Paz a los hombres,
guerra a las instituciones
(extraido del libro
el proletariado militante) Cuando se estudia la historia del género humano
a la luz de las ciencias naturales; cuando se examinan con una crítica
desapasionada los fenómenos complejos que se llaman revoluciones; cuando se
busca la razón exacta de sus causas y de sus efectos, se observa que la
voluntad individual ha jugado siempre un insignificante papel en los grandes
sacudimientos que cambian la suerte de los pueblos, y se obtiene el conocimiento
de las verdaderas causas, es decir, de la influencia de los medios.
Para el hombre que se
ha colocado en este punto de vista, el odio hacia los individuos cesa de
existir.
¿Quién se atreverá a hacer responsable de su envilecimiento
a un desgraciado vagabundo, que, tratado desde su nacimiento como un paria por
la sociedad, se ha visto fatalmente arrojado a la pereza y al vicio por la
inhumanidad de sus hermanos; o a una desgraciada mujer que se vendió porque su
trabajo no la producía un pedazo de pan? El sentimiento que produce en nosotros
la degradación de uno de esos infortunados, no es la indignación contra ellos,
sino contra un orden de cosas que produce tales resultados. Lo mismo sucede,
aunque de un modo más general, con los individuos y clases cuyos actos
estudiamos en la historia. Los vemos producirse y desenvolverse en
circunstancias dadas; juzgamos y condenamos lo que lo merece, pero no nos
inspiramos en el odio.
Tales son los sentimientos que nos animan en nuestra crítica
de la clase media y de las instituciones por ella creadas. Nosotros creemosque
la clase media ejerce una dominación represiva, como toda dominación, que
explota el trabajo, y que es un verdadero obstáculo al progreso de la
humanidad. Decimos esto con calma, porque es una verdad científica y no el
grito de la pasión ciega; y afirmamos, por lo tanto, que lo que conviene, lo
que debemos hacer, es combatir las instituciones de la clase media, pero sin
odio ni rencor hacia los individuos que la componen.
A poco que se
reflexione, se verá que nuestros adversarios hacen todo lo contrario.
Los partidos políticos no buscan la justicia, se disputan el
poder. Así es que los hombres políticos, lo mismo de un partido que de otro, y
a nombre de esos mismos partidos, se aborrecen mutuamente, a pesar de que todos
ellos, con corta diferencia quieren lo mismo.
Se calumnian, se persiguen, se aprisionan, se acuchillan
entre sí; pero todo pura y simplemente para apoderarse del poder; pero ni que
sea Luis Felipe, Cavaignac o Bonaparte, Faci o Escher el que está al frente del
gobierno, el pobre pueblo no deja de ser víctima de iguales abusos, que los
gobernantes por su parte se guardan muy bien de destruir, porque esos mismos
abusos son los que les permiten vivir.
Estamos bien seguros de que, si en vez de atacar las cosas,
hubiéramos atacado a los hombres; si en lugar, por ejemplo, de atacar la
religión, hubiéramos atacado tal o cual miembro del clero; si en lugar de
atacar los privilegios de la clase media, hubiéramos atacado tal o cual
individuo de esta misma clase, seguramente no hubiéramos levantado tan furiosa
tempestad.
Como la mayor parte de los hombres de nuestra triste
sociedad detestan cordialmente a sus vecinos, hubiésemos encontrado por cada
uno de nuestros ataques individuales un grupo de aprobadores.
Pero nosotros amamos a los hombres y sólo odiamos la
injusticia; por eso nuestra polémica no se parece en nada a la de nuestros
periódicos políticos; y de aquí el que tengamos que resignarnos a no contar con
las simpatías de aquellos de nuestros colegas que pertenecen a este número.
Se ha perdonado a Napoleón I el haber hecho matar dos
millones de hombres, y no sólo se le ha perdonado, sino que hace cuarenta años
ciertos liberales habían creído poder hacer de él la bandera de la causa
popular.
Pero si Napoleón en 1814, para defender la Francia de la
invasión extranjera, hubiese incendiado un barrio de París, ni Beranger, ni
Víctor Hugo hubieran osado cantarle himnos de alabanza, y por el contrario, su
nombre hubiera sido entregado a la execración general por espacio de medio
siglo.
Tan cierto es que la destrucción de las cosas, siquiera sea
de simples edificios, parece a ciertos espíritus mucho más criminal que la destrucción de hombres.
Sin embargo, el conocimiento de semejantes preocupaciones no
logrará detenernos, y con el corazón lleno de amor a los hombres, continuaremos
hiriendo sin piedad las malas instituciones.
Socialistas, seamos
pacíficos y violentos.
Pacíficos para con nuestros hermanos, es decir, para todos
los seres humanos. Tengamos compasión del débil, del supersticioso, hasta del
perverso, porque las causas que contribuyeron a la formación de su personalidad
fueron independientes de su voluntad.
Acordémonos sin cesar de que no es matando a los hombres
como se destruyen las instituciones, sino que por el contrario, destruyendo las
instituciones es como se transforman y regeneran los individuos.
Pero seamos violentos para con las instituciones. En esto es
preciso ser inquebrantables, hasta crueles; nada de cobarde transacción
tratándose de la verdad y la justicia, no haya indulgencia para el error que
nos conjura constantemente para que no deslumbremos sus ojos de murciélago con
la resplandeciente luz de la justicia y la verdad, luz cuya claridad no puede
resistir. Hagamos un San Bartolomé de errores, pasemos a cuchillo todos los
privilegios, seamos, en una palabra, los ángeles exterminadores de todas las
ideas falsas, de todas las instituciones dañosas.
Que nuestra consigna
(palabra de orden) sea: Paz a los hombres y guerra a las instituciones.
S.O.V. CNT-AIT
Puerto Real
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