MISERIAS DEL SINDICALISMO:
“LIBERADOS” PARA SERVIR A UN TERROR DE ESTADO
Quiero hablar del “liberado
sindical” como posición de subjetividad hermanada a todo terror de Estado,
soldada a una estructura de gestión de las poblaciones capaz no menos de
enmudecer a los oprimidos que de aspirar al aniquilamiento del Otro.
¿HUIR DEL TRABAJO PARA CURAR DEL
TRABAJO? Dentro del “ritual sindical” la figura del ‘liberado’ adquiere una
importancia crucial. Aparece, por un lado, como la juntura (el nexo) que une un
ritual con otro, una ceremonia con otra, cada símbolo con los demás. En este sentido,
se define como un oficiante... Pero, por otro lado, y como un exponente
mayúsculo del tipo de subjetividad humana dominante bajo el capitalismo, el
liberado es algo más que un mero maestro del ritual: es también un beneficiario
del mismo, un individuo que rentabiliza en beneficio propio las consecuencias y
las implicaciones de los ceremoniales por el protagonizados.
De esta doble caracterización del
“liberado” como maestro y beneficiario del ritual se desprende el sentido de su
contribución particular a la reproducción del modelo vigente de sindicalismo y
del paralelo sojuzgamiento laboral: sin ostentar un poder considerable, sin
ubicarse muy arriba en la escalera de la autoridad, sin codearse con los
hombres y mujeres de la dirección o de la jerarquía, escenifica sin cesar y
despliega cotidianamente los rituales específicos y los símbolos instrumentales
y dominantes sobre los que descansa la pretendida legitimidad (la
“credibilidad” y la “solicitud de reconocimiento”) de aquel poder y de aquella
autoridad, de esta dirección o jerarquía. Deviene, así, como una suerte de
mercenario, de agente, de persona-herramienta; como una especie de subalterno
al que se encargan los imprescindibles trabajos sucios de la organización y que
cobra en “prestigio”, “pequeñas cotas de influencia”, “vida social”, “exención
del trabajo” y “fraudulentos usufructos crematísticos”.
Argamasa del edificio sindical,
condición callada del sostenimiento de las cúpulas y de las estructuras
jerárquicas, el “liberado” se disuelve en una infinidad de ceremonias, de
símbolos, de ritos, etc., encaminados en parte a la reproducción del orden
laboral y del status quo social. Es, desde luego, un ser que ha huido del
trabajo, que en verdad se ha curado a sí mismo de la servidumbre y la patología
del trabajo; y, a la vez (y he aquí el lado oscuro de su actividad, la cara
innoble, la trastienda miserable de su quehacer cotidiano), un tipo que
administra la ilusión de curar a los demás del trabajo, que mantiene a los
colectivos obreros en la engañifa de que su padecimiento tiene cura, un sujeto
que se presenta ante sus ex-compañeros, ante las gentes de su ex-condición
social, como la garantía exclusiva del “alivio” y de la “analgesia”,
proporcionador de “remedios” contra el dolor del empleo -y ya no tanto contra
la enfermedad de la sumisión. El liberado como curandero... Y, por lo tanto, el
liberado como policía de lo laboral, esbirro (esbirro: “secuaz a sueldo o
movido por interés”, Diccionario de la Lengua Española) de los autócratas que
gestionan el sindicalismo de Estado.
Como maestro del ritual, el
“liberado” manifiesta una indiscutible pericia en el arte de gobernar las
asambleas (“prepararlas”, “conducirlas”, “bloquearlas”, “acelerarlas”,...),
llevándolas cotidianamente a los lugares prescritos por las autoridades
sindicales, a los puertos recomendados por ese diluvio de ‘directrices’ y de
‘consignas’ que cae sobre las bases de los sindicatos desde los cielos
encapotados de los órganos superiores. Como hemos señalado en otra parte,
pertenece a la naturaleza del “sindicalismo de Estado” proscribir o manipular
la dinámica asamblearia en tanto instrumento de gestión democrática de la
organización (por lo que la asamblea no existe o está ausente en determinadas
esferas, y existe como caricatura de sí misma o está presente como auto-parodia
en las esferas restantes), prefiriendo siempre, por razones de cosmética política,
el segundo expediente: la “gestión”, el “manejo”, la “planificación” y el
“encauzamiento” de las discusiones y de las votaciones en que se materializa el
hecho asambleario. Y el personaje habituado a esos menesteres lastimosos,
avezado en las técnicas de forzar voluntades, de crear estados colectivos de
sensibilidad y de opinión, de minar seguridades de grupo, de focalizar y
desplazar las antenas de la atención gregaria, de distribuir el énfasis y las
mayúsculas en el conjunto de los discursos populares; el especialista en el
despeje de la incógnita asamblearia, mil veces curtido en el oficio de hablar y
de hacer hablar, de callar y de hacer callar, de ‘excitar’ o ‘adormecer’ a las
masas, individuo que retiene algo de los oradores antiguos y de los demagogos
modernos, de los charlatanes de todas las épocas, de los encantadores de
serpientes exóticos y de los más comunes amaestradores de cabras, domesticador
domesticado, embaucador embaucado,..., no es otro que el “liberado sindical”,
probablemente “el más feo de los hombres”, que diría Nietzsche, “kapo” de ese
campo inadvertido de concentración constituido hoy por el mundo del trabajo,
refinamiento de la hipocresía y del cinismo humanos, cifra de lo que cabe
esperar de la lucha político-sindical ritualizada.
Al “liberado” como maestro del
ritual no sólo incumbe el gobierno de las asambleas: también le compete la
conducción de las huelgas, la resolución estudiada y estratégica de los
conflictos laborales. Los intereses particulares de la organización sindical
como ente burocrático, sus exigencias de reproducción y reforzamiento, las
expectativas mediatas e inmediatas de los hombres y mujeres que copan los
círculos de poder y de dirección en su seno, marcarán en todo momento las
pautas y los modos de tal “resolución”, las premisas y las formas de dicha
“conducción”. Así como la ‘asamblea’ se ha definido en los tiempos modernos
como un rito dentro del cual el liberado-oficiante puede desplegar su margen de
influencia y de control, la ‘huelga’, no menos estereotipada, no menos
ritualizada, convocada y pesquisada por los sindicatos mayoritarios, ha
terminado convirtiéndose en un nutriente más de las estructuras burocráticas
para-estatales que parasitan el ámbito laboral, hallando en el liberado, en
este pseudo-trabajador que habla en nombre de los trabajadores, a su peculiar
maestro de ceremonias. Diseñadas desde las alturas de los sindicatos de Estado,
concebidas por las élites políticas y por las tecnocracias sindicales, las
“huelgas” contemporáneas se desenvuelven en nuestras ciudades bajo la mirada
atenta y la intervención efectiva de estos agentes del orden laboral que se han
formado en ellas y ahora trabajan normalmente contra ellas. A veces “marcando
el paso” en primera línea y a veces andando a la zaga como simples
“infiltrados”, a veces ejerciendo de “asesores” secretos y a veces renunciando
a opinar para no despertar sospechas, ubicando y reubicando gentes de su
confianza en los distintos frentes del conflicto (casi al modo de los generales
de antaño, que observaban la batalla a distancia pero en el mismo escenario del
combate), prestando interesadamente sus servicios a los protagonistas y
damnificados de la conflagración -defensa jurídica, información legal,...-, los
“liberados” saben qué hacer y qué no hacer, dónde estar y dónde no estar, qué
decir y qué silenciar, para que la huelga se desarrolle y se resuelva en la
satisfacción de las expectativas que en ella habían puesto las organizaciones
convocantes -para que la lucha venga a morir donde los sindicatos habían
marcado desde el principio.
Pero no sólo ante estos
“símbolos” cardinales del ritual sindical (la asamblea a modo de símbolo
dominante y la huelga en tanto símbolo instrumental) el ‘liberado’ se define
como un oficiante, como un maestro de ceremonias: también a lo largo de los
distintos encuentros, reuniones, charlas, entrevistas, asesorías,
conversaciones, etc., en que se desgrana su “día a día”, el liberado,
procurando ajustar su actuación a un conjunto vaporoso pero ineludible de
convenciones no-articuladas y de normas tácitas, desenvolviéndose de hecho en
el respeto y en la aceptación de un papel predeterminado, en el acatamiento de
una serie de rituales específicos, puntuales, declinables, entrelazados, asume
tal condición, revistiendo su praxis de simbolismo, formalizándola,
esclerotizándola, siempre en provecho de los fines perseguidos por el
sindicalismo de Estado -el control de los colectivos laborales...
De ahí la impresión manifestada
por muchos de los trabajadores que han recurrido en alguna ocasión a una
asesoría sindical, que se han acercado a algún sindicato para resolver este o
aquel problema personal: ante ellos se ha sentado algo así como una máscara
sonreidora que hablaba un lenguaje maquínico y tedioso y parecía estar representando
no se sabe bien qué papel en qué extraña obra trascendente. Y estos
trabajadores confiesan a menudo que salieron de aquella reunión como se sale de
misa, quizás vagamente consolados, reconfortados por algunas palabras
acariciadoras u oportunas, con alguna recomendación mordiéndoles las sienes,
pero con la sensación de haber perdido de todas formas el tiempo, de haber
caído en una trampa, de haber resultado útiles a la persona que en teoría
estaba allí para servirles,... Estas vagas impresiones, estas sensaciones
indefinidas, corroboran no obstante una certidumbre reconocida como tal por los
“liberados” menos interesados en auto-engañarse: la certeza de que, en tales
encuentros, ante los trabajadores y sus quejas, ante los obreros y sus
demandas, se está oficiando una ceremonia, está desplegándose un rito. El
liberado sabe exactamente lo que tiene que decir y lo que tiene que hacer (su
papel ha sido prefijado por la costumbre, por la doxa sindical); sabe cómo debe
reaccionar, las poses que ha de asumir, los gestos tras los que deberá
esconderse, las palabras-clave y las expresiones-mágicas que habrá de diseminar
por su discurso, con astucia, con cálculo, con sentido de la oportunidad;
conoce, en definitiva, a la perfección, su papel en la reunión. Y se somete a
él como el párraco a la estructura de la misa, como el hechicero a los “pasos”
de la ceremonia, como todos los oficiantes de un rito a las exigencias y
dictados del mismo. El trabajador, por su parte, percibe, en efecto, esa
disposición teatral, mecánica, de su interlocutor; percibe el ambiente de
fingimiento, la atmósfera saturada de artificiosidad, de segundas intenciones y
propósitos no-confesos. Y siente que lo más importante del acto no es él ni su
problema, sino el acto mismo, la ceremonia por la ceremonia, el rito por el
rito. Presiente que su comparecencia ha servido verdaderamente al hombre que,
en principio, fue colocado allí para ayudarle; que el auxiliador ha sido
auxiliado; que toda la máquina institucional y burocrática del sindicato se ha
visto engrasada, lubricada, con su presencia; que sus problemas y sus
expectativas han sido meramente absorbidos por tal engendro “industrial” casi a
modo de carburante; y, a fin de cuentas, que ha sido utilizado a todos los
niveles, explotado en profundidad, usado y violentado.
“El rito por el rito”, hemos
escrito; pero, en realidad, hubiéramos debido escribir “el rito por la
reproducción del sindicato, el rito por la consolidación de sus jerarquías y
nomenclaturas, el rito por la preservación de su estructura autoritaria y
anti-democrática, el rito por la legitimación del aparato del Estado y del
orden social del cual aparece como sostén y garante”. “El rito por los
requerimientos psico-sociales y político-económicos que satisface toda
ceremonia simbólica y sobre los que funda su razón de existir”: “el rito por la
cohesión de la sociedad y por la integración del conflicto”. El rito, en
nuestro caso, por la paz de las fábricas y el orden en las calles, por la
bonanza de la empresa y la incuestionabilidad del Estado. El rito como escarnio
de la praxis, sucedáneo de la praxis, pseudo-praxis que trabaja como
anti-praxis; el rito como conjuro contra la acción y contra la resistencia,
como conjuro contra la lucha. El rito como agente de la disolución de todos los
descontentos, de todas las insumisiones y de todas las incredulidades... Y el
“liberado”, en tanto maestro y beneficiario del ritual, como funcionario del
consenso, funcionario de una paz social que es también intocabilidad de la
dominación social, exterminador a sueldo de la praxis y de la posibilidad misma
de la lucha.
Extracto de un artículo de Pedro
García Olivo, web de Grup Antimilitarista Tortuga
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