El poeta anarquista que inventó
el futbolito ó futbolin
Fabián Mauri
Madrid, 1936. Alejandro Campos
Ramírez (1919-2007), un joven gallego oriundo de un pueblo llamado Finisterre
-del latín finis terrae, el fin de la tierra- deambula por las calles de la ciudad
y presiente que sus deseos tal vez estén a punto de cumplirse. Alguna vez soñó
con ser un gran arquitecto y sólo llegó a trabajar de albañil, pero su
verdadera vocación es la poesía. Consigue un empleo que lo hace feliz y de
alguna manera lo acerca a ese universo bohemio de los artistas que admira:
cadete en una imprenta. Se considera un idealista práctico, un anarquista
pacífico que aspira vivir, algún día, en un mundo en el que los hombres no
necesiten ser gobernados por ninguna autoridad. En esa ensoñación se solazaba,
cuando estalló en España la Guerra Civil.
Una bomba cayó sobre la casa en
que vivía y quedó atrapado bajo los escombros. Malherido, fue traslado a un
hospital en el que convaleció, cojo y con problemas respiratorios, durante un
largo tiempo. Allí fueron llegando refugiados de guerra, mujeres y muchos niños
mutilados que hicieron que su sensibilidad de poeta se activara. Años más
tarde, en 2004, le contó a un periodista del diario La Vanguardia de Barcelona
el episodio de su vida por el cual hoy lo recordamos.
“Era el año 1937. Me gustaba el
fútbol, pero yo estaba cojo y no podía jugar… Y, sobre todo, me dolía ver a
aquellos niños cojitos, tan tristes porque no podían jugar al balón con los
otros niños… Y pensé: si existe el tenis de mesa, ¡también puede existir el
fútbol de mesa! Conseguí unas barras de acero y un carpintero vasco refugiado
allí, Javier Altuna, me torneó los muñecos en madera. La caja de la mesa la
hizo con madera de pino, creo, y la pelota con buen corcho catalán, aglomerado.
Eso permitía buen control de la bola, detenerla, imprimir efectos…”
Con todo acierto, el periodista
catalán Víctor Amela observó que inventar un juego que logre neutralizar por un
momento la ignominia de la guerra es como componer un poema con espacio y
tiempo.
No fue el futbolito - futbolín lo
llaman en España, metegol en Argentina-
la única invención sensible del poeta: en una ocasión, enamorado de una
pianista, pergeñó para ella un artefacto que permitía pasar las pentagramadas
hojas de las partituras con sólo accionar un pedal.
Al finalizar la guerra, huyendo
del franquismo, Alejandro se exilia en Francia. Más tarde sufre cuatro años de
cautiverio en Marruecos y una vez liberado emprende su aventura americana y
cruza el Atlántico. En Ecuador funda una revista de “poesía universal”. Vive un
tiempo en Guatemala, donde perfecciona su futbolín y dobla la apuesta con un
baloncesto de mesa, sin gran suceso. En México participa de la intensa
actividad intelectual de la ciudad capital, se encuentra con su referente, el
poeta español León Felipe, y se convierte en su albacea. Regresa a España en
los años setenta. Ya es un exitoso editor y se hace llamar Alejandro
Finisterre, fin de la tierra, principio de su vida.
Siempre le restó importancia al
hecho de haber sido el creador del mundialmente difundido juego: “Bah…, de no
inventarlo yo, lo hubiese inventado otro…” Consideraba -como Jean Cocteau- que
“La poesía siempre es necesaria, no sé para qué, pero es necesaria”.
Murió en 2007, cuando los niños
del mundo ya reemplazaban su invento por la Play. El poeta lo celebraba. “Yo
creo en el progreso: hay un impulso humano hacia la felicidad, la paz, la
justicia y el amor, ¡y ese mundo un día llegará!”
Nosotros, que junto a tantas
otras generaciones fuimos beneficiarios directos de ese espléndido juego del
futbolito, fruto de la imaginación y la sensibilidad de aquel poeta, deberíamos
prometer en su homenaje cada vez que juguemos, respetar y hacer respetar por
siempre aquella regla -que más que regla es una obligación moral- de que no
vale molinete.
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