sábado, 8 de julio de 2006
Franco bajo palio
Prietas las filas...» Ahí están hogaño como antaño, ocupando Valencia, defendiendo codo con codo su baluarte, esa España católica, reserva espiritual de Europa que fue en tiempos de su invicto Caudillo. PepCastelló [07.07.2006 23:49] - 62 lecturas - 3 comentarios
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«Patria, Justicia y Pan» prometía aquel himno falangista que todos los de mi generación tuvimos que cantar brazo en alto en la escuela. Sí, patria según su entender, justicia la suya, pan escaso y malo, y terror mucho, por más que eso no se decía.
A base de terror y más tarde de circo flamencón y futbolero consiguieron tener callada y sumisa esta piel de toro, castrado ya y sin bravura después de exterminar durante la guerra y los años que la siguieron la mayor parte de la población pensante y rebelde. Miseria material, intelectual y moral es lo que trajo a España aquella ideología fascista que acabó con las esperanzas de un pueblo que ansiaba vivir en un mundo más justo, más fraterno y más humano.
A cambio de aquel desastre social, Paz. La paz del vencedor, claro. Una paz impuesta a punta de bala. Una paz bendecida por la constantiniana Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, que prometía el cielo para después de muertos a quienes acatasen sumisos su moral, la cual comprendía a un tiempo las imposiciones del dictador Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios.
«Cristo en todas las almas, y en el mundo la Paz» rezaba el himno del Congreso Eucarístico celebrado en Barcelona en los años cincuenta. Pues sí, ahí estaba la Iglesia, dispuesta a colaborar en la conversión a la fe católica al pueblo entero sin excepción, a convertirlo si preciso fuere en un gran Cristo crucificado, a clavarlo en la cruz tanto como hiciese falta para inmovilizarlo. Ahí estaba llenando de confusión las conciencias y de terror las almas con la amenaza del fuego eterno a quienes se rebelasen. Y ahí sigue. Y ahí están también los sucesores de quienes se alzaron en armas contra la República, codo a codo, batallando por recuperar el esplendor perdido con el devenir de los tiempos, enarbolando llenos de añoranza las banderas de sus antiguas glorias vaticana y española.
En un momento histórico en que el mundo avanza al impulso de los nuevos saberes científicos y tecnológicos que generan nuevas formas de vida y de pensamiento, ellos están ahí, centinelas del pasado haciendo guardia «frente a los luceros», tercos, obstinados en pararlo y hacerlo girar hacia atrás a su antojo, a fin de perpetuar unos privilegios ancestrales a los que nunca han querido renunciar.
Poco le importan a esa jerarquía eclesiástica ni el hambre ni el sufrimiento de los desheredados, como tampoco le importó el de los pueblos que antaño se empeñó en "cristianizar", para mayor gloria de los poderes terrenales que la protegían a cambio de colonizar las mentes. Un solo pensamiento, impuesto y aceptado sin la menor vacilación. Un solo «Credo», recitado a plena voz en su principal liturgia: «Creo en Dios, Padre todopoderoso...» ¡Todopoderoso! El poder por encima de todo. Respeto máximo y adoración al poder, a ese poder emanado directamente de ese Dios indiscutible, decían, pero impuesto en realidad mediante la más bruta y cruel fuerza terrenal. Templos llenos a rebosar, procesiones en las calles, y curas y monaguillos bautizando, presidiendo bodas y entierros y repartiendo hostias de continuo. Catecismo en todas las escuelas y una moral católica en las alcobas que relega a la mujer a objeto pasivo de una sexualidad machista, sólo placentera para el varón. Ésa fue su gran gloria y ése es el gran sueño de toda esa multitud de trasnochados nostálgicos.
Por eso están ahí, haciendo piña, para evitar que se resquebraje su baluarte, esa España católica repleta de oscurantismo, «unidad de destino en lo universal» que decía demagógicamente su ideólogo José Antonio. Unidad, sí. Una unidad que tienen que defender a toda costa porque de ella depende que puedan seguir impunemente con sus privilegios... ¡Los canallas de siempre!
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