LA NOCHE DE LA RAPIÑA
Juan Tejera corrió por el
callejón a esconderse en la cueva de su vieja que lo recibió con ojos de miedo.
Abajo en el Ayuntamiento se oían los tiros y los gritos de los falangistas
persiguiendo a los concejales y al alcalde comunista, que se metieron huyendo
en las plataneras entre ráfagas de ametralladora y disparos de los mausers, que
atronaban el silencio casi permanente de aquel pueblo tranquilo de las
medianías de Gran Canaria. Eufemiano, Emiliano B., H. Acosta, el traidor M.
Santos y el resto se dedicaron a registrar las casas de los sospechosos, cuando
entraron aquella madrugada en la casa de Juan Cabrera y sus hijas corrieron
atemorizadas a esconderse bajo la pila del agua. El viejo Cabrera les salió al
encuentro en el patio rodeado de geranios a preguntarles que buscaban y porqué
habían matado de una patada al perrillo podenco amarrado en la puerta.
Un requeté lo golpeó sin decir
nada en su cara con la culata del fusil cayendo al suelo el anciano anarquista,
revolcándose de dolor mientras el resto de señoritos fascistas lo pateaban con
fuerza. El cojo H. Acosta lo levantó casi en volandas y cuando abrió los ojos
vio a su hija María con la boca ensangrentada entre los dos esbirros. La
chiquilla de poco más de 16 años lloraba de miedo y P. Ramírez le rompió el
camisón dejando sus pechos al aire, lo que aprovecho el guardia M. Pernía para
decirle: Ahora voy a chuparle las tetas a tu hija rojo cabrón. El pobre viejo
no pudo contener su rabia al ver la boca con los dientes sucios de aquel
asesino lamiendo, mordiendo y abusando de su amada hija. Los golpes en su
cabeza no le dejaron ver por suerte el resto de la violación, cayó al suelo y
todo le parecía un sueño terrible, una pesadilla de la que solo había que
despertarse bañado en sudor y descubrir que nada de aquello era real. Intentó
salir del horror pero solo encontró maltrato, golpes, insultos y empujones
cuando lo metían en el camión militar para llevarlo al cuartel de San
Francisco.
A pocos metros más arriba en la
misma Carretera General de Tamaraceite, Lola García lloraba la muerte de su
hijo Braulio de tan solo cuatro meses con la cabeza destrozada por el brutal
golpe contra la pared que le dio el falangista de La Montañeta. Rosa, su
hermana, gritaba enfurecida, insultaba a los miembros de la siniestra brigada
del amanecer que la miraban desconcertados, un poco asustados al ver el cuerpo
del niño con la cabeza abierta en los brazos de una madre enloquecida, quieta,
como muerta en vida, sin fuerzas para rezar y encomendar el alma del angelito
asesinado al Dios de los empobrecidos. Más abajo en la vieja fabrica de velas
reutilizada como iglesia, el cura daba datos sobre las ideas de sus feligreses,
todo lo que había recabado en tantos años de párroco, rebelando secretos de
confesión que P. Betancor anotaba en su vieja libreta con anillas de acero.
Allí descubrieron la militancia
de muchos, lo que pensaban de los terratenientes de la zona, de su resistencia
al derecho de pernada, las huelgas organizadas contra la esclavitud medieval a
la que estaban sometidos en aquella atlántica colonia española. En pocos días
muchas casas fueron registradas, multitud de hombres y mujeres maltratados,
vejados, detenidos para ser torturados en el cuartelillo del Ayuntamiento y
entre los tomateros de Los Giles, donde los gritos eran amortiguados por el
viento del norte, para después ser arrojados a la Sima de Jinámar, a los Pozos
de Arucas, Tenoya o a la misma Marfea junto a la Playa de La Laja.La esperanza
de aquel pueblo fue cercenada, aplastada por el terror de la dictadura.
Al año siguiente fusilaron al
alcalde Juan Santana Vega y al resto de camaradas del Ayuntamiento de San
Lorenzo. Fue un 29 de marzo de 1937 en el Campo de Tiro de La Isleta, donde
aquellos cinco hombres encontraron la muerte ante el pelotón de fusilamiento
por defender la justicia social, la democracia, la libertad y la República. Esa
tarde triste llegaron las noticias a Tamaraceite entre silencios y susurros.
Las muertes de Juan, de Antonio, de Manuel, de Matías y Francisco, terminaron
de atemorizar y convertir aquella población en un espacio para el temor, la
tristeza y la represión. Más de 75 años después el silencio institucional es la
tónica general y las familias de tantos asesinados por el franquismo en San
Lorenzo, Canarias y resto del estado, sufren la humillación de los que se
llaman representantes de la ciudadanía. Casi nadie dice nada, se trata de
acallar voces que vienen de un pasado heroico, de los tiempos donde la gente
daba su vida por los demás, para que las generaciones futuras vivieran libres
de la explotación capitalista.
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