POESIA INSTALADA EN
EL ATRIL JUNTO AL MONOLITO EN RECUERDO DE LOS HOMBRES Y MUJERES QUE FUERON
ASESINADOS POR EL REGIMEN FRANQUISTA EN PUERTO REAL
LA MEMORIA ALCANZADA
Ocurrió, un martes, ocho de septiembre.
El reloj
lloró las seis campanadas,
Y el sentir
de sus ecos me señala,
El umbral de
una lúgubre jornada.
La mañana se
muestra nebulosa,
Frígida y
sospechosamente extraña.
Arranco
caminando a la estación,
Con simulada
y temerosa calma.
Por las
calles se cruzan negras sombras,
Que rielan
sobre las casas albeadas.
No hay aquél
¡buenos días! en los saludos,
Como la
buena gente acostumbraba;
Ni apretones
de manos entre amigos
Ni abrazos
limpios entre compañeros
Sólo tristes
miradas que soslayan,
Las esquinas
que al confidente ampara.
Frente al
andén espero el viejo tren,
Que habrá de
conducirnos a la fábrica.
Me arrincono
en un coche deplorable,
Junto a una
desvencijada ventana.
Las palabras
furtivas, humilladas,
Por
rehiletes de irracional venganza.
Las miradas
se inclinan sepultadas,
Bajo un
manto de sombras y de lágrimas.
Sólo rostros
perdidos entre nieblas,
Atisban,
sensaciones que acompañan;
Que a veces
se desnudan por rescoldos,
Que iluminan
los cabos de colillas.
Nos
acercamos al empalme previo,
Para el
seguro cambio de las vías.
El hollín
del carbón ya se acomoda,
En el
ambiente hostil que se respira.
A pesar del
serpenteante camino,
El traqueteo
del tren no nos impide,
Escuchar los
fusiles que disparan,
Muerte por
sus alargadas gargantas.
Veinte rojos
claveles y una rosa,
Yacen junto
a la tenebrosa zanja;
Veinte
hombres, y una madre desolada,
Arrancadas
sus vidas, y esperanzas.
La tapia del
cementerio teñida,
Con pinceles
de criminales balas;
Ornamentan
bajo el espurio cielo,
Un lienzo de
amapolas deshojadas.
El resto del
camino se amordaza,
Con vendas
de sal nuestros alaridos.
Los tarayes
que acompañan las vías:
Rojas sus
flores, sangre su rocío.
Los golpes
en tu puerta, a media noche,
Te confirman
el orden implantado;
Una nueva
familia mutilada;
Un cuerpo
que se muestra, ya sin vida.
Sudamos el
silencio de los miedos,
Del saber: a
quién golpearán mañana.
Chivatos y
asesinos siempre ocultos
Exhiben sus
orejas prolongadas.
Nuestro
entender se ensancha y ratifica,
La respuesta
que entonces vislumbramos:
¡En nuestro
pueblo no hubo guerra, sólo,
Represión y
terror planificado!
Ocurrió un
martes, ocho de septiembre,
De tanta
muerte el reloj fue testigo
Por eso
llora las seis campanadas:
En honor de
las flores cercenadas.
José Gómez
González – Septiembre 2005
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