Lactancia entre la muerte
La niña Luisa, de apenas 2
añitos, siguió mamando tras el fusilamiento de Lidia Cabrera, su madre. La
escena era dantesca, las cuatro mujeres muertas, la bebé abrazada, como
tratando de sacar la última gotita del liquido del amor, el cura Tomás Pérez
Padilla, comenzó a dar los tiros de gracia mientras bendecía los cadáveres, la
chiquilla lloraba mamaba, mamaba y lloraba, no quería separarse de aquel cuerpo
todavía caliente, suave, tierno, de una mujer que apenas llegaba a los 25 años,
de profesión costurera, casada con Pedro Ortuño, carpintero, vecino de Zafra,
asesinado varios días antes en la plaza de toros de Badajoz, junto a miles de
compañeros del ejército republicano, una masacre ejecutada bajo el mando del
criminal de lesa humanidad, coronel, Juan Yagüe.
Luisa conoció a Pedro en el
municipio de La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria, ella apenas tenía 18 años y
en aquel baile de taifas vio a aquel hombre alto, moreno, con los penetrantes
ojos marrones, que vino a las islas a realizar unos trabajos en el puerto, a
través de una empresa de Cádiz. El la sacó bailar con mucha timidez, pasaba un
fin de semana en ese pueblo lejano con un grupo de amigos que lo invitaron,
luego todo fue mágico, enseguida conectaron, ella estaba afiliada a la
Federación Obrera, el al Partido Comunista, tenían tanto que compartir, tantas
ilusiones de cambios sociales, tantas lecturas, que las siguientes semanas todo
eran cartas, casi una cada día, visitas de Juan los sábados, recorriendo muchos
kilómetros por amor a aquella mujer joven y bella.
En menos de un año se casaron en
Galdar, noroeste de la isla, se fueron a vivir a una casita en La Isleta,
corría el año 1933 y todo era felicidad, tiempos de justicia, de dignidad, de
un futuro que se avecinaba esperanzador para toda la gente que creía en la
libertad, en la democracia. A Pedro desde la empresa decidieron trasladarlo a
Cádiz y tuvieron que mudarse a vivir al Barrio de La Viña, muy cerquita de la
playa de la Caleta, allí se establecieron y Lidia era muy feliz por su parecido
con Canarias, tanto en los paisajes, como en su gente, muy amable y
hospitalaria.
En Junio del 36 ya tenían a la
pequeña Luisa, aquella niña morena, con los ojos marrones como su padre y fue
el momento de las malas noticias, se veía venir el golpe de estado, todo el
mundo hablaba de un militar llamado, Francisco Franco, cuando en pocas semanas
se enteraron en la sede del Frente Popular que había estallado una sublevación
militar, que ya en julio de 1936 empezaron a matar gente en África y en
Canarias.
Las noticias eran muy confusas,
pero todo auguraba una inminente guerra, donde quienes defendían la República
no iban a permitir que la oligarquía, la Iglesia Católica y los militares
sediciosos acabarán con aquella semilla de esperanza, con los avances sociales
que estaban transformando un país con estructuras medievales.
En ese momento cuando decidieron
trasladarse a Zafra, fue un viaje rápido, instalándose en el humilde hogar de
la madre de Pedro, doña Julia Barragán, la viuda del maestro de escuela, José
Juan Ortuño, muy conocido en la comarca, homenajeado en varias ocasiones, por
su inmensa dedicación a la educación de los niños y niñas más desfavorecidos.
Al poco tiempo Pedro partió a
incorporarse al ejército popular de la República, la guerra estaba en marcha,
había que resistir el embate fascista financiado por las grandes fortunas
españolas, por el fascismo alemán e italiano. Lidia se quedó con la madre de
Pedro, la niña cada vez más grande, los meses de tristeza e incertidumbre
cuando llegaban las noticias de que se estaba perdiendo la guerra, que un tal
Coronel Yagüe estaba asesinando a miles de personas en cada pueblo de
Extremadura que tomaban, que los moros de Franco violaban a todas las mujeres
libertarias o comunistas, que se estaba produciendo una masacre jamás vista en
la historia de España.
Parecía que la paz de aquella
casa jamás podría ser quebrantada, pero aquella mañana llegaron triunfantes
vestidos de azul, con banderas del Facio, sacaron a Lidia con Luisa en brazos,
las llevaron a la plaza del pueblo, allí estaban todas las mujeres, los hombres
mayores, los maestros que no habían ido a la guerra, un cura obrero que iban a
fusilar en unas horas, eran cientos, que fueron trasladados en camiones a
Badajoz. En la entrada de la ciudad se escuchaban las ráfagas de los pelotones,
el sonido estruendoso de los máuseres, los gritos de miles de personas que
estaban siendo asesinadas, fusiladas o toreadas hasta la muerte en la plaza de
toros, donde distintos diestros y banderilleros muy conocidos se prestaron al
holocausto.
Yagüe ordeno matar para que no
quedara rastro de la semilla marxista, Lidia lo sabía, hasta el momento en que
después de conocer por un falangista vecino que acababan de fusilar a Pedro
unos días antes, que no iban a dejar a nadie vivo, que la consigna era
asesinar, desaparecer, torturar, masacrar a todo un pueblo.
La muchacha andaba entre la
multitud desesperada con la niña pegada a su pecho, abrazada en silencio, como
temiendo a su corta edad la que se avecinaba. Los militares, los moros, los
falangistas, los curas las damas de la oligarquía les insultaban, les golpeaban
entre patadas, puñetazos, golpes con palos o con las culatas de los fusiles,
eran miles de personas detenidas escuchando el atronador ruido de los
fusilamientos masivos, los gritos, llantos y lamentos de las violaciones de
cientos de mujeres, palabras en árabe, en castellano, hipócritas bendiciones de
los curas pistola al cinto y correajes.
Entre el bullicio interminable
Lidia Cabrera se vio ante el pelotón de fusilamiento, le quitaron a la niña,
ella gritó –Qué la maten conmigo, no quiero que se la queden gentuza, asesinos-
Los tiros sonaron, más sangre, las cuatro mujeres muertas, los tiros de gracia
del párroco Pérez Padilla, la niña que se soltó de las manos de la vieja monja
falangista, gateando hacia su madre, agarrándose a su pecho, sacando la teta
para empezar a mamar ante la mirada atónita de los fascistas, una especie de
homenaje a la vida entre la sangre, el crimen y la muerte.
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