El topo de La Isla (San
Fernando-Cádiz): 31 años oculto en su casa
"Estábamos en San Fernando
con motivo de la festividad de nuestro Patrono San Francisco de Sales, cuando
nos llegó el rumor. En una calle cercana al Hotel Salymar un hombre había
estado en su casa desde las fechas del Alzamiento y hace unos días había vuelto
a salir presentándose a la autoridad. Nos pusimos sobre la pista del
hecho".
Así comenzaba la primera noticia
sobre el caso de Juan Rodríguez Aragón. La publicó Diario de Cádiz el martes 30
de enero de 1968, hace cincuenta años. Al día siguiente, toda la prensa
española se hizo eco de la historia del vecino de La Isla que había permanecido
escondido en su vivienda desde julio de 1936, desde el inicio de la Guerra
Civil. La agencia internacional UPI rebotó la noticia y la publicaron numerosos
periódicos europeos y americanos. El scoop fue de Higinio Sainz León, mítico
periodista de sucesos. Acompañado por el no menos afamado fotógrafo Juman,
Higinio se desplazó a San Fernando los días siguientes para tratar de ampliar
su noticia con una entrevista y unas fotografías de aquel hombre que no había
salido a la calle en 31 años. No lo logró. Tuvo que conformarse, como él mismo
escribió, con hablar con la esposa y con contar lo que les había ocurrido a él
y a Juman en La Isla.
El testimonio de Juan aparece en
el libro 'Los topos', de los periodistas Torbado y Leguineche
Higinio relató lo que les dijo un cuñado de
Juan Rodríguez: que lo dejasen tranquilo, que no era El Cordobés ni Lola
Flores, que se ocupasen de otras cosas que interesaban a muchos, que lo de su
cuñado no interesaba a nadie. Pero si es noticia nacional, argumentó el
periodista. "Ustedes buscan el lucro", replicó el hombre. "Nada
de eso. Buscamos la información". Higinio contó que la respuesta los dejó
asombrados: "¿Pagan ustedes un millón de pesetas por la fotografía?".
Juman lo intentó de nuevo en días
posteriores. Él y otro periodista, Fernando Fernández, se apostaron junto a la
casa número 140 de la calle García de la Herrán. Allí había permanecido
"refugiado", desde hacía más de tres décadas, en un "ostracismo
voluntario", un hombre "que pudo gozar de la libertad desde hace
muchos años", escribía Fernández. Nada. Volvieron a hablar con el cuñado.
"¿No será posible conseguir una fotografía de Juan? Le prometemos terminar
aquí nuestro trabajo", insistieron. "¿Y para qué? ¿No se ha dicho ya
bastante sobre este asunto?".
No le faltaba razón al hombre:
bastante se había dicho ya para los tiempos que corrían. Sobre Juan Rodríguez
ya se había publicado lo suficiente: los lectores ya sabían que había nacido en
San Fernando el 16 de junio de 1901 y que, por tanto, tenía 66 años de edad;
que en los años treinta trabajaba como carpintero en la Carraca y era taquillero
en el Teatro de las Cortes; que "escribía artículos en un periódico,
órgano de la CNT"; y que "tras las primeras fechas del Movimiento
Nacional, desapareció" y a quien preguntaba por él, la familia le decía
"que había marchado al extranjero".
Higinio logró hablar con la
esposa de Juan Rodríguez y ella le explicó que en 31 años él no había salido a
la calle, que nadie lo vio porque su casa (en el centro de una huerta, muy
blanca y muy cuidada) era la única que había por allí, que muchos años después
habían construido unos bloques de viviendas y que los vecinos eran nuevos.
"Nadie nos conocía y llevábamos una vida muy tranquila". ¿Y por qué
se escondió su esposo?, le preguntó Higino. La mujer movió la cabeza de un lado
a otro y respondió: "Póngase quien sea en nuestro lugar".
Algunos lectores sabían
perfectamente en 1968 por qué se había escondido Juan Rodríguez. Pero muchos
otros desconocían qué había sucedido en La Isla en el verano de 1936 y en la
Guerra Civil. En la versión oficial, la única que estaba permitido contar en
los años sesenta en España, figuraban todas las víctimas de "la barbarie
roja". Pero no había ni rastro de lo que habían hecho los franquistas en
San Fernando y otras ciudades de la provincia de Cádiz: de los asesinatos y
ejecuciones de personas que no habían cometido ningún delito. Nada mencionaba
ni recordaba al alcalde Cayetano Roldán ni a sus tres hijos, por ejemplo. De
modo que era imposible que entendiesen qué quería decir aquella mujer que se
expresaba con tanta cautela. Las informaciones no aclaraban nada. Y Juan
Rodríguez se cuidaba de explicarse.
Bien sabía él por qué. Pocos días
después de que Juan diese por finalizado su cautiverio, Diario de Cádiz
publicaba una larga entrevista al entonces vicepresidente del Gobierno, Carrero
Blanco. Se la hacía uno de los popes del periodismo de entonces: Emilio Romero.
Carrero se declaraba "monárquico... de la Monarquía nacida de la guerra de
Liberación". Entre otras cosas, explicaba que en España había "una
democracia moderna, peculiar, que asegura la convivencia, promueve el progreso
y establece la justicia"; y advertía que "si el régimen liberal y de
partidos puede servir al progreso de otras naciones, para los españoles ha
demostrado ser el más demoledor de los sistemas". Emilio Romero le hacía
entonces una pregunta muy directa: ¿qué es aquello que no puede volver jamás? Y
el vicepresidente respondía "con rotundidad": "Los partidos
políticos".
Carrero Blanco no llegó a verlo
pero sólo nueve años después de esa entrevista, España celebraría unas
elecciones con partidos políticos; y al año siguiente tendría una Constitución
que derrumbaba todo el entramado legislativo franquista. Comenzaba así un
sistema político similar, salvo en que era una Monarquía, al que destruyeron
los sublevados contra la Segunda República con una guerra que entonces
consideraron "conveniente" y "necesaria". Pero en 1968, en
los días en que Juan Rodríguez se asomaba en silencio a las calles de San
Fernando, Diario de Cádiz publicaba noticias que mostraban un país que ahora
parece increíble: cuatro sacerdotes comparecían ante el Tribunal de Orden
Público (TOP) por haber participado en una manifestación el 1 de mayo del año
anterior y el fiscal pedía dos años de prisión para cada uno; la misma pena era
solicitada en otro juicio en el TOP para dos jóvenes detenidos en Olvera cuando
intentaban distribuir una revista anarquista editada en París.
En esas andaba España cuando en
la primavera de 1969, dos periodistas, Manuel Leguineche y Jesús Torbado,
leyeron en Madrid una breve noticia sobre la resurrección de un hombre que
había estado escondido desde el final de la Guerra Civil. Poco antes, el 31 de
marzo, Franco había dictado un decreto: treinta años después de terminada
"la Guerra de Liberación" quedaban prescritas "las posibles
responsabilidades penales que pudieran derivarse de cualquier hecho que tenga
relación con aquella Cruzada".
Esto es, que ya no iba a ser
juzgado nadie, por ejemplo, por haber sido masón, por haber sido voluntario en
el Ejército de la República, por haberse opuesto al golpe de Estado de julio
del 36, por haber sido alcalde o concejal de un partido de izquierdas durante
la República o simplemente por haber sido interventor (también de un partido de
izquierdas) en las elecciones de febrero de 1936. Eran algunos de los delitos
que se derivaban de una Guerra Civil a la que, 30 años después de finalizada,
el Gobierno de Franco seguía denominando Cruzada.
Tras ese indulto general para
delitos cometidos por los republicanos (los de los franquistas quedaron impunes
desde el principio) aumentó el número de hombres que vencieron el miedo y
salieron de sus escondites. Leguineche y Torbado comenzaron entonces a recorrer
España en su busca. Pero no sólo era difícil averiguar dónde estaban. Lo
verdaderamente complicado, explicaron después, era convencerlos para que
contaran su peripecia. No se fiaban de una España en la que sindicatos y
partidos estaban prohibidos.
Así llegaron los dos periodistas
a la provincia de Cádiz, a San Fernando y a Juan Rodríguez Aragón. En el libro
que publicaron en 1977, Leguineche y Torbado explican que las tres veces que la
esposa de Juan supo que ellos estaban hablando con su marido, los echó de la
casa a golpes de escoba o con cubos de agua. Tras haber salido el hombre de su
escondite, en los seis años y medio de vida libre que tuvo a partir de
entonces, la mujer procuró que Juan "no hablase con nadie, que no saliera
a la calle, como imponiéndole la misma condena que ella había sufrido por culpa
suya desde los veinticinco años".
Juan Rodríguez murió en 1974. No
llegó a ver Los topos, el famoso libro de Leguineche y Torbado, un gran éxito
editorial de los setenta. No estuvo en las librerías hasta que murió Franco. En
los años en los que recorrían España en su Renault 8, los dos periodistas
dormían muchas veces al raso y se hacían pasar por cualquier cosa para
conseguir localizar a los republicanos que iban saliendo a la luz. Ambos sabían
que aquellos testimonios que iban recopilando eran impublicables. No obstante,
le sacaron provecho a ese inconveniente: les sirvió para repetir entrevistas y
apuntalar datos.
Con Juan lograron hablar por
primera vez cuando había transcurrido un año de su salida a la luz. Lo vieron
viejo y débil, temeroso pero con voz clara. "La cultura hace cobardes a
los hombres". Repetía esa frase.
Juan les contó a los dos
periodistas que era el mayor de seis hermanos, de una familia que vivía de una
huerta, y que desde pequeño supo que su horizonte era trabajar. Comenzó a los
once años y luego se hizo carpintero y entró en los astilleros, en Matagorda.
Iba cada día muy temprano hasta Cádiz, tomaba un café en la esquina de la calle
Plocia y luego cogía el remolcador. A los 18 años empezó a escribir poesía y a
leer mucho. Con otros jóvenes de San Fernando formó una tertulia que se reunía
en el café España. Leían a Galdós, a Blasco Ibáñez, a Unamuno. Y a Gorki, a
Schopenhauer, a Goethe. Él también comenzó a escribir y publicaba cuentos en
una revista de Puerto Real. A los 23 años se fue a Madrid.
Trabajó en la capital como pintor
de brocha gorda y al tiempo escribía cuentos que enviaba al periódico El
Imparcial. Pero no le publicaban nada. Sí le publicaron una primera novela en
Barcelona: El drama de un amor vulgar. Cansado de un Madrid que no le hacía
caso, regresó a La Isla y continuó escribiendo. Le publicaron varias novelas.
Juan les dijo a Leguineche y Torbado que no conservaba ningún ejemplar, que
"cuando el Movimiento" había quemado todo: libros y periódicos.
Como era taquillero en el Teatro
de las Cortes, escribía para el periódico La Correspondencia de San Fernando
las críticas de todo lo que pasaba por el escenario: zarzuelas, dramas,
conciertos. "La gente se sorprendía de que un carpintero escribiese".
Se había casado y trabajaba en el mejor taller de la ciudad. Estaba afiliado a
la CNT.
Tres días después del 18 de julio
de 1936, a Juan lo vieron por la calle unos falangistas y le pegaron una
paliza. Ya habían empezado a matar gente. Se metió en casa pero al día
siguiente salió de nuevo porque creía que él no corría peligro. Estaba en una
barbería cuando unos amigos le dijeron que los falangistas lo andaban buscando.
Después, un vecino le advirtió de que habían ido a su casa a para matarlo.
Se escondió por el campo. Por la
noche dormía en el cementerio, en un nicho vacío. A primeros de agosto se metió
en su casa y ya no salió a la calle hasta el 24 de enero de 1968. A los diez
años de encierro daba algún paseo nocturno por la huerta.
Juan Rodríguez se carteó con
Jesús Torbado, que en 1970 lo visitó de nuevo acompañado por el escritor isleño
Luis Berenguer. En una carta de enero de 1971, Juan menciona esa visita como lo
más notable del año en su vida solitaria: "Vivo tan apartado de
todo". Muy precavido, víctima del síndrome de Estocolmo o realmente muy
ajeno a lo que sucedía, Juan les había dicho en el 69 a Leguineche y Torbado:
"Estoy asombrado de lo bien que marcha todo, los Planes de Desarrollo, la
ciudadanía. Veo que España entera trabaja por su grandeza, prosperidad y
prestigio".
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