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lunes, 29 de junio de 2015

CUENTO RACIONALISTA: IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD POR ANSELMO LORENZO

 
ANSELMO LORENZO IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD
Cuentos racionalistas nº2
COLECCIÓN DE CUENTOS RACIONALISTAS
PUBLICADOS POR HUMANIDAD NUEVA
IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD
Estos cuentos no van autorizados por la censura eclesiástica, pero están de acuerdo con el sentido común.
Queridos niños y niñas:
Ahí tenéis el segundo cuento. Como os prometimos, veréis en él una mínima parte de la realidad en la vida, que ha ocurrido seguramente muchas veces y ocurrirá, mientras haya clases sociales, siempre que unos niños buenos quieran seguir un impulso natural y se hallen frente al obstáculo que les imponga la soberbia de un privilegiado, aunque el privilegiado sea un padre y un protector.
Palabras y pensamientos leeréis aquí que os serán desconocidos: preguntad a vuestros amiguitos o a vuestras amiguitas, a vuestros profesores y también a vuestros padres; con todos los datos que se os den, resolved con vuestro propio juicio, y al fin hallaréis una lección en que la verdad y la belleza forman un conjunto artístico, racional, humano.
Los Profesores.
Redacción de Humanidad Nueva.
Valencia: Septiembre de 1908.
IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD
Marina era una niña de ocho años, bellísima, aunque algo desmedrada; sus grandes ojos miraban siempre a lo lejos, como si esperasen anhelantes la realización de un deseo vagamente definido, o la satisfacción de una necesidad imperiosamente sentida. Su rubia cabellera, hermosa por sí misma, pero descuidada, denunciaba a primera vista la falta de los cuidados maternales. Su expresión melancólica, impropia de su edad; su timidez, su indecisión, junto con la pobreza de su vestido, daban clara idea de que ocupaba ínfimo lugar en la última clase de los desheredados.
Hallábase sentada en las piedras de unas ruinas, situadas a la entrada de la villa y frente al camino que a ella conduce, restos de una fortaleza, indicio de que en tiempos pasados, lo mismo que en los actuales, sometíase la fraternidad humana a la prueba del hierro, y del fuego.
Diríase que la niña, como flor desprendida de la planta que le diera vida y belleza, se hallaba desligada de todo lazo que le uniera a la población que tenía a su espalda, y se disponía a lanzarse a lo desconocido, vida o muerte, oscilación entre el absurdo y la injusticia que todavía constituye el mecanismo de las relaciones humanas o nueva combinación, de las partículas materiales que integraban su ser.
Por el camino venía acercándose un niño que se dirigía a la ciudad. Todas las gracias naturales de la infancia resplandecían en aquel nuevo personaje de diez años; belleza enérgicamente varonil, fisonomía franca y resuelta, elevada estatura y salud exuberante.
Al acercarse a las ruinas el caminante fijó su atención en la niña, y un vivo sentimiento de simpatía le obligó a pararse a contemplarla.
—¿Qué haces aquí, niña, —le preguntó.
—¡Llorar! —respondió, exhalando un suspiro y produciendo una triste y graciosa modulación.
—¿Por qué lloras? —insistió el niño acercándose y cogiéndole una mano.
—Porque mamá murió hace pocos días, y un hombre malo me ha despedido de su casa, donde me había refugiado. Ya no podré comer, no tendré cama para dormir ni quien me asista y habré de morir sola.
Aquellas palabras pronunciadas con melancólica sonoridad, análoga al canto de ave plañidera, penetraron en el corazón del niño, causándole vivísima impresión.
—¿Y tu papá?
—Nunca lo tuve.
La brevedad de de la respuesta y la rapidez con que fue pronunciada hicieron en el niño el efecto de una revelación. Era un desgraciado y comprendía lo desgracia. Aquella niña era una irregular en la sociedad, era lo que suele llamarse una “ilegítima”.
Mas esas distinciones que, en defensa del privilegio y en nombre del derecho, han hecho los hombres, nada valen ante la Naturaleza ni frente al sentimiento de justicia, y así, obedeciendo a natural impulso,
—¿Quieres ser mi hermanita? —dijo el niño acercándosele más y clavando su mirada en los ojos de la niña.
Una sonrisa de consuelo y esperanza iluminó el rostro de Marina.
—Yo —continuó el niño— soy también huérfano. En mi pueblo no me quiere la gente. Me llaman Roberto el Diablo, porque siendo  ellos malos, me obligaban a trabajar más de lo que podía, me mataban de hambre y yo me rebelaba contra su avaricia. Ahora busco trabajo mejor con que ganarme la vida.
—¿Y qué harás conmigo si no trabajas, o si por el trabajo no puedes acompañarme?
—No sé; ya veremos cuando llegue el caso; lo que sé es que quiero ser tu hermano y ampararte en lo que pueda.
—Pues yo —dijo emocionadísima la niña— te quiero ya como quería a mi mamá, y te ayudaré en lo que me sea posible.
Por impulso espontáneo e irresistible los niños se abrazaron y besaron, sellando así aquel bellísimo pacto celebrado en cumplimiento inconsciente de la ley de la ayuda mutua, que salva y fortalece a los débiles, en oposición a la llamada ley de la lucha por la existencia, que debilita y arruina a los soberbios que se sienten tiranos porque se creen fuertes.
¡Qué cambio tan asombroso! Marina, un momento antes a punto de sucumbir, tiene ahora ante sí amplísima vía para seguir el curso de su existencia. Roberto, antes desdeñado por solitario, tiene una compañera. Imposible determinar quién es el ganancioso en esta unión, porque más que uno u otro ha ganado la Naturaleza, realizando esa atracción universal en que toda especie de unidades, infinitamente pequeñas o infinitamente grandes, se combinan formando cuerpos o entidades superiores.
Marina y Roberto, en posesión de una íntima y antes desconocida felicidad, se contemplan, hasta que atraídos hacia la realidad empiezan a determinar el programa de su nueva vida.
—Me parece —dijo Roberto— que no podemos vivir ni en tu pueblo ni en el mío. A ti en el tuyo te arrojan negándote pan y casa, a mí en el mío me han querido sujetar como un esclavo. ¡Mala gente! Dejemos tu pueblo a un lado y sigamos el camino. Ya encontraremos donde vivir. ¿No te parece?
—Como tú quieras —respondió confiadamente la niña.
Entonces se sentaron, y Roberto, echando mano a sus provisiones, tomó pan y queso, ofreció una ración a Marina y él se hizo la suya, y en paz y con inmensa alegría hicieron su primera comida juntos.
La gente que circulaba admiraba el bellísimo cuadro. En esto, un automóvil que de lejos venía sonando su bocina, se acercaba rápidamente, y una maniobra torpe del conductor, llevó a estrellarse la máquina al pie del asiento de nuestros niños.
El choque fue tremendo, y de sus resultas, el conductor cayó a un lado, y un niño que conducía, arrojado como proyectil de catapulta, fue a caer sobre Marina, dando un gran golpe contra una piedra, siendo en parte atenuado por el cuerpo de la niña.
El niño, herido en la cabeza, quedó sin sentido. Marina sufrió fuerte contusión, y el conductor hacía esfuerzos inútiles para levantarse.
Roberto, junto con los transeúntes, se dedicó al auxilio de las víctimas del accidente, y pronto se presentó un médico y no tardó en aparecer un coche en que venía un señor de porte distinguido, papá del niño herido, y dispuso la conducción de su hijo y del conductor a su casa. Hubo un momento de vacilación respecto de lo que se haría con Marina; pero al fin, a pesar de las diferencias de clase, triunfó la humanidad, y la niña fue colocada, en el coche.
Quedaba Roberto, que, habiendo resultado ileso, no parecía con derecho a acompañar a los heridos, pero invocó el que le asistía en virtud del pacto recientemente celebrado.
—¡Es mi hermana! —dijo protestando contra él empujón que le dio brutalmente el cochero para rechazarle.
Y dirigiéndose al señor, añadió:
—No tenemos padres, ni casa, y donde ella vaya he de ir yo.
El señor mandó que subiera al pescante con el cochero y el coche se puso en marcha.
En la casa de los ricos pronto se arregla todo lo que ha de hacerse con dinero, aunque a veces se sufra gran penuria en todo aquello que se da de balde cuando abundan sentimientos de amor, de bondad y de justicia.
Pasados pocos días, los siniestrados se hallaron completamente restablecidos, y la situación de Marina y Roberto había cambiado favorablemente. Por el pronto, se hallaban bien alimentados y vestidos, y tenían en la casa derecho de residencia por haber entrado a formar parte de la servidumbre.
Anselmo, el niño herido, heredero de un rico aristócrata que veraneaba en una quinta de la comarca, era bondadoso y agradecido, y considerábase salvado de mortal peligro por la asistencia de Marina y Roberto en el momento del siniestro.
Enterado además, por la franqueza infantil, de la fraternidad especial que unía a sus salvadores, quiso también participar de ella, y considerando que a mayor facilidad corresponde mayor deber, quiso igualarlos a su condición. ¿Qué dificultad había para ello? ¡Ah! Una dificultad insuperable presentaba el orgullo de su padre. Pero si el padre era noble de título, el hijo era noble por sentimiento, y ambas noblezas, una fuerte por la autoridad y la riqueza, otra débil por la infancia y la desobediencia, se hallaron frente a frente.
—Papá —dijo un día Anselmo a su padre— deseo que presentes a mis maestros Marina y Roberto; quiero que se eduquen e instruyan como yo.
Esta petición desagradó al señor, quien replicó:
—¿No te basta con que les hayamos amparado librándoles de la miseria?
—Les tengo por hermanos míos y quiero igualarlos a mí.
—¡Cómo! ¡esa canalla! ¡Que salgan inmediatamente de mi casa!
—Papá, les debo la vida.
—Antes me la debes a mí.
—Así lo reconozco, y por lo mismo deseo fraternizar con ellos.
—¡Estás loco! Eso no puede ser y no será.
—Pues si no puedo igualarlos a mí, quiero igualarme a ellos.
Así terminó la entrevista del padre, noble titular, con el hijo esencialmente noble.
Algunos años después, Roberto obtenía la mayor distinción en la exposición de pinturas de París. Anselmo era un distinguido ingeniero, y su esposa Marina criaba y educaba un hijito para la vida de la libertad y de la igualdad en el seno de la fraternidad humana.
Anselmo Lorenzo.
FIN
Nota. Cada cuento llevará en su cubierta la fotografía de una escuela racionalista, obteniendo así los lectores el retrato de las Escuelas Modernas que funcionan en España.

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