir
menos la amplia y pesada dirección de un gobierno regular.
Los dos grandes
períodos de la humanidad, por los numerosos descubrimientos, por la
eflorescencia del pensamiento, por la belleza del arte, fueron épocas
perturbadas, edades de "peligrosa libertad". El orden remaba en el
inmenso imperio de los medas y los persas, pero allí no surgió nada grande;
mientras que en la Grecia republicana, perturbada sin cesar, agitada por
continuas sacudidas, vio nacer a los iniciadores de todo lo elevado y noble que
nosotros tenemos en la civilización moderna. Nos es imposible pensar, emprender
una obra cualquiera sin relacionamos en seguida con los libres helenos que
fueron nuestros precursores y que son aún nuestros modelos. Dos mil años más
tarde, después de tiranías, después de tiempos de sombría opresión que parecían
inacabables, Italia, Flandes, Alemania, toda la Europa de las comunidades
religiosas, probaron de nuevo a tomar aliento; innumerables revoluciones
sacudieron el mundo. Ferrari no cuenta menos de siete mil revueltas locales tan
sólo en Italia; pero también comenzó a arder el fuego del pensamiento libre y
volvió a florecer la humanidad: con los Rafael, los Vinci, los Miguel Ángel, se
sintió por segunda vez joven.
Después vino el gran
siglo de la Enciclopedia con las revoluciones que se siguieron en todo el mundo
y la proclamación de los derechos del hombre. Enumerad, si podéis, todos los
progresos que se han realizado después de esta gran sacudida de la humanidad.
Verdaderamente, podemos preguntamos si el siglo XVIII no condensa más de la
mitad de la historia. El número de los hombres se ha acrecentado en más de
quinientos millones; el comercio se ha hecho diez veces mayor; la industria se
ha transformado y el arte de modificar los productos naturales se ha
enriquecido maravillosamente; ciencias nuevas han hecho su aparición y, según
se dice, comienza un tercer período de arte; el socialismo consciente e
internacional ha surgido en toda su amplitud. Por lo menos se siente uno vivir
en el siglo de los grandes problemas y de las grandes luchas. Reemplazad con el
pensamiento los cien años nacidos de la filosofía del siglo décimo octavo,
reemplazadlos por un período sin historia en que cuatrocientos millones de
pacíficos chinos hubiesen vivido bajo la pacífica tutela de un "Padre del
pueblo”, de un tribunal de los ritos y mandarines provistos de diploma. Lejos
de vivir las emociones que nosotros hemos vivido, nos hubiéramos gradualmente
aproximado a la inercia y. a la muerte si Galileo encerrado en las prisiones de
la Inquisición pudo murmurar sordamente: “¡Sin embargo se mueve!",
nosotros podemos ahora, gracias a las revoluciones, gracias a las violencias
del pensamiento libre, gritar en todas partes, en la plaza pública: "¡El
mundo se mueve y' continuará moviéndose!".
Ejemplos de
anarquismo
Aparte de este gran
movimiento que transforma gradualmente la sociedad entera, en el sentido del
pensamiento libre, de la moral libre, de la acción libre es decir, de la
anarquía en su esencia, se hacen también experiencias directas que se
manifiestan por la fundación de colonias libertadas y comunistas, pequeñas
tentativas comparables a las experiencias que hacen los químicos y los
ingenieros en el laboratorio. Estos ensayos de municipios modelo tienen todos
el defecto capital de que se hacen fuera de las condiciones ordinarias de la
vida, es decir, lejos de las ciudades donde se codean los hombres, donde surgen
las ideas y se renuevan las inteligencias, No obstante, pueden citarse algunas
empresas que han tenido éxito completo, entre otras aquella de la "Joven
Icaria", transformación de la colonia de Cabet, fundada, bien pronto hará
medio siglo, según los principios de un comunismo libertario: de emigración en
emigración el grupo de comunistas ha llegado a ser puramente anarquista, y vive
ahora modesta existencia en los campos de lowa, cerca del río Desmoines.
Pero donde la
práctica anarquista triunfa es en el curso ordinario de la vida, entre las
gentes del pueblo, que ciertamente no podrían sostener la terrible lucha por la
existencia si no se ayudaran espontáneamente, desconociendo las diferencias y
las rivalidades de intereses. Cuando uno de ellos cae enfermo, los otros pobres
toman sus hijos, se les alimenta, se comparte la escasa pitanza de la semana,
se trabaja por él doblando la jornada. Entre los vecinos se establece una
especie de comunismo por el préstamo; el vaivén constante de provisiones y de
utensilios domésticos. La miseria une a los desgraciados en una liga fraternal:
juntos tienen hambre, juntos se sacian. La moral y la práctica anarquista son
la regla hasta en las reuniones burguesas, de donde, a primera vista, nos
parecerían ausentes. No es posible imaginarse una jira campestre en que
cualquiera, sea el anfitrión o uno de los invitados, afecte aires de amo y se
permita mandar o hacer prevalecer indiscretamente su capricho. ¿No sería esto
la muerte de toda alegría, el término de todo placer? No hay alegría sino entre
iguales y libres, entre gentes que puedan divertirse como les convenga, por
grupos sueltos, si esto les place, o reunidos y entremezclándose a su guisa,
porque las horas pasadas así parecen más dulces.
Aquí me permitiré
contaros un recuerdo personal. Viajábamos en uno de esos hermosos buques
modernos que cortan las olas soberbiamente con la velocidad de quince a veinte
nudos por hora, trazando una línea recta de continente a continente, a pesar de
vientos y mareas. El aire estaba en calma, la noche era dulce y las estrellas
se iban encendiendo una tras otra en el cielo negro. Se conversaba sobre la
toldilla, ¿y de qué se puede hablar sino de esa eterna cuestión social que nos
arrastra, que nos ahoga como la esfinge de Edipo? El reaccionario del grupo se
veía apretado por sus interlocutores, todos más o menos socialistas. De repente
se volvió hacia el capitán, el jefe, el amo, esperando hallar en él un defensor
nato de los buenos principios: "Usted manda aquí; su poder, ¿no es
sagrado? ¿Qué sería del buque si no estuviese dirigido por su constante
voluntad?". "No sea usted simple -respondió el capitán-; de ordinario
yo no sirvo absolutamente para nada. El timonel mantiene el buque en su línea
recta; dentro de algunos minutos otro le sustituirá, luego otros, y seguiremos
regularmente sin mi intervención el camino acostumbrado. Abajo los fogoneros y
maquinistas trabajan sin mi ayuda, sin mi parecer, y mejor que si yo me metiese
a aconsejarles. Todos los gavieros y marineros saben también lo que han de
hacer, y llegado el caso yo no tengo sino que concordar mi pequeña parte de trabajo
con la de ellos, más penosa aunque menos retribuida que la mía. Sin duda, yo
tengo la obligación de guiar el buque, ¿pero no ve usted que esto es una simple
ficción? Aquí están los mapas que yo no he dibujado; la brújula que tampoco es
invención mía; para nosotros han dragado el canal del puerto de donde venimos y
el del puerto en donde entraremos; y este soberbio navío que lentamente se
inclina sobre sus cuadernas bajo la
presión de las ondas, balanceándose con majestad, impulsado poderosamente por el
vapor, yo no lo he construido, ¿Qué soy yo aquí, entre los grandes muertos, los
descubridores y los sabios, nuestros precursores, que nos enseñaron a atravesar
los mares? Soy su asociado y los marineros son mis camaradas; y ustedes
también, los pasajeros, porque por ustedes cabalgamos sobre las olas, y en caso
de peligro contamos con ustedes para que nos ayuden fraternalmente. Nuestra
obra es común, y somos solidarios los unos de los otros." Todos callaron y
yo guardé cuidadosamente en el tesoro de mi memoria las palabras de ese capitán
como no hay muchos.
Así aquel buque,
aquel mundo flotante el que, por otra parte, los castigos eran desconocidos,
llevaba una república modelo a través del Océano, a pesar de las chinchorrerías
jerárquicas. Este no es un ejemplo aislado. Todos vosotros conocéis, por lo
menos de oídas, escuelas en que el profesor, a despecho de severidades
reglamentarias que jamás se aplican, tiene a todos los discípulos por amigos y
afortunados colaboradores. Todo está previsto por la autoridad competente para
matar a los pequeños criminales, pero su buen amigo no tiene necesidad de todo
ese arsenal de medidas represivas; trata a los chicos como a hombres, haciendo
constantemente llamamiento a su buena voluntad, a su comprensión de las cosas,
a su sentido de la justicia, y todos corresponden con alegría. Así se encuentra
constituida una minúscula sociedad anárquica, verdaderamente humana, aunque
todo parece coligado en el ambiente para impedir su nacimiento; leyes,
reglamentos, malos ejemplos, inmoralidad pública.
Grupos anarquistas
surgen, pues, sin cesar, a pesar de los viejos prejuicios y del peso muerto de
las costumbres antiguas. Nuestro mundo nuevo despunta alrededor de nosotros
como germinaría una flora nueva bajo el detritus de las edades. No solamente no
el quimérico, como se repite de continuo, sino que se muestra ya bajo mil
formas; ciego el hombre que no sepa observarlo. Por el contrario, la que es una
sociedad quimérica, imposible, es seguramente el pandemónium en que vivimos. Me
concederéis en justicia que yo no he abusado de la crítica, por otra parte tan
fácil, respecto del mundo tal como lo han constituido el llamado principio de
autoridad y la lucha feroz por la existencia.
Pero, en fin, si es
verdad que, según su misma definición, una sociedad es una agrupación de
individuos que se unen y conciertan para el bienestar común, no se puede decir,
sin caer en lo absurdo, que la masa caótica ambiente constituye una sociedad.
Según sus abogados, porque toda mala causa los tiene, tendría como fin el orden
perfecto para la satisfacción de los intereses de todos. ¿No es risible
considerar que sea sociedad ordenada este mundo de la civilización europea, con
su séquito continuo de dramas internos, asesinatos y suicides, violencias y fusilamientos,
catástrofes y hambres, robos, maldades y engaños de toda especie, quiebras,
hundimientos y ruinas? ¿Quién de nosotros, al salir de aquí, no verá levantarse
a su lado los espectros del vicio y del hambre? En nuestra Europa hay cinco
millones de hombres que no esperan más que una señal para matar a sus
semejantes, para quemar casas y cosechas, y diez millones, de reserva fuera de
los cuarteles, están dispuestos para cumplir la misma obra de destrucción.
Cinco millones de desgraciados viven, o por lo menos vegetan, en las prisiones
condenados a penas diversas; diez millones mueren al año de anticipada muerte;
y de trescientos setenta millones, trescientos cincuenta, por no decir todos,
tiemblan con inquietud justificada por el mañana. No obstante la inmensidad de
las riquezas sociales, ¿quién de nosotros puede afirmar que un revés brusco de
la suerte no le quitará su haber? Estos son hechos que nadie puede contradecir
y que debieran, me parece, inspirarnos a todos la firme resolución de cambiar
este estado de cosas, preñado de revoluciones incesantes.
El anarquismo, única
solución
Tuve un día ocasión de conversar con un alto funcionario,
arrastrado por la rutina de la vida en el mundo de los que dictan leyes y
penas: "¿Pero defendéis vuestra sociedad?", le dije yo. "¿Cómo
queréis que la defienda? -me respondió-o ¡No es defendible!". Es
defendida, sin embargo; pero con argumentes que no son razones: con el vergajo,
el calabozo y el cadalso.
Por otra parte, los
que la atacan pueden hacerlo con toda la serenidad de su conciencia. Sin duda,
el movimiento de transformación traerá consigo violencias y revoluciones; ¿pero
acaso el mundo que nos rodea es otra cosa que violencia continua y revolución
permanente? Y de las violencias de la guerra social, ¿quiénes serán los
responsables? ¿Aquellos que proclaman una era de justicia y de igualdad para
todos, sin distinción de clases ni de individuos, o los que quieren mantener
las separaciones y por consecuencia los odios de casta, los que acumulan leyes
represivas y no saben resolver las cuestiones sino con la infantería, la
caballería y la artillería? La historia nos permite afirmar con toda
certidumbre que la política de odio engendra siempre el odio, agravando
fatalmente la situación general, y hasta arrastrando a una ruina definitiva.
¡Cuántas naciones perecieron así, opresoras lo mismo que oprimidas!
¿Pereceremos nosotros también?
Espero que no,
gracias al pensamiento anarquista que se abre camino cada día más, renovando la
iniciativa humana. Vosotros mismos, si no sois anarquistas, ¿no estáis, por lo
menos, muy tocados, de anarquismo? ¿Quién de vosotros, en el fondo de su
conciencia, se tendrá por superior a su vecino y no reconocerá en él a su
hermano y su igual? La moral que tantas veces fue proclamada aquí, con palabras
más o menos simbólicas, llegará a ser ciertamente una realidad.
Porque nosotros los
anarquistas sabemos que esta moral de justicia perfecta, de libertad y de
igualdad, es la verdad, y la vivimos de todo corazón mientras que nuestros
adversarios dudan. No están seguros de tener razón; en el fondo, hasta están
convencidos de que se equivocan y por adelantado nos entregan el mundo. http://laalcarriaobrera.blogspot.com.es/
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