Ni vírgenes ni mártires
Por la península Ibérica han
pasado tres de las civilizaciones mas antifeministas de la historia de la
humanidad: la romana, la hebraica y la islámica. Las tres se han mezclado y, de
alguna manera, siguen vigentes en esta sociedad. A pesar de las diferencias que
las han hecho combatir entre sí, estas civilizaciones han tenido siempre un
punto de unánime coincidencia. "La mujer es la mayor calamidad del
hombre", afirmaba Mahoma, "es la puerta del diablo", decía
Tertuliano, de "especie peligrosa" la calificaba San Jerónimo y para
San Juan Damasceno era tan solo "una mala borrica".
La mujer ha sido durante muchos siglos una
gran desconocida para el hombre. Y ese desconocimiento, convertido en temor
supersticioso, hizo de ella el enemigo que había que reducir. Poco a poco se
transformó en objeto doméstico de gran utilidad porque podía producir la vida,
proporcionaba placer y era además capaz de realizar cualquier tipo de trabajo
sin necesidad de remuneración.
El concepto de la función sexual a que se ha
destinado la mujer es lo único que ha diferenciado la imagen femenina en el
cristianismo y el islamismo. El primero la ha considerado, o bien un pozo donde
ahogar los instintos, "mas vale casarse que abrasarse" decía San
Agustín, o bien un ser virginal e intocable. Para el islamismo, por el
contrario, la mujer ha sido siempre sensualidad, objeto de adorno, escultura
ondulante que se mueve con sinuosa concupiscencia.
El patriarcado es la consecuencia de toda esa
mezcla de miedos, admiración, desconocimiento y deseos que el varón siente
hacia la mujer. Y esto, aunque haya cambiado en algunas, o incluso muchas,
mentes masculinas, continúa grabado a fuego en lo más profundo de nuestras
raíces. Por eso, al irrumpir la mujer en el mundo laborar y liberarse
económicamente de su compañero, se ha disparado la caja de los truenos. ¿Cómo puede
ese ser calladamente sumiso decidir sobre su propio destino? ¿Quién es ella
para abandonar a su pareja, para decidir sobre su propio cuerpo? ¿Quién para
creerse con derecho a la libertad?
Siempre hubo mujeres que han soportado malos
tratos tras las paredes de sus hogares. La frase "la maté porque era
mía" no ha servido solo como estribillo de canciones, más de un celoso
macho ibérico la ha pronunciado como una sentencia. Y es que el Poder ha hecho
creer al hombre que es propietario y no compañero de la mujer con quien
comparte su vida y, por extensión, éste se ha creído con ciertos derechos sobre
todo el género femenino.
Aunque todavía queda mucho camino por
recorrer, las mujeres hemos iniciado un viaje sin retorno hacia nuestra
libertad y eso algunos hombres no pueden perdonárnoslo.
Descartando algunas afortunadas excepciones,
la sociedad ha contado con generaciones y generaciones de mujeres silenciosas y
silenciadas. Hasta tal punto se nos ha sojuzgado, que han dominado incluso
nuestra propia sexualidad.
No hace muchos años, se presentaba la
virginidad femenina como uno de nuestros supremos valores; y el matrimonio como
la única posibilidad para la mujer de practicar el sexo.
A las generaciones de mujeres nacidas en las
décadas de los 40 y los 50, se nos educó en las apariencias. Importaba mucho
que las cosas no trascendiesen, que no se enterase nadie en el vecindario. Los
bolsos eran auténticos armarios andantes donde se guardaban la minifalda que
nos poníamos en el portal de la casa de al lado; "las pinturas de
guerra", que convertirían a su propietaria en la más deseada del guateque
o la discoteca; los tacones de aguja sobre los que había que hacer verdaderos
equilibrios para no caer.
Después vinieron los pantalones campana, la
rebeldía juvenil y las carreras delante de la policía que entonces vestía de
gris y cuyos métodos represivos no eran precisamente grises. Pero a pesar de
todo ello, las estructuras profundas de la sociedad patriarcal permanecieron
inalterables. Si una mujer era violada, o demostrar que se había comportado
como Agustina de Aragón ante los franceses o tenía que estar dispuesta al
menosprecio y la vejación general y, si era de las habituales minifalderas no
la salvaba ni la caridad, como decía mi abuela; hasta las vecinas comentarían
"se lo merece por ir provocando".
Actualmente vemos casi a diario en los medios
de comunicación mujeres golpeadas e incluso asesinadas por sus parejas.
Frecuentemente nos encontramos con noticias como la desestimación de una
demanda por parte de un juez que no considera como violación la introducción de
los dedos en la vagina de una niña deficiente mental.
"Ahora se tiene conocimiento de los
maltratos con mayor frecuencia que antes porque las mujeres lo cuentan",
se suele decir. Esto, con ser cierto, solo es una parte de la verdad. La
realidad es que las mujeres hemos mirado en nuestro interior y nos ha
sorprendido favorablemente lo que hemos hallado. Podemos ser tan útiles, tan
capaces y tan valiosas como los varones.
Hemos descubierto que los seres humanos somos
libres e iguales y las mujeres, aunque algunos energúmenos, que no deberían
denominarse hombres para no ofender a los restantes de su género, no lo crean,
también somos seres humanos.
No podemos callar ante las vejaciones, los
malos tratos o la falta de libertad de tantas mujeres sin convertirnos en
cómplices de los opresores y violentos. Los emigrantes masculinos sufren
explotación laboral y marginación, pero las emigrantes femeninas, además de
eso, son convertidas en esclavas de prostíbulo por las mafias que las traen a
España. Allí donde existe un trabajador que sufre una jornada agotadora, hay
una trabajadora que, además, se ve obligada a continuar cuando regresa a su
casa.
Los temas de género son recurrentes porque la
marginación femenina está lejos de desaparecer. Se trata de problemas
cotidianos, en los que apenas reparamos porque los tenemos demasiado cerca; no
obstante, quienes luchamos por una sociedad en la anarquía, no podemos
olvidarnos de que estos temas están ahí siempre.
Las mujeres necesitamos ser libres. Libres
para equivocarnos y poder rectificar, para amar o dejar de amar, para elegir
entre la soledad y la compañía, para decidir sobre nuestro cuerpo y nuestra
vida. Nuestra lucha está encaminada a la consecución de algo muy sencillo y muy
difícil a la vez, el ejercicio de nuestra propia identidad.
No se golpea ni se mata a la mujer por odio y
mucho menos por amor. Los celos son fruto de la falta de autoestima, del
desahogo egoísta de las frustraciones, de la incapacidad para respetar y
dialogar. Basta ya de convertir a las mujeres en vírgenes y en mártires cuando
sólo necesitamos ser personas.
Mª Ángeles García-Maroto
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