La mujer de la fotografía en blanco y negro tiene 17 años y acaba de empezar una larga carrera como espía para la Resistencia Francesa en la España de Franco. Se llama Marina Vega y en su casa tiene varias medallas concedidas por instituciones como el Parlamento Europeo, agradecidas porque se jugara la vida luchando contra los nazis.
-"¿Cazó muchos?".
-"Unos pocos", dice sonriendo, 67 años después, en su casa de Madrid, y tras mucho insistir.
Los espías hablan poco. Pero no suelen mentir. "Si te cogían los nazis, tenías una pastilla de cianuro en el bolsillo. La metías en la boca; si pasaba el peligro, la escupías y si veías que estaban a punto de hacerte hablar, la tragabas. Es una muerte automática. Tuve compañeros que lo hicieron. Otro se mató en una celda dándose cabezazos contra la pared. Debió de ser horrible, porque la celda era muy pequeña. No podía coger carrerilla".
Todo esto lo cuenta Marina Vega (Torrelavega, Cantabria, 1923) sin inmutarse, con tono profesional. Asegura que le han quedado algunas "deformaciones" de aquél oficio: "Nunca me siento de espaldas a una puerta. En los hoteles, sigo pidiendo habitación en el primer piso por si tuviera que escapar por la ventana, y al entrar en una casa siempre miro dónde están los interruptores por si hay que apagar rápidamente las luces".
Casi 70 años separan a la bellísima mujer de la fotografía en blanco y negro -entonces, una espía que empezaba a traer paquetes a la embajada clandestina de Francia en España (el cuarto de baño de la embajada inglesa)- de la coqueta anciana de 84, "masona, republicana, roja, y a mucha honra", que ha preferido ser entrevistada por la tarde para poder ir a la peluquería por la mañana. Pero Marina Vega no ha dejado el oficio: "La parte más interesante de mi vida no la puedo contar. Hay cosas que no se deben saber. Sus hijos y sus nietos (de nazis, de otros espías, quién sabe) viven aún. Yo no creo mucho en la mentira, pero en la omisión, sí".
Comenzó por los paquetes. "Iba a la frontera con Francia, los recogía y me los ataba a la espalda con una faja. Por supuesto, nunca los abrí, pero supongo que llevarían dinero o cartas". Después, empezó a salvar vidas. "Entre 1942 y 1944 hacía dos viajes por semana a Francia. No sé a cuánta gente pude haberme traído. Deduzco que serían judíos franceses que huían de los nazis. También algún inglés". No lo sabe con exactitud porque nunca intercambió palabra alguna con aquellas personas. Todos eran sordomudos.
"Además de la documentación falsa, yo llevaba siempre una carta falsa que decía que autorizaba a la señorita Marina Vega a acompañar al señor fulanito, sordomudo, en el viaje a Madrid para que, si nos paraban, no tuviera que hablar con su acento francés". Siempre viajaban en primera. "La mejor forma para que no te pregunten nada es ir bien vestido y aparentar tener dinero. Después, aquí en Madrid, teníamos casas de amigos donde les acogían, un médico que les atendía, un sastre que les hacía ropa... el calzado lo tenía que comprar en Francia. ¡Los franceses tienen el pie mucho más grande que los españoles!". Cuando estaban preparados, se iban a Argel.
"Una vez estuve esperando a uno de mis jefes tres días en la frontera con Francia. Al final, apareció. Tenía un aspecto terrible. Estaba sucio, machacado de la huida por el monte. Él sí me agradeció mucho que le hubiera esperado".
Marina ni siquiera era mayor de edad cuando empezó a salvar vidas y a jugarse la suya. Era la única mujer en la red española al servicio de la Resistencia francesa, y la más joven. No le dio tiempo a ir a ningún baile, tener novio o amigos. "Hice mi primera amiga hace 30 años", confiesa.
Pero para cuando entró en la red española de las Fuerzas Francesas Libres, al servicio de Charles de Gaulle, con sólo 17 años, la política ya había marcado su vida para siempre. Su padre, director de prisiones con la República, había sido condenado a 16 años de cárcel por "un delito consumado de masonería", según consta en su expediente, y enviado a un penal de El Puerto de Santa María (Cádiz). Su madre, empleada del Gobierno de la República, vivía escondida. Y ella había sido enviada a Francia con unos amigos de la familia. "Estuve dos años sin saber nada de mi madre. Cuando terminó la guerra en España, la familia con la que vivía me dijo que ellos se iban a México y me preguntaron qué quería hacer. Yo dije que quería volver a Madrid, porque llevaba dos años sin saber nada de mi madre". Hizo el viaje de regreso sentada sobre su maleta en un vagón de ganado abarrotado de gente. Tenía 14 años.
El contraespionaje español, la Segunda Bis, descubrió la oficina que la red había montado en el último piso de un edificio de Cruz Roja tras abandonar la embajada inglesa. Tuvieron que huir. "Esperamos unos tres meses en San Sebastián hasta que uno de los contrabandistas que teníamos a nuestro servicio vino a buscarnos. Cruzamos el Bidasoa un 19 de septiembre de 1944 con el agua por aquí", recuerda señalándose el pecho. Como único equipaje: un cartón de tabaco y una docena de manzanas. "¡Qué bien nos vinieron para los días que pasamos en el monte!".
Terminó la Segunda Guerra Mundial "y empezó la limpieza" [de nazis]. "Nos desmovilizaron en 1945. Éramos soldados sin uniforme. El trabajo entonces era buscar a alemanes y colaboracionistas para juzgarles. Hubo una desbandada de nazis y colaboracionistas a España".
-"¿Y cómo les cazaban?".
-"Bueno, eso no tiene importancia... (sonríe). Los metíamos en el maletero y los mandábamos para Francia".
Nunca tuvo que usar las dos armas que llevaba siempre encima -"una pistola del calibre 6,35 y otra de 7,65. Eran más para quitarte de en medio si llegaba el caso que para otra cosa"- y asegura que el peor momento de su vida fue el regreso a la España franquista. "Mi misión había terminado y mi madre seguía aquí, así que regresé en 1950. En aquellos momentos no existía la palabra depresión, pero yo debí coger una. El cambio fue espantoso. En Francia, al día siguiente de que terminara la guerra ya había de todo. ¡Y aquí, en el 50, seguían con las cartillas de racionamiento!".
Superó la depresión de haber vencido a los nazis para regresar a un país en dictadura gracias a la indignación. "Empecé a repartir papeles, organizar huelgas. Me detuvieron y me interrogaron dos veces. A mi novio, el director general de la policía, que era amigo suyo, le preguntó un día si sabía quién era yo. Él le respondió: 'Si tú supieras..."
-"Unos pocos", dice sonriendo, 67 años después, en su casa de Madrid, y tras mucho insistir.
Los espías hablan poco. Pero no suelen mentir. "Si te cogían los nazis, tenías una pastilla de cianuro en el bolsillo. La metías en la boca; si pasaba el peligro, la escupías y si veías que estaban a punto de hacerte hablar, la tragabas. Es una muerte automática. Tuve compañeros que lo hicieron. Otro se mató en una celda dándose cabezazos contra la pared. Debió de ser horrible, porque la celda era muy pequeña. No podía coger carrerilla".
Todo esto lo cuenta Marina Vega (Torrelavega, Cantabria, 1923) sin inmutarse, con tono profesional. Asegura que le han quedado algunas "deformaciones" de aquél oficio: "Nunca me siento de espaldas a una puerta. En los hoteles, sigo pidiendo habitación en el primer piso por si tuviera que escapar por la ventana, y al entrar en una casa siempre miro dónde están los interruptores por si hay que apagar rápidamente las luces".
Casi 70 años separan a la bellísima mujer de la fotografía en blanco y negro -entonces, una espía que empezaba a traer paquetes a la embajada clandestina de Francia en España (el cuarto de baño de la embajada inglesa)- de la coqueta anciana de 84, "masona, republicana, roja, y a mucha honra", que ha preferido ser entrevistada por la tarde para poder ir a la peluquería por la mañana. Pero Marina Vega no ha dejado el oficio: "La parte más interesante de mi vida no la puedo contar. Hay cosas que no se deben saber. Sus hijos y sus nietos (de nazis, de otros espías, quién sabe) viven aún. Yo no creo mucho en la mentira, pero en la omisión, sí".
Comenzó por los paquetes. "Iba a la frontera con Francia, los recogía y me los ataba a la espalda con una faja. Por supuesto, nunca los abrí, pero supongo que llevarían dinero o cartas". Después, empezó a salvar vidas. "Entre 1942 y 1944 hacía dos viajes por semana a Francia. No sé a cuánta gente pude haberme traído. Deduzco que serían judíos franceses que huían de los nazis. También algún inglés". No lo sabe con exactitud porque nunca intercambió palabra alguna con aquellas personas. Todos eran sordomudos.
"Además de la documentación falsa, yo llevaba siempre una carta falsa que decía que autorizaba a la señorita Marina Vega a acompañar al señor fulanito, sordomudo, en el viaje a Madrid para que, si nos paraban, no tuviera que hablar con su acento francés". Siempre viajaban en primera. "La mejor forma para que no te pregunten nada es ir bien vestido y aparentar tener dinero. Después, aquí en Madrid, teníamos casas de amigos donde les acogían, un médico que les atendía, un sastre que les hacía ropa... el calzado lo tenía que comprar en Francia. ¡Los franceses tienen el pie mucho más grande que los españoles!". Cuando estaban preparados, se iban a Argel.
"Una vez estuve esperando a uno de mis jefes tres días en la frontera con Francia. Al final, apareció. Tenía un aspecto terrible. Estaba sucio, machacado de la huida por el monte. Él sí me agradeció mucho que le hubiera esperado".
Marina ni siquiera era mayor de edad cuando empezó a salvar vidas y a jugarse la suya. Era la única mujer en la red española al servicio de la Resistencia francesa, y la más joven. No le dio tiempo a ir a ningún baile, tener novio o amigos. "Hice mi primera amiga hace 30 años", confiesa.
Pero para cuando entró en la red española de las Fuerzas Francesas Libres, al servicio de Charles de Gaulle, con sólo 17 años, la política ya había marcado su vida para siempre. Su padre, director de prisiones con la República, había sido condenado a 16 años de cárcel por "un delito consumado de masonería", según consta en su expediente, y enviado a un penal de El Puerto de Santa María (Cádiz). Su madre, empleada del Gobierno de la República, vivía escondida. Y ella había sido enviada a Francia con unos amigos de la familia. "Estuve dos años sin saber nada de mi madre. Cuando terminó la guerra en España, la familia con la que vivía me dijo que ellos se iban a México y me preguntaron qué quería hacer. Yo dije que quería volver a Madrid, porque llevaba dos años sin saber nada de mi madre". Hizo el viaje de regreso sentada sobre su maleta en un vagón de ganado abarrotado de gente. Tenía 14 años.
El contraespionaje español, la Segunda Bis, descubrió la oficina que la red había montado en el último piso de un edificio de Cruz Roja tras abandonar la embajada inglesa. Tuvieron que huir. "Esperamos unos tres meses en San Sebastián hasta que uno de los contrabandistas que teníamos a nuestro servicio vino a buscarnos. Cruzamos el Bidasoa un 19 de septiembre de 1944 con el agua por aquí", recuerda señalándose el pecho. Como único equipaje: un cartón de tabaco y una docena de manzanas. "¡Qué bien nos vinieron para los días que pasamos en el monte!".
Terminó la Segunda Guerra Mundial "y empezó la limpieza" [de nazis]. "Nos desmovilizaron en 1945. Éramos soldados sin uniforme. El trabajo entonces era buscar a alemanes y colaboracionistas para juzgarles. Hubo una desbandada de nazis y colaboracionistas a España".
-"¿Y cómo les cazaban?".
-"Bueno, eso no tiene importancia... (sonríe). Los metíamos en el maletero y los mandábamos para Francia".
Nunca tuvo que usar las dos armas que llevaba siempre encima -"una pistola del calibre 6,35 y otra de 7,65. Eran más para quitarte de en medio si llegaba el caso que para otra cosa"- y asegura que el peor momento de su vida fue el regreso a la España franquista. "Mi misión había terminado y mi madre seguía aquí, así que regresé en 1950. En aquellos momentos no existía la palabra depresión, pero yo debí coger una. El cambio fue espantoso. En Francia, al día siguiente de que terminara la guerra ya había de todo. ¡Y aquí, en el 50, seguían con las cartillas de racionamiento!".
Superó la depresión de haber vencido a los nazis para regresar a un país en dictadura gracias a la indignación. "Empecé a repartir papeles, organizar huelgas. Me detuvieron y me interrogaron dos veces. A mi novio, el director general de la policía, que era amigo suyo, le preguntó un día si sabía quién era yo. Él le respondió: 'Si tú supieras..."
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