¡Fusiladlos! El principio del fin
del franquismo
Parece una película de terror.
Pero no lo es. El 27 de septiembre de 1975 -hace ahora 40 años-, España firmaba
una de las páginas más negras de su reciente historia política. El Consejo de
Ministros -uno de los últimos presididos por el general Franco en el Pardo- se
daba por “enterado” de once condenas a muerte ordenadas por distintos consejos
de guerra celebrados en El Goloso (Madrid), Barcelona y Burgos. Como medida de
gracia, seis de aquellas condenas fueron sustituidas por larguísimas penas de
prisión, pero otras cinco fueron ejecutadas mediante fusilería con el rigor de
la justicia militar. Las ejecuciones, como mandan las ordenanzas, se
materializaron bajo las luces de las primeras horas del día. Al alba.
En Burgos, el fusilamiento de
Otaegui se hizo junto a las tapias de su sombrío penal, mientras que Paredes
Manot fue muerto muy cerca del cementerio de Cerdanyola (Barcelona). Los
componentes de los pelotones de fusilamiento -diez en todos los casos más un
suboficial y un oficial- se habían presentado de forma voluntaria, según la
versión oficial, para el cumplimiento de las condenas. En Hoyo de Manzanares
(Madrid), fueron policías y guardias civiles quienes formaron el pelotón de
disparo.
El 'enterado' del Gobierno -una
forma administrativa de esquivar la responsabilidad política- lo leyó ante la
prensa a las siete menos cinco de la tarde del día anterior el ministro de
Información y Turismo, León Herrera Esteban, quien aclaró a los presentes (la
plana mayor del tardofranquismo) que la decisión del Consejo de Ministros se
había adoptado por “absoluta unanimidad”. El régimen estaba dispuesto a morir
matando. Dos de sus miembros siguen vivos: José Utrera Molina y Fernando Suárez
González. La BBC llegó a publicar que se habían producido disensiones en el
Gobierno, pero el ministro portavoz zanjó la polémica con una puya: “En cuanto
a la información de la BBC, es una fábula tan hermosa como cualquiera de las
que deberían figurar en los libros de Samaniego”.
Los nombres de los ajusticiados:
José Luis Sánchez-Bravo (21 años); Ramón García Sanz (27 años); José Humberto
Baena (25 años); Juan Paredes Manot 'Txiki' (21 años) y Ángel Otaegui (33
años). Los tres primeros, militantes del FRAP (Frente Revolucionario Antifacista
y Patriótico); los últimos, de ETA. Los nombres de los asesinados: Lucio
Rodríguez Marín, policía armada; Antonio Pose, teniente de la Guardia Civil;
Ovidio Díaz López, cabo primero, y Gregorio Posadas Zurrón, también cabo
primero.
Pruebas de convicción
Se les acusó a los condenados de
cuatro asesinatos de miembros de la policía armada y de la guardia civil. Los
consejos de guerra tuvieron el carácter de procedimientos sumarísimos, lo que
merma las garantías procesales al tramitarse todo el expediente judicial en
pocas horas. Incluso, los abogados defensores fueron relevados durante el
juicio por funcionarios del cuerpo jurídico-militar debido a su insistencia en
pedir pruebas de convicción.
Eduardo Carvajal, defensor del
procesado Blanco Chivite, llegó a denunciar ante el consejo de guerra la
existencia de un estado de indefensión por parte de su cliente, ya que “le han
sido rechazadas la práctica de 24 pruebas documentales y 20 testigos, motivo
por el que él renuncia a la lectura de diligencias”, como recogió en su día el
diario Informaciones. Otros letrados fueron desalojados de la vista militar.
Los corresponsales extranjeros
presentes en la sala de prensa del Consejo de Ministros -que días después
serían increpados y hasta agredidos en la plaza de Oriente durante la última
gran demostración de fuerza del régimen- no salían de su estupor. Cuarenta años
después de acabada la guerra civil, en la Europa democrática y del Mercado
Común; en la patria de los derechos humanos, el régimen continuaba fusilando.
La descomposición del franquismo había tomado carta de naturaleza en su forma
más cruel. Un auténtico regreso al pasado.
Franco, en octubre de 1975 en la
plaza de Oriente, cuando calificó de 'conspiración masónica izquierdista' la
repulsa mundial a las ejecuciones. (EFE)
Franco, en octubre de 1975 en la
plaza de Oriente, cuando calificó de 'conspiración masónica izquierdista' la
repulsa mundial a las ejecuciones. (EFE)
De hecho, los consejos de guerra
habían sido sustituidos años antes por el Tribunal de Orden Público (TOP),
creado en 1963, precisamente, como señal de apertura del régimen. Ni siquiera
en 1970, tras el juicio de Burgos (seis condenas a muerte), el franquismo se
había atrevido a cumplir las sentencias. Justo lo contrario de lo que sucedió
en 1975, cuando la dictadura daba sus últimos coletazos y la vida del general
Franco pendía de un hilo.
Esta es la historia de unos
fusilamientos que cambiaron la historia de España. A partir de aquel 27 de
septiembre, todo empezó a ser distinto. El franquismo, que había salido a duras
penas del aislamiento, volvía a ser la bestia negra de la comunidad
internacional. De hecho, cuatro días antes, el Gobierno había ordenado expulsar
de España a varios intelectuales franceses, entre ellos el actor Yves Montand,
el director de cine Costa Gavras y el escritor Regis Debray, llegados a Madrid
para airear un escrito contra el régimen franquista firmado, entre otros, por
Sartre, André Malraux, Louis Aragón, Foucault y el político Pierre
Mendes-France.
Todo fue inútil. Incluso, las
movilizaciones de los colegios de abogados de España, con Pedrol Ríus a la
cabeza en el de Madrid. El exministro Joaquín Ruiz-Giménez -ya alejado del
régimen- llegó a telefonear desde la misma casa de los letrados al papa Pablo
VI para que intercediera ante Franco en busca de clemencia. El dictador ni
siquiera cogió el teléfono al pontífice, que horas antes había pedido
indulgencia en audiencia pública, algo verdaderamente inusual. No tuvo mejor
suerte la Conferencia Episcopal de monseñor Tarancón, a quien Franco aplicó el
silencio administrativo. Como a Tierno Galván, quien llamó a su amigo Willy
Brandt para movilizar a la opinión pública alemana. La suerte, sin embargo,
estaba echada.
La inutilidad de la muerte
Cuarenta años después de aquellos
fusilamientos, justo en el mismo despacho (ahora abarrotado de libros de
derecho) en el que los abogadores de los militantes del FRAP preparaban la
defensa de Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García Sanz, la
letrada Francisca Sauquillo no oculta todavía su amargura. Pero, sobre todo,
recuerda la soledad de la familia de Baena -su madre y su hermana- cuando ya al
caer la tarde de un día infernal, en la madrileña calle de Lista, acudieron a
su despacho, horas después de los fusilamientos. La soledad caía a plomo
arrastrada por la inutilidad de la muerte. “Lo que más me sigue doliendo”,
asegura con la distancia que el tiempo, “es el sadismo con que se hicieron los
fusilamientos, no hubo ninguna clemencia en el trato humano a los presos durante
sus últimas horas”.
“Papá, mamá, me ejecutarán mañana
de mañana”, había escrito desde la cárcel de Carabanchel Humberto Baena en una
carta que se distribuyó tiempo después. Ni siquiera los abogados tuvieron
constancia de que la justicia militar había cumplido el último deseo de García
Sanz, un joven soldador desarraigado cuyo cadáver nadie fue a recoger, y que
deseaba morir junto a su amigo Sánchez-Bravo, en realidad su única familia
cercana. “Sólo pudimos oír los disparos desde lejos y charlar con el cura, que
estaba verdaderamente impresionado”, comenta la letrada. El hecho de que los
cinco fueran fusilados, y no ejecutados a garrote vil, como se hizo con Puig
Antich, era otra señal del régimen: los militares -y no la justicia civil-
tomaban cartas en el asunto.
Sauquillo recuerda el siniestro
cambio de pelotón de fusilamiento que se produjo minutos antes de las
ejecuciones. Se decidió a última hora -una especie de juramento mutuo de honor-
que los acusados de haber matado al policía fueran fusilados por guardias
civiles, y, viceversa, los presuntos autores del asesinato del guardia civil
fueran ejecutados por miembros de la policía armada.
Todo fue rápido. Muy rápido.
Sauquillo -hermana de uno de los abogados asesinados en Atocha en enero de
1977- recuerda que fue su compañera de despacho, la magistrada Elisa Veiga,
quien en agosto de 1975 le dijo que unos jóvenes del FRAP, a quienes les habían
colocado ante un consejo de guerra, buscaban abogados defensores.
El PCE, el principal partido de la oposición clandestina al franquismo
y con medios suficientes para hacerlo, se había negado a defenderlos ante el
temor de que se le pudiera acusar de arropar la violencia política de carácter
terrorista. Incluso la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) -de
tendencia maoista-, y a la que pertenecía la propia Paquita Sauquillo (era
miembro del comité central), había desaconsejado la defensa por los mismos
motivos. Eran los últimos tiempos del franquismo y los partidos de izquierda no
querían aparecer vinculados a grupúsculos radicales que propugnaban todavía la
lucha armada como medio de acción política.
Pese a ello, el 'despacho Lista',
un viejo compañero de viaje de muchos antifranquistas, aceptó el reto. “No para
defender ni para hacer un alegato de la violencia, sino para evitar la
indefensión y el ataque más brutal a los derechos humanos, como es la pena de
muerte”, recuerda ahora Sauquillo. El juicio de El Goloso fue tenso.
Extremadamente tenso. El franquismo quería dar a toda costa un escarmiento y por
eso necesitaba cerrar los fusilamientos en pocos días mediante procedimientos
sumarísimos.
La hora de la represión
Políticamente, desde luego, no
era un momento fácil. Todo lo contrario. El asesinato de Carrero había
descabezado y enfurecido al régimen, y ante el aumento de la violencia
terrorista (16 asesinatos ese año antes del 20-N) un decreto publicado en
agosto de 1975 pretendía dejar las cosas claras. Arias Navarro, un político
gris, rencoroso y acobardado con los poderosos, era el presidente del Gobierno.
“Ningún ciudadano honrado y
patriota va a sentirse afectado por la circunstancial disminución de sus
garantías constitucionales que los preceptos del presente Decreto-ley
implican”, decía la exposición de motivos de aquél texto legal. Al tiempo, proclamaba:
“Los que habiendo secuestrado a una persona causaren su muerte o mutilación
serán castigados con la pena de muerte”. La represión más cruel tomaba carta de
naturaleza. El propio régimen reconocía que “ese pequeño sacrificio está
suficientemente compensado por la tranquilidad y seguridad que ha de
proporcionar a toda la comunidad nacional el propósito sereno y firme” de
combatir el terrorismo.
Los atentados del FRAP
-sustanciados en dos sumarios que se tramitaron en paralelo con idéntico final-
se habían producido apenas unas semanas antes, en julio de 1975. Pero menos de
tres meses después estaban vistos para sentencia. Todo fue tan rápido que la
letrada Sauquillo apenas pudo hablar media hora con una de las acusadas, María
Jesús Dasca, en un furgón policial, para preparar su defensa.
Dasca, como su compañera Concha
Tristán (ambas ya fallecidas), fue condenada a muerte posteriormente conmutada
por el Consejo de Ministros. El caso de Tristán, sin embargo, es singular.
Estaba embarazada, como su compañera, y el Código de Justicia Militar prohibía
ejecutar a reos encinta hasta pasados 40 días del alumbramiento. Ni siquiera
era legal comunicar a las mujeres embarazadas que habían sido condenadas a
muerte. Como su pena había sido conmutada, fue ingresada en la cárcel de
Yeserías (Madrid). Y allí, paradojas de la vida, coincidió en marzo de 1976 con
la abogada Sauquillo, arrestada en la misma prisión en plena descomposición del
franquismo y con Manuel Fraga como ministro del Interior.
Las cinco ejecuciones, en todo
caso, marcan un antes y un después. Pero esconden una realidad ineludible y que
hoy todavía escuece. La movilización exterior fue mucho más intensa que en el
interior. Sin duda, porque en España había miedo físico, y hasta pánico, a la
reacción de un régimen que quería dar signos de autoridad ante la decadencia y
agonía de la dictadura. Los últimos coletazos de la bestia, ya se sabe, son
siempre los peores.
Las cinco ejecuciones esconden
una realidad ineludible y que hoy todavía escuece: la movilización exterior fue
mucho más intensa que en el interior
La embajada española en Lisboa
-en plena revolución de los claveles- fue asaltada, saqueada e incendiada por
una turba movilizada por el Gobierno de los capitanes; en París y numerosas
ciudades francesas, las manifestaciones fueron masivas. Y lo mismo sucedió en
Roma, en Oslo, en Bruselas, en Fráncfort… El presidente de México, Luis
Echeverría, reclamó la expulsión de España de Naciones Unidas y una docena de
países europeos llamaron a consulta a sus embajadores en Madrid. La imagen del
primer ministro sueco, Olof Palme, pidiendo por la libertad de España hucha en
mano, dio la vuelta el mundo.
Es conocida la respuesta de
Franco durante su última aparición pública en la plaza de oriente: “Todo lo que
en España y Europa se ha armado obedece a una conspiración
masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista”.
El régimen empezaba a descomponerse. Fueron los últimos fusilamientos del
franquismo.
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