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sábado, 14 de noviembre de 2015

NI VIRGENES NI MARTIRES


Ni vírgenes ni mártires

Por la península Ibérica han pasado tres de las civilizaciones mas antifeministas de la historia de la humanidad: la romana, la hebraica y la islámica. Las tres se han mezclado y, de alguna manera, siguen vigentes en esta sociedad. A pesar de las diferencias que las han hecho combatir entre sí, estas civilizaciones han tenido siempre un punto de unánime coincidencia. "La mujer es la mayor calamidad del hombre", afirmaba Mahoma, "es la puerta del diablo", decía Tertuliano, de "especie peligrosa" la calificaba San Jerónimo y para San Juan Damasceno era tan solo "una mala borrica".

 La mujer ha sido durante muchos siglos una gran desconocida para el hombre. Y ese desconocimiento, convertido en temor supersticioso, hizo de ella el enemigo que había que reducir. Poco a poco se transformó en objeto doméstico de gran utilidad porque podía producir la vida, proporcionaba placer y era además capaz de realizar cualquier tipo de trabajo sin necesidad de remuneración.

 El concepto de la función sexual a que se ha destinado la mujer es lo único que ha diferenciado la imagen femenina en el cristianismo y el islamismo. El primero la ha considerado, o bien un pozo donde ahogar los instintos, "mas vale casarse que abrasarse" decía San Agustín, o bien un ser virginal e intocable. Para el islamismo, por el contrario, la mujer ha sido siempre sensualidad, objeto de adorno, escultura ondulante que se mueve con sinuosa concupiscencia.

 El patriarcado es la consecuencia de toda esa mezcla de miedos, admiración, desconocimiento y deseos que el varón siente hacia la mujer. Y esto, aunque haya cambiado en algunas, o incluso muchas, mentes masculinas, continúa grabado a fuego en lo más profundo de nuestras raíces. Por eso, al irrumpir la mujer en el mundo laborar y liberarse económicamente de su compañero, se ha disparado la caja de los truenos. ¿Cómo puede ese ser calladamente sumiso decidir sobre su propio destino? ¿Quién es ella para abandonar a su pareja, para decidir sobre su propio cuerpo? ¿Quién para creerse con derecho a la libertad?

 Siempre hubo mujeres que han soportado malos tratos tras las paredes de sus hogares. La frase "la maté porque era mía" no ha servido solo como estribillo de canciones, más de un celoso macho ibérico la ha pronunciado como una sentencia. Y es que el Poder ha hecho creer al hombre que es propietario y no compañero de la mujer con quien comparte su vida y, por extensión, éste se ha creído con ciertos derechos sobre todo el género femenino.

 Aunque todavía queda mucho camino por recorrer, las mujeres hemos iniciado un viaje sin retorno hacia nuestra libertad y eso algunos hombres no pueden perdonárnoslo.

 Descartando algunas afortunadas excepciones, la sociedad ha contado con generaciones y generaciones de mujeres silenciosas y silenciadas. Hasta tal punto se nos ha sojuzgado, que han dominado incluso nuestra propia sexualidad.

 No hace muchos años, se presentaba la virginidad femenina como uno de nuestros supremos valores; y el matrimonio como la única posibilidad para la mujer de practicar el sexo.

 A las generaciones de mujeres nacidas en las décadas de los 40 y los 50, se nos educó en las apariencias. Importaba mucho que las cosas no trascendiesen, que no se enterase nadie en el vecindario. Los bolsos eran auténticos armarios andantes donde se guardaban la minifalda que nos poníamos en el portal de la casa de al lado; "las pinturas de guerra", que convertirían a su propietaria en la más deseada del guateque o la discoteca; los tacones de aguja sobre los que había que hacer verdaderos equilibrios para no caer.

 Después vinieron los pantalones campana, la rebeldía juvenil y las carreras delante de la policía que entonces vestía de gris y cuyos métodos represivos no eran precisamente grises. Pero a pesar de todo ello, las estructuras profundas de la sociedad patriarcal permanecieron inalterables. Si una mujer era violada, o demostrar que se había comportado como Agustina de Aragón ante los franceses o tenía que estar dispuesta al menosprecio y la vejación general y, si era de las habituales minifalderas no la salvaba ni la caridad, como decía mi abuela; hasta las vecinas comentarían "se lo merece por ir provocando".

 Actualmente vemos casi a diario en los medios de comunicación mujeres golpeadas e incluso asesinadas por sus parejas. Frecuentemente nos encontramos con noticias como la desestimación de una demanda por parte de un juez que no considera como violación la introducción de los dedos en la vagina de una niña deficiente mental.

 "Ahora se tiene conocimiento de los maltratos con mayor frecuencia que antes porque las mujeres lo cuentan", se suele decir. Esto, con ser cierto, solo es una parte de la verdad. La realidad es que las mujeres hemos mirado en nuestro interior y nos ha sorprendido favorablemente lo que hemos hallado. Podemos ser tan útiles, tan capaces y tan valiosas como los varones.

 Hemos descubierto que los seres humanos somos libres e iguales y las mujeres, aunque algunos energúmenos, que no deberían denominarse hombres para no ofender a los restantes de su género, no lo crean, también somos seres humanos.

 No podemos callar ante las vejaciones, los malos tratos o la falta de libertad de tantas mujeres sin convertirnos en cómplices de los opresores y violentos. Los emigrantes masculinos sufren explotación laboral y marginación, pero las emigrantes femeninas, además de eso, son convertidas en esclavas de prostíbulo por las mafias que las traen a España. Allí donde existe un trabajador que sufre una jornada agotadora, hay una trabajadora que, además, se ve obligada a continuar cuando regresa a su casa.

 Los temas de género son recurrentes porque la marginación femenina está lejos de desaparecer. Se trata de problemas cotidianos, en los que apenas reparamos porque los tenemos demasiado cerca; no obstante, quienes luchamos por una sociedad en la anarquía, no podemos olvidarnos de que estos temas están ahí siempre.

 Las mujeres necesitamos ser libres. Libres para equivocarnos y poder rectificar, para amar o dejar de amar, para elegir entre la soledad y la compañía, para decidir sobre nuestro cuerpo y nuestra vida. Nuestra lucha está encaminada a la consecución de algo muy sencillo y muy difícil a la vez, el ejercicio de nuestra propia identidad.

 No se golpea ni se mata a la mujer por odio y mucho menos por amor. Los celos son fruto de la falta de autoestima, del desahogo egoísta de las frustraciones, de la incapacidad para respetar y dialogar. Basta ya de convertir a las mujeres en vírgenes y en mártires cuando sólo necesitamos ser personas.

Mª Ángeles García-Maroto

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