CARTA A FRANCO 1971
Excelentísimo Señor:
Le escribo esta carta con amor.
Sin el más mínimo odio o rencor,
tengo que decirle que es usted el hombre que más daño me ha causado.
Tengo mucho miedo al comenzar a
escribirle:
Temo que esta modesta carta (que
me conmueve de pies a cabeza) sea demasiado frágil para llegar hasta usted; que
no llegue a sus manos.
Creo que usted sufre
infinitamente; sólo un ser que tanto sufre puede imponer tanto dolor en torno
suyo; el dolor preside, no sólo su vida de hombre político y de militar, sino
incluso sus distracciones; usted pinta naufragios y su juego favorito es matar
conejos, palomas o atunes.
En su biografía, ¡cuántos
cadáveres! en África, en Asturias, en la guerra civil, en la postguerra...
Toda su vida cubierta por el moho
del luto. Le imagino rodeado de palomas sin patas, de guirnaldas negras, de
sueños que rechinan la sangre y la muerte.
Deseo que usted se transforme,
cambie, que se salve, sí, es decir, que sea feliz por fin, que abandone el
mundo de represión, odio, cárcel, buenos y malos que hoy le rodea.
Quizás haya una remota esperanza
de que me oiga: siendo niño me llevaron a un acto oficial que usted presidía.
Al llegar usted, entre ovaciones,
las autoridades le agasajaron.
Entonces una niña, preparada para
ello, se acercó a usted y le tendió un ramo de flores. Luego comenzó a recitar
un poema (mil veces ensayado)... Pero, de pronto, presa de emoción, se puso a
llorar. Usted le dijo, acariciándole la mejilla:
- No llores, yo soy un hombre
como los demás.
¿Es posible que hubiera en sus
palabras algo más que el cinismo?
Yo no formo parte de esa legión
de españoles que al finalizar la guerra civil cruzaron los Pirineos cubiertos
de nieve. Como mi amigo Enrique que tenía entonces once meses. Las barrigas
secas, el espanto a borbotones buscaban la cima y huían del fondo de la furia.
¡Cuánto heroísmo anónimo!
¡Cuántas madres, a pie, con sus
hijos en brazos!
Luego, a lo largo de estos años,
de estos últimos lustros, ¿cuántos huyeron?
¿Cuántos emigraron?
Hace siglos, en tiempos de la
Inquisición, vivía en Ávila una niña de ocho años. Un día tomó a su hermanito
por la mano y se escapó de su casa. Recorrieron campos y montañas. Por fin su
padre consiguió dar con ella. Le preguntó:
- ¿Por qué te has escapado?
- Quería irme de España.
- Pero ¿por qué?
- ¡Para conquistar gloria!
Lo mismo que dijo esta niña
-Santa Teresa- hubieran podido decir tantos que se fueron: cientos de miles.
Y también los Goya, los Picasso,
los Buñuel...
Lo mismo hubiéramos podido decir
los que en 1955 salimos de su España negra.
Para conquistar gloria, en el
sentido más fascinante de la palabra.
Esa niña que se escapaba en busca
del apoteosis, más tarde iba a sufrir en su carne y en su alma los golpes de la
intolerancia de entonces: la Inquisición.
No vea en mí ningún orgullo. No
me siento de ninguna manera superior a nadie y menos que a nadie a usted. Todos
somos los mismos.
Usted debe escuchar esta voz que
le viene volando por encima de media Europa, bañada de emoción.
Lo que le voy a escribir en esta
carta podrían decírselo la mayoría de los hombres de España si no tuvieran sus
bocas lacradas, es lo que dicen en privado los poetas.
Pero no pueden proclamar en voz
alta lo que les grita el corazón.
Arriesgan la cárcel.
Por eso tantos se fueron.
Su régimen es un eslabón más
dentro de una cadena de intolerancias que comenzaron en España hace siglos.
Quisiera que usted tomara
conciencia de esta situación.
Y, gracias a ello, quitara las
mordazas y las esposas que encarcelan a la mayoría de los españoles.
Éste es el propósito de mi carta:
Que usted cambie.
Usted merece salvarse como todos
los hombres desde Stalin hasta Gandhi.
Usted merece ser feliz: ¿cómo
puede serlo sabiendo el terror que su régimen ha impuesto e impone?
Mucho tiene usted que sufrir para
crear en torno a usted la intolerancia y el castigo.
Usted también merece salvarse,
ser feliz.
España tiene por fin que cesar de
emponzoñar a su pueblo.
¡Cuánta ceniza, cuántas lágrimas,
cuánta muerte lenta sobre funerales de chatarra al son de campanas podridas!
Este país era España.
Sus reyes se llamaban, por
ejemplo, Alfonso X El Sabio o Fernando III El Santo. Este monarca se proclamó
el "Rey de las tres religiones".
(Me siento orgulloso de llevar su
nombre).
Imagínese la España de hoy
aceptando las tres corrientes de pensamiento más populares en el país y
apadrinándolas en toda libertad: la democracia, el marxismo y la religiosidad.
Si usted delegara su poder al
pueblo, ¡qué felicidad! Qué felicidad para usted. Qué felicidad para todos los
españoles.
Pero la tolerancia constructiva
que impregnó la Edad Media iba a cesar brutalmente.
Los Reyes Católicos llevaron,
expulsaron dos de las tres religiones, proclamaron el cristianismo religión
obligatoria, por la sangre y por el fuego intentaron exterminar al judaísmo y
al mahometanismo.
La noche más negra de la historia
comenzaba en España, los quemaderos de la Inquisición se encendieron y sus
intolerancias siniestras aún no se han extinguido.
Y hasta hoy reina un silencio de
flores calcinadas, de interminables rejas, como un sordo enjambre de arañas en
nuestros sesos.
Aún en la España de hoy se sigue
pudriendo en las mazmorras por delitos de opinión.
Por proclamar en alta voz el
idealismo que abrasa el corazón, por pedir de la forma más sincera y pura un
sistema diferente al que rige al país.
Fernando Arrabal
No hay comentarios:
Publicar un comentario