José Luis García Rúa, libertario
“pordiosero social”
CRIS S. BARBARROJA
“Durante el estado de excepción de 1970 me
llevaron a comisaría y allí estaba Ramos. No llegó a pegarme nunca; lo más que
hizo fue ponerme el puño en la cara, sin atreverse a descargar, con lo que yo
sentía los pelos de sus nudillos. Pero me dijo: ‘Es usted un pordiosero
social’. Me dio mucho que pensar y me dije: ‘Coño, tiene razón este hombre”. La
ironía doliente define bien al libertario, filósofo, filólogo clásico, maestro
de la antipedagogía y secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo,
José Luis García Rúa (Gijón, 1923).
Sabe lo que es la lucha desde
crío, cuando la Guerra Civil lo dejó huérfano y le obligó a hacerse cargo de la
familia. En alguna ocasión dijo que sólo la muerte le impediría seguir en el
combate social y antipolítico. Hoy está en otra pelea, en la cama de un
hospital de Granada al que le han llevado –intuye su hijo Héctor- “los palos
que le ha dado la vida”. Mucho más duros que los del comisario Ramos, seguro.
Hace cinco años José Luis perdió a su compañera, su esposa, Gisela. Después se
fue su primogénito, el catedrático Emilio José García Wiedemann. La puñalada
más profunda fue la de la muerte, diez días después de nacer, de una de sus
nietas.
Pero a golpes se hizo el
anarquista que, con sólo 13 años, tuvo que contemplar el cadáver de su padre,
destacado militante cenetista y uno de los fundadores del POUM, el Partido
Obrero de Unificación Marxista, en Asturias. Una bala de la Guardia Civil mató
a Emilio José García durante el cerco a Oviedo en 1936. “Le entró por la parte
inferior del cuello y le salió por la parte alta de la cabeza” narraba José
Luis en las memorias que escribió hace unos años para el diario La Nueva
España. “Subí a verlo y rompí a llorar. Un compañero me dijo: ‘No llores;
cuando seas grande ya le vengarás’. Quizás la manera de vengarle haya sido la
fidelidad a la causa obrera”.
Indeleble aquella cicatriz, otro
episodio que marcó al chaval durante la contienda tuvo lugar en la escuela del
pedagogo anarquista Eleuterio Quintanilla, cuando los fascistas estaban cerca
de Gijón. “Nos estaba examinando de francés cuando sonaron las sirenas de la
aviación. ‘El que quiera marchar, puede hacerlo’, dijo. Nos quedamos cinco en
la clase y él siguió examinando sin inmutarse, como si no estuviera pasando
nada. Aquello fue para mí una gran enseñanza: la necesidad de no dejarse
invadir por el miedo”.
Valiente, como una madre que se
negó a embarcar a los niños rumbo a Rusia, escapó a Cataluña con sus dos
hermanos a los que alimentaba robando cebollas. Con 15 años, durante la
ofensiva franquista, huyó con el mayor a La Provenza donde protagonizó su
primera revuelta. “Se comía muy mal. Yo había leído en el periódico L´Aube que
el gobierno de Negrín daba a Francia 15 francos diarios por refugiado. Traduje
aquella noticia y hubo una revolución. Me esposaron y me llevaron a Barcarés, a
un campo de concentración de soldados en una playa inmensa”.
Recuerda García Rúa las
conversaciones de barracón con destacados socialistas, comunistas, republicanos
y, especialmente, con un anarquista al que Franco había fusilado en Gijón; un
chaval de las Juventudes Libertarias que sobrevivió a las ametralladoras y a la
caída por el acantilado al que arrojaban los cuerpos porque cayó sobre un
montón de cadáveres. “Aquellos debates me dieron muchísima luz y quizás fue
allí donde comencé a tener alguna tendencia política”.
La embolia de su hermana, que le
paralizó medio cuerpo, le obligó a volver a España para ayudar a su madre. En
Gijón vendió botellas, fue almacenista de estraperlo, construyó tejados,
fabricó baldosas, hasta que, “encabronado” con un salario de siete pesetas,
decidió volver a estudiar. Hizo el bachillerato mientras sacaba carbón de La
Camocha. Quería ser médico, pero las prácticas no le permitían seguir
alimentando el hogar. Así que comenzó Filosofía y Letras en Oviedo. Y, con una
beca de 500 pesetas, de las que daba 200 a su madre, se doctoró en Filología en
la Universidad de Salamanca.
“Allí trato con Zamora Vicente,
José María Ramos y Loscertales, Lázaro Carreter o Manuel Alvar. Estoy hasta
1955 en Salamanca, que me cansa. Mi forma de obra abiertamente chocaba con
esquemas muy cerrados”, cuenta. Emigró a Alemania con un lectorado. Y Alemania,
y una mujer, Gisela Wiedemann, cambiaron también la anarquista vida amorosa del
libertario que puso una condición para convertirse en esposo de la germana: la
de casarse para dedicarse a los demás.
La escuela obrera de la calle
Cura Sama
En 1958, la familia García
Wiedemann volvió a Gijón “con una mano delante y otra detrás”, confesaba José
Luis en sus memorias. En el Ateneo Jovellanos, el filólogo comienza a
relacionarse con el grupo de teatro ‘La Máscara’ al que propone crear una
escuela obrera. “Estaba convencido de que la clase obrera carecía de medios
auténticos de ilustración”. Con tres requisitos para el alumnado -que supiera
leer y escribir, que tuviera una edad prudente, no menos de 10 años, y que
llevara una banqueta- nació, sin sillas, la Academia Obrera de la calle Cura
Sama.
“Enseñábamos de todo, siempre con
vistas a la vida cotidiana. Mediante el diálogo, no había distancia entre el
alumno y el profesor, la enseñanza estaba encaminada a a producir otra
mentalidad. Era hacer una casi antipedagogía. Dar a conocer textos científicos,
literarios o políticos desde la crítica y desde la propuesta de la opción
contraria”. La policía enseguida se interesó y a José Luis lo llamaron no en
pocas ocasiones de comisaría para animarlo a que lo dejara. Dice que sorteó
unos cuantos interrogatorios hasta que intervino Oviedo, el comisario Claudio
Ramos, y “la cosa fue mucho más dura”.
En ese momento, con la tradición
familiar y las cicatrices de la vida, García Rúa vuelve a tener contactos con
la CNT clandestina que se acerca también a la academia. “Un día, en Oviedo,
Ramos se sentó al lado mío en un café. ‘No sé quién es usted’, le dije, y fue
como si le hubiera insultado. Se levantó y gritó: ‘¡Acompáñeme!”. Salió de
comisaría 24 horas después con la prohibición de regresar a Oviedo. En el 65,
tras infringir el precepto, fue Ramos quien se acercó a Gijón: “Le voy a cerrar
la academia”. Y se la cerró.
En 1969 fundó las Comunas
Revolucionarias de Acción Socialista (CRAS) de las que se separó cuando un
grupo se declaró organización marxista para afiliarse definitivamente a la CNT.
García Rúa era un indeseable –“un hombre de dudosa conducta”, según su informe
policial- que daba tumbos académicos, expulsión tras expulsión, entre Oviedo,
la Universidad Laboral de Córdoba, o la Universidad de Jaén. Hasta que, muerto
el dictador, le concedieron plaza en la facultad de Filosofía de la Universidad
de Granada. “Y allí me jubilaron con 65 años y 65.000 pesetas. Pero me hicieron
profesor emérito y lo fui hasta 2003”.
Modesto, apenas dedica una línea
de sus memorias a sus responsabilidades políticas: secretario regional de CNT
Andalucía desde el 77 y máximo responsable del sindicato entre 1988 y 1990,
seis años director del periódico CNT, y secretario general de la Asociación
Internacional de los Trabajadores (AIT) entre 1997 y 2000. Es titánica la tarea
de reunir sus artículos, sus ensayos o las conferencias que, hasta hace dos
años, todavía impartía en su academia obrera, en la actualidad Aula Popular
García Rúa.
A la que volverá pronto, cuando
salga del hospital en el que pelea contra su achaque. Como regresará a su piso
de la barriada granadina del polígono de la Cartuja, ese en el que se va la luz
por culpa de los cultivos de marihuana. Y a la lucha, convencido de que “sin
presión social es inútil la participación política”. Describe Héctor, su hijo,
“la ilusión que le transmitió el 15M” y la desolación que le produjo “la
aparición de los grupos que se apropiaron de aquella expresión social”.
Movimientos que según García Rúa –termina el heredero del libertario, que se
despide con un “¡salud!”- “serán devorados por las propias reglas del juego”.
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