La gran mentira
Ricardo Mella
Es viejo cuento. Con el señuelo de la revolución, con el
higuí de la libertad, se ha embobado siempre a las gentes. La enhiesta cucaña
se ha hecho sólo para los hábiles trepadores. Abajo quedan boquiabiertos los
papanatas que fiaron en cantos de sirena.
El hecho no es únicamente imputable a los encasillados aquí
o allá. Las formas de engaño son tan varias como varios los programas y las
promesas. Arriba, en medio y abajo se dan igualmente cucos que saben
encaramarse sobre los lomos de la simplicidad popular.
La promesa democrática, la promesa social, todo sirve para
mantener en pie la torre blindada de la explotación de las multitudes. Y sirve
naturalmente para acaudillar masas, para gobernar rebaños y esquilmarlos
libremente. Aun cuando se intenta redimirnos del espíritu gregario, aun cuando
se procura que cada cual se haga su propia personalidad y se redima por sí
mismo, nos estrellamos contra los hábitos adquiridos, contra los sedimentos
poderosos de la educación y contra la ignorancia forzosa de los más. Los mismos
propagandistas de la real independencia del individuo, si no son bastante
fuertes para sacudir todo homenaje y toda sumisión, suelen verse alzados sobre
las espaldas de los que no comprenden la vida sin cucañas y sin premios. Que
quieran que no, han de trepar; y a poco que les ciegue la vanidad o la ambición,
se verán como por ensalmo llevados a las más altas cumbres de la superioridad
negada. Es fenómeno harto humano para que por nadie pueda ser puesto en duda.
La gran mentira alienta y sostiene este miserable estado de
cosas. La gran mentira alienta y apuntala fuertemente este ruin e infame
andamiaje social que constituye el gobierno y la explotación, el gobierno y la
explotación organizados, y también aquella explotación y aquel gobierno que se
ejercen en la vida ordinaria por todo género de entidades sociales, económicas
y políticas.
Y la gran mentira es una promesa de libertad repetida en
todos los tonos y cantada por todos los revolucionarios; libertad reglada,
tasada, medida, ancha o estrechamente, según las anchas o estrechas miras de
sus panegiristas. Es la mentira universal sostenida y fomentada por la fe de
los ingenuos, por la creencia de los sencillos, por la bondad de los nobles y
sinceros tanto como por la incredulidad y la cuquería de los que dirigen, de
los que capitanean, de los que esquilman el rebaño humano.
En esa gran mentira entramos todos y sálvese el que pueda.
Las cosas derivan siempre en el sentido de la corriente. Vamos todos por ella
más o menos arrastrados, porque la mentira es cosa sustancial en nuestro propio
organismo: la hemos mamado, la hemos engordado, la hemos acariciado desde la
cuna y la acariciaremos hasta la tumba. Revolverse contra la herencia es
posible, y más que posible, necesario e indispensable. Sacudirse la pesadumbre
del andamiaje que nos estruja, no es fácil, pero tampoco imposible. La
evolución, el progreso humano, se cumplen en virtud de estas rebeldías de la
conciencia, del entendimiento y de la voluntad.
Mas es menester que no nos hagamos la ilusión de la
rebeldía, que no disfracemos la mentira con otra mentira. Somos a millares los
que nos imaginamos libres y no hacemos sino obedecer una buena consigna. Cuando
el mandato no viene de fuera, viene de dentro. Un prejuicio, una fe, una
preferencia nos somete al escritor estimado, al periódico querido, al libro que
más nos agrada. Obedecemos sin que se quiera nuestra obediencia y, a poco
andar, conseguiremos que nos mande quien ni soñado había en ello ¡Qué no será
cuando el propagandista, el escritor, el orador lleven allá dentro de su alma
un poco de ambición y un poco de domadores de multitudes! La mentira, grande
ya, se acrece y lo allana todo. No hay espacio libre para la verdad pura y
simple, sencilla, diáfana de la propia independencia por la conciencia y por la
ciencia propias.
Llamarnos demócratas, socialistas, anarquistas, lo que sea,
y ser interiormente esclavos, es cosa corriente y moliente en que pocos ponen
reparos. Para casi todo el mundo lo principal es una palabra vibrante, una idea
bien perfilada, un programa bien adobado. Y la mentira sigue y sigue laborando
sin tregua. El engaño es común, es hasta impersonal, como si fuera de él no
pudiéramos coexistir.
Revolverse, pues, contra la gran mentira, sacudirse el
enorme peso de la herencia de embustes que nos seducen con el señuelo de la
revolución y de la libertad, valdrá tanto como autoemanciparse interiormente
por el conocimiento y por la experiencia, comenzando a marchar sin andaderas.
Cada uno ha de hacer su propia obra, ha de acometer su propia redención.
Utopía, se gritará. Bueno; lo que se quiera; pero a
condición de reconocer entonces que la vida es imposible sin amos tangibles o
intangibles, seres vivientes o entidades metafísicas; que la existencia no
tendría realidad fuera de la gran mentira de todos los tiempos.
Contra los hábitos de la subordinación nada podrán en tal
caso las más ardientes predicaciones. Triunfantes, habrán destruido las formas
externas, no la esencia de la esclavitud. Y la historia se repetirá hasta la
consumación de los siglos.
La utopía no quiere más rebaños. Frente a la servidumbre
voluntaria no hay otro ariete que la extrema exaltación de la personalidad.
Seamos con todo y con todos respetuosos ─el mutuo respeto es
condición esencial de la libertad─, pero seamos nosotros mismos. Antes bien hay
que ser realmente libres que proclamárselo. Soñamos en superarnos y aún no
hemos sabido libertarnos. Es también una secuela de la gran mentira.
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