LA LUCHA DE LOS
CAMPESINOS
La
armonía es la ley fundamental de la vida. Cuando la armonía cesa, acontece la
muerte.
Nací
en la bella Andalucía, una de las regiones españolas mejor dotadas por la
Naturaleza, y en la que la mayoría de sus habitantes, los más útiles y
trabajadores, vivían en la mayor desgracia.
Desde
muy niño descubrí la causa del mal y me dispuse a combatirla, por muy caro que
me costara. A ningún ideal más hermoso hubiera podido consagrarle la
existencia, y esa determinación me hizo feliz y me llenó de contento.
El
suelo andaluz estaba en poder de algunos privilegiados, que lo destinaban, en
su mayor parte, a cotos de caza y a la cría de reses bravas. En cada pueblo,
media docena de tipos repugnantes, eran los amos del campo y del dinero.
¡Qué
tristeza me producían aquellos ejércitos inmensos de jornaleros, arrastrando
una vida triste y miserable, en una Naturaleza que les brindaba por doquiera la
alegría y la abundancia! ¡Cuánto dolor me causaban aquellas escuálidas mujeres,
ganando un real y medio y dos reales, en la cogida de las aceitunas, trabajando
de sol a sol, con los dedos ateridos por el frio del invierno en Sierra
Morena!.
¡
Como aquellos siervos amaban la madre tierra y suspiraban por su posesión!. Al
pie de los terrenos más fértiles, que les estaban vedados, en los pedregales
mas estériles, que no querían los ricos, trabajaban como fieras, hasta
transformarlos y sacarles alguna utilidad.
Recordamos
un caso extraordinario que merecía la pluma de Víctor Hugo para relatarlo, por
la calidad de los héroes que intervinieron. Aquellos trabajadores de la tierra
equivalían a los trabajadores del mar, que nos ensalza el citado hombre de
genio.
Entre
dos caminos angostos de mucho paso, bordeados por ricos olivares y campos
fértiles de trigo, había una larga faja de terreno rocoso que nadie había
pensado aprovechar. Apenas si daba yerba para el ganado. Un día aparecieron allí
un anciano y sus cuatro hijos mozos, todos con azadones y palas. Silenciosos se
pusieron a trabajar el suelo con el mayor ardor, ante la sorpresa de los
caminantes. Arrancaron y trituraron las rocas más blandas, calizas y pizarras,
y conservaron forzosamente las de granito. Llevaron tierra de unos sitios para
cubrir los otros. Se abrió un pozo; se construyó una alberca. Se sembraron árboles
frutales, algunos en un migajón de tierra entre las rocas. Se cultivaron
hortalizas y cereales. Se plantó una viña. Se pusieron olivos. Y el suelo
miserable, fecundado por el trabajo del hombre, rindió con creces sus dones.
Aquel
sitio se llamó desde entonces la “Huerta de las Conversaciones”, por la
extrañeza que producía aquella labor de Hércules y las conversaciones a que
daba lugar, primero de dudas, luego de admiración.
Nadie
premió, a no ser la tierra, la obra de aquellos hombres modestos, más dignos de
premios que muchos héroes soberbios de la historia.
A
la perdida de la tierra, siguió la perdida de la libertad para los desposeídos.
Les estaba prohibido quejarse en público de su suerte; tenían que hacerlo a
escondidas, como el que comete un crimen. Tampoco podían sustentar ideas
progresivas; bastante tenían con votar a quien le mandase el cacique.
Ni
unirse con sus compañeros de infortunio para organizar sus gremios; para eso
tenían las cofradías religiosas, y, como locales permitidos, las tabernas. Si
llamaban a la puerta de la justicia, les respondía pronto la injusticia, porque
el juez estaba al servicio del dinero.
La
religión los acogía fríamente, porque no tenían que dar nada a una Iglesia que
lo pedía todo. Así llegaron a odiar al juez y al sacerdote, tanto como al amo,
reconociendo en ellos un trío enemigo. A veces, la necesidad les hacia saltar
sobre algunas leyes impuestas, y cazaban o pescaban en terrenos vedados;
cortaban leña en los bosques del señor, para que sus hijos no muriesen de frio;
cogían un puñado de bellotas o castañas, unas habas, unos garbanzos, unas
espigas de trigo, rociados por los suelos, para apagar el hambre.
¡Buena
la habían hecho! La guardia civil aparecía iracunda, azuzada por los dueños, y
los molía a palos, encerrándolos después en la cárcel por tiempo indefinido.
Las pobres mujeres se empleaban con más facilidad que los hombres, como
costureras, cocineras, lavanderas y criadas de servicio, sirviendo de esclavas
de las señoritas; y si se descuidaban las que eran hermosas, de carne de placer
del señorito.
¡Pero
nunca aquellos hombres dejaron de amar la libertad y de suspirar por ella! La
esperaban llegar como otro nuevo sol, para reconfortar la vida.
Los
jornaleros andaluces no fueron nunca esclavos sumisos; conservaron siempre su
dignidad de hombres. En aquel ambiente de luz, la esclavitud no apago su alma,
sino que se conservó luminosa, vibrando al unísono con las armonías naturales.
Si no podían reunirse a la luz del sol y en las ciudades, se congregaban en los
campos, a la luz pura de las estrellas.
Los
que no sabían leer, no permanecían en las sombras de la ignorancia, sino que buscaban
a otros para que les leyeran y explicaran el contenido de la lectura. Así
estaban al corriente de los sucesos del día y, al mismo tiempo, recibían la
buena doctrina. Aquellos hombres fueron los primeros comunistas libertarios que
encontré en mi vida; aunque en las lecturas no aprendieran nada nuevo, su buen
sentido los orientaba a esa solución, como la aguja de la brújula se orientaba
hacia el polo magnético.
Todo
grito de rebeldía encontró en ellos su eco, y en las horas supremas de la lucha
estuvieron siempre presentes. Ya en 1857 se levantaron en armas, y después de
recorrer triunfantes los términos de Arahal, Paradas y Morón, fueron derrotados
por el ejercito cerca de Benoaján, muriendo fusilados más de ciento, sin contar
los que fueron a presidio, no sin ser torturados como acostumbraban a hacerlo
aquellos católicos fervorosos.
En
1861, en número de 30.000, siguieron a Pérez del Álamo, el veterinario andaluz,
por los campos de Loja, en pos de una republica que expropiara la tierra. Más
de 600 pasaron, al ser vencidos, por los Consejos de Guerra, siendo casi todos
fusilados o condenados a galeras. Pero muchos supervivientes de la tragedia
acompañaron después a Pérez del Álamo, en 1868, en la batalla de Alcolea, que
derrocó el trono de Isabel II.
En
la insurrección federal formaron el grueso de las fuerzas, sobre todo en la
provincia de Cádiz, luchando al lado de Guillen, Bohórquez, Cala y Salvochea.
Los políticos de la primera Republica desconocieron su valor y no les hicieron
justicia, faltas que pagaron con la derrota. En el mismo error incurrieron,
como es sabido, los hombres de la segunda Republica, sufriendo idénticas
consecuencias. Toda Revolución, en España, que no entregue la tierra al campesino,
está condenada al mayor fracaso.
La
Internacional de Trabajadores fue recibida en España con albricias, sobre todo
la fracción inspirada por Bakunin. Los campesinos andaluces se apresuraron a
ocupar un puesto en sus filas. Y cuando la Internacional fue perseguida y
puesta fuera de la ley, se refugiaron en las sociedades secretas, lo que dio
origen al tenebroso asunto de “La Mano Negra”.
Aquel
pueblo irredento tuvo un Cristo superior al que nos cuenta la leyenda: ese
Cristo se llamó Fermín Salvochea. Un Cristo que enseñaba esta doctrina: “Si
Cristo, en vez de predicar la resignación, hubiera predicado la rebeldía y la
expropiación, ya no existiría la miseria sobre la tierra; porque no hay que
decir al que tiene una capa que dé la mitad, sino al que no tiene ninguna, que
tome una donde quiera que la encuentre”.
El
ejemplo vivo de Salvochea, que había encarnado en su ser las grandezas de aquel
pueblo, y la divulgación de la doctrina comunista de Kropotkin, en el periódico
“El Socialismo”, publicado en Cádiz por los años 1888-1891, dieron un impulso
tan formidable al movimiento campesino,
que llegó a atemorizar a las clases dirigentes.
Salvochea
había sido detenido en Cádiz de una forma muy peregrina. La policía escondió
unos petardos en el centro obrero de aquella ciudad, que luego encontró en un
registro que hizo. Salvochea fue acusado de aquel delito. La trama era tan
burda, que nadie se llamó a engaño y los gaditanos se opusieron en la calle a
que fuera juzgado por los Tribunales de Justicia; pero siguió detenido, que era
lo que se pretendía.
El
momento era el más propicio para obrar, y desde Madrid destacó el enemigo un
agente provocador, que llegó a Jerez y aconsejó la inmediata revuelta, siendo
acogidas con entusiasmo las predicas del malvado. Una comisión fue desde Jerez
a la cárcel de Cádiz a pedir su opinión a Salvochea, que sospechando lo que
había de fondo, desaconsejó el movimiento. Pero como no llegó a convencerlos, les
rogó esperasen la llegada de Malatesta, que por aquel entonces estaba en
Madrid, a fin de que éste pudiera darse cuenta de lo que en realidad se
trataba. Salvochea no fue escuchado y la insurrección estalló en Febrero de
1892.
No
vamos a relatar lo ocurrido, pero sí diremos que sirvió a las mil maravillas a
los explotadores. Salvochea fue condenado a 17 años de presidio; cuatro
compañeros, Lamela, Zarzuela, “El Lebrijano” y Busiqui fueron ahorcados y otros
muchos torturados y condenados a presidio. “Hay justicia para nosotros”, gritó
Lamela al subir al patíbulo, dirigiéndose al pueblo de Jerez que silencioso
llenaba la plaza. ¡Todavía no se ha hecho justicia a aquellos campesinos! Pero
hay que hacerla y pronto, porque el grito de Lamela sigue resonando en el
corazón de los labriegos andaluces.
Lo
más raro de esta historia es que el agente provocador, apodado “El Madrileño”,
se vio enredado en las mallas de la red que tendió, de las que no pudo escapar
y fue también condenado a muchos años de presidio.
Salvochea
era un hombre de acción extraordinario, pero de acción oportuna, así que no
dejaba de repetir en toda ocasión: “Aquí no se hace nada, y cuando se hace
algo, se hace un disparate”. Hay que medir bien lo que se hace y hay que
desconfiar siempre de los agentes provocadores, que lanzan sin escrúpulo a los
hombres a la batalla, en momento inoportuno, mientras ellos cobran el precio de
su crimen en la retaguardia.
Muchos
años después, encontrándome preso en Madrid, nos decía un día Salvochea a
través de los barrotes de la prisión: “Ayer vino a buscarme “El Madrileño”, que
acababa de salir del presidio, se arrojó a mis pies y me pidió perdón por el
daño que había hecho a la causa principal. Le dije que se marchara de mi lado,
que no podía perdonar al que fue causante de la muerte de muchos compañeros
nuestros”.
Hemos
trazado una breve historia de las aspiraciones y luchas de los campesinos
andaluces por la conquista de la tierra y de la libertad, en un periodo que
precede a la segunda Republica española. Lo que aconteció durante la segunda
Republica, las luchas de los campesinos andaluces y extremeños, y la
incapacidad manifiesta de los políticos republicanos y socialistas para
resolver el problema del agro, ocasionando la muerte de la Republica, será
materia de un segundo articulo.
Aunque
nos referimos a los campesinos españoles, el problema es general y sus
consecuencias pueden aplicarse a todos los países de la tierra, en los que
exista la propiedad privada del suelo.
Revista
Ideas año 4 nº 22 Nov-Dic 1983
Dr.
Pedro Vallina
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