Buscadores
de huesos
Remedios Gómez, Juanma
Guijo y Jesús Román, tres símbolos de la belleza que supone la búsqueda de la
justicia, la reparación y la verdad.
Hay
momentos en la vida que no pueden ser descritos. Puedes intentarlo, por
supuesto. Pero no hay palabras para definir el instante en que Remedios Gómez,
una mujer de 86 años, mira de frente 21 cajitas con huesos dentro. “¿Pero son
huesos de fusilados? Ay, qué impresión. Quién me iba a decir a mí que iba a
estar delante de ellos”. Y luego, silencio. Mira en silencio, sentada en una
pequeña silla de madera, con sus manos cruzadas sobre sus piernas. Con su
bastón al lado. Completamente en silencio. Nadie puede saber qué está pensando
en ese momento Remedios. Nadie puede saber qué pensaron, justo antes de morir,
aquellas personas cuyos restos descansan ahora en pequeños ataúdes frágiles de
panel. Un leve suspiro. Nada más. «Ay, qué impresión», repite Remedios. Y por
eso hay momentos en la vida que no pueden ser descritos, por mucho que lo
intentemos.
El
equipo técnico que ha exhumado la fosa del cementerio de la Salud de Córdoba
sella las cajitas con largas tiras de cinta adhesiva. Las van a trasladar a
otras dependencias municipales para su custodia hasta la identificación del
ADN. Remedios permanece quieta frente a aquella escena, completamente
arreglada, con pendientes de perlas, con una medalla que dice ‘Te quiero,
abuela’, con un pelo rubio frondoso, con sus labios pintados de rosa y con una
brújula que saca de su bolso y que marca al este. «Es la que le dio mi padre a
mi madre la última vez que lo vio, atado a una cuerda junto a mi hermano, antes
de que los fusilaran. Él era músico de conservatorio y por eso nos llamaban los
bandurria«. Remedios tenía entonces cuatro años y sentía vergüenza cada vez que
le preguntaban por su padre. «Diles que ha muerto, ni se te ocurra decir que lo
han matado», le decía su madre.
Imaginemos,
por un segundo, a cualquier niña de cuatro años que tiene que huir con su madre
y sus hermanos –el más pequeño, de dos–
por unos caminos desconocidos, sorteando bombas. Durmiendo entre paja,
comiendo lo que encontrara, caracoles, aceitunas secas… Sin saber lo que es
pisar un colegio en la vida. Sí, imaginemos en gerundio, para intentar
acercarnos a su tiempo desde el nuestro. Imaginemos a una niña volviendo a su
pueblo, una vez acabada la guerra, encontrándose a un falangista en su propia
casa. Diciendo que, bueno, que por misericordia pueden vivir en una habitación,
sin nada. Imaginemos a una niña diciendo «señorita y señorito» a cada momento.
Imaginemos a una niña mirando cómo pelan a la Bernirde –»No se me olvida su
nombre», dice Remedios–, que termina con sus cabellos sobre el delantal. «La vi
también dándole el aceite de ricino. Y luego, al poco tiempo, la vi muerta»,
relata.
En
gerundio. En gerundio. Imaginemos, por tanto, en gerundio. Imaginemos el camino
desde entonces hasta hoy, 83 años después, cuando llega un hombre con un escaño
que desprecia a esta niña y a otras niñas y a otros niños que vivieron como
vivieron. En gerundio. Y ya, dejemos de imaginar. Fue un diputado de Vox en el
Parlamento andaluz el que se refirió a Remedios y a todos los buscadores de
huesos no como lo que son –la máxima expresión de la belleza que supone
encontrar la verdad–, sino como si el gesto de localizar la historia, tu
historia, fuera obsceno, incluso, delictivo. “Yo no quería usar el bastón
antes, pero me caí un día de lluvia como hoy y me rompí una vértebra y no me
pueden operar. Tengo osteoporosis. Ahora voy más segura”, cuenta Remedios, presumida,
mientras camina entre lápidas. Aquellos restos que se están llevando no son los
de su hermano ni los de su padre. Remedios solo ha venido esta mañana hasta una
fosa cualquiera de las 700 que yacen bajo toda Andalucía para contar lo que
ella vivió, y contar, de paso, que no lograron frenar el talento de los
bandurria por haberlos matado: «En unos días me iré a Estados Unidos, donde
viven dos nietos que son unos genios, uno se gradúa ahora y el otro es
astrofísico en la NASA. Todos mis hijos son universitarios. Y a mí me enseñó a
leer y a escribir mi tío». El nieto que se gradúa, que pasa unos días en
Andalucía, la ha traído hasta la puerta del cementerio. “Yo he buscado los
huesos de mi hermano y de mi padre y los restos que encontramos estaban hechos
polvillo. Es que ni los habían enterrado, se los comieron los perros”,
recuerda. «¿Es o no, Jesús? ¿Cómo estaban lo huesos?, le pregunta retóricamente
a un arqueólogo que ha trabajado en la exhumación de la fosa de Córdoba y que
participó también en la de los familiares de Remedios, en Castro del Río.
Jesús
Román es otro buscador de huesos. Se quita las gafas para posar en la foto,
sobre la tierra que días atrás cavaron las máquinas. Aún se percibe la magnitud
del agujero, tantas veces pisado con quienes fueron seres humanos en su
interior. Ahora Jesús tiene 40 años. La primera vez que trabajó en una
exhumación de personas fusiladas durante la guerra y el franquismo tenía 25.
Era 2004. Fue en su pueblo, en El Bosque, un municipio de unos 2.000 habitantes
de la sierra de Cádiz. Y era, además, la primera intervención pública, con
resultado positivo, que se hizo en Andalucía. Allí estaban los 13 de Ubrique. Y
aún vivía Pepe Vázquez, entonces con 91 años, para decir «no, no, aquí no, un
poco más para allá». Y ahí estaban los restos, en ese punto exacto del «un poco
más allá» que solo los testigos pueden señalar. A Pepe lo habían obligado a
enterrarlos allí. «Iban a construir un bloque de nichos y Pepe dijo que ahí
había fosas de la guerra, que a él le había tocado enterrarlos. Y se monta una
buena. Se paran las máquinas y actúa la
Administración de oficio. Lo que más me impactó es cómo estaban arrojados los
cuerpos”.
Jesús
también se acuerda de un espejito, de los botones, de las hebillas, de lo que quedaba
de algún zapato… De todas esas cosas que se encuentran los buscadores de
huesos, incluida la acumulación de cal, al abrir la zanja para cerrar la
herida. Grazalema, Torre Alháquime, El Marrufo, Cádiz, Puerto Real… Todas por
las que ha pasado tienen una característica especial. En la fosa de las mujeres
de Grazalema había un adolescente; Puerto Real, con 193 cuerpos, es para este
arqueólogo el culmen de la experiencia, de la integración, del apoyo de todas las administraciones. De
la violencia.
«Pero
lo que más me impacta no es ver los restos. Es ponerles nombre y cara a través
de los familiares. Y que te cuenten su historia. Esos momentos duros te los
llevas a casa. La búsqueda de
desaparecidos no es una cuestión partidista, de izquierda o derecha, es una
cuestión de derechos humanos, de algo tan básico como honrar y enterrar a
nuestros muertos. Yo siempre digo lo
mismo, no hay mejor libro abierto, no hay mejor pedagogía para los
negacionistas, los equidistantes o los que dicen que ‘eso pasó hace mucho
tiempo’, que visitar una fosa común con víctimas de la represión y hablar con
los familiares. Seguramente, si tienen corazón, cambiarían de opinión”, explica
Jesús, que ultima el informe de la fosa de Córdoba. Tiene pendiente de terminar
la exhumación de Benamahoma, también en Cádiz, con 58 cuerpos hallados en 16
fosas en una población que no tenía más
de 400 habitantes: “Pero reunía las características para ser un centro de
represión y de exterminio, con víctimas de todos los pueblos limítrofes. Hemos
trabajado durante dos veranos y nos queda otro”.
Buscador
de huesos, Jesús ha sabido siempre buscarse la vida. Antes que Arqueología,
comenzó a estudiar Dirección y Administración de Empresas en su pueblo, a
distancia, a través de la UNED, porque tenía que cuidar de un hermano. Y, con
un toque de humor, dice que al fin y al cabo aquellas dosis de economía le han
venido bien ahora, que es autónomo. No tiene ningún familiar represaliado: «Mi
abuelo materno fue primero concejal con la República y, posteriormente, con el
franquismo”. Dice también que le pidieron buscar a un represaliado por los
republicanos durante la guerra. Estuvo haciendo las investigaciones, pero no
encontraron los restos en los lugares señalados por la familia.
Juanma
Guijo, antropólogo
Juan
Manuel Guijo, como Remedios y Jesús, también es buscador de huesos. Es
antropólogo y «otra persona» desde que conoció a las primeras familias, hace
diez años: “Como persona, he cambiado totalmente. Esto es un tema de derechos
humanos y, como se pretenda politizar por encima de los familiares, irá a más
la cosa. Si los poderes públicos no los atienden es totalmente legítimo que se
organicen, como ocurrió a finales de los 70 y principios de los 80. Hicieron
muy bien. No es cuestión de si fue científico o no, es una defensa de su
dignidad, no había otra”. A Juanma no le gustan las fotos, ni las entrevistas
ni las apariencias. Y hay algo que tampoco le gusta de las exhumaciones: las
visitas de un día, menos aún si se hacen en campaña electoral y menos aún si se
hace sin tener en cuenta a las personas que, al fin y al cabo, han peleado para
llegar a ese momento. “A mí personalmente me da exactamente igual lo que me
digan, pero lo que de verdad es inaceptable es que se llame ‘buscadores de
huesos’ a personas que son hijas e hijos, familiares directos que llevan 80
años sufriendo, muchos callados hasta hace poco. A mí me gustaría saber si
estos señores [en referencia a quienes desprecian la memoria histórica]
tendrían el valor en público de decirle eso mismo a la cara a estas personas, a
ver si son tan valientes. Sería una muestra de su valor y de lo echaos palante
que parecen ser».
Juanma,
54 años, estudió Historia y Arqueología. En sus primeros años profesionales
trabajó en el Museo Arqueológico de Sevilla. Empezó a colaborar con un
paleontólogo y después pidió una beca en materia de ciencias forenses. Se fue
al extranjero. “Estuve tres años con una investigación y me especialicé en ese
área. Después hice la tesis a caballo entre la arqueología y la medicina”, explica.
Participó en la exhumación de los restos de Colón. “Y la semana que viene tengo
una charla en la catedral de Sevilla sobre los restos de un arzobispo
medieval”, ríe, en el único momento en el que ríe durante la entrevista.
Su
primera experiencia en materia de memoria fue en 2009, en La Puebla de Cazalla
(11.200 habitantes, Sevilla). «Ahí
conocí a Mari Carmen España, a Miguel Guardado… Ahí conocí todo ese sufrimiento
que tenían detrás. Ya habían comenzado las exhumaciones en España, pero todo el
camino anterior de Mari Carmen había sido tremendo. Eso sí es valentía y no
cuando hay quien se quiere hacer el héroe hablando de ‘buscadores de huesos’.
Personas que se han callado décadas para sobrevivir y, aunque la democracia no
termina de atenderlas, siguen luchando”. Juanma destaca la represión específica
hacia las mujeres. Trabajó en la exhumación de las conocidas como 17 rosas de
Guillena y calcula, aunque aún no se puede certificar, que en Córdoba el
porcentaje de mujeres oscila entre el 3% y el 7%.
En
estos diez años, este antropólogo ha participado en unas 40 fosas: exhumaciones
en algunas y, en otras, evaluación sobre si los restos que han sido hallados
son o no son de personas. Ha visto lesiones de huesos por fracturas, impactos
de proyectil… en puntos que no eran vitales: «Esas personas habrían seguido
viviendo, y eso ha sido tremendo para mí», reflexiona Guijo, que se viene abajo
cuando recuerda estos instantes: «Cuando hablan los familiares, cuando aparece un objeto personal, cuando te
pones delante de un lápiz, de una cartera, de un trocito de papel…”.
Tanto
Juanma como Jesús coinciden en esto: actuarán siempre que puedan, con dinero o
sin dinero de por medio, como vienen haciendo. «Estamos a las duras y a las
maduras, no se puede dejar tiradas a las familias. En muchas intervenciones no
es que seamos mileuristas, es que somos quinientoeuristas. Pero para nosotros es muy importante el clima
de entendimiento con los familiares, que nos enseñan continuamente”. Advierte,
no obstante, que muchas personas han muerto y van a morir, y cita como urgente
un banco de ADN en condiciones. «Lo mínimo que hay que hacer –concluye– es
prometer que se va a luchar y que se les va a escuchar, eso es lo mínimo.
Y también ayudar para que en el proceso
estén informados, y que incluso, si es factible, participen de alguna manera.
Porque ahí comienza el principio de reparación. Muchos familiares se
transforman totalmente cuando pisan la fosa, o cuando les estamos contando
cosas y se van liberando la carga que tienen detrás”.
Remedios
–»Con lo miedosa que soy», admite– se acercó a un hueso en la fosa de Castro
del Río. Le dijeron que no sabían de quién era. Ella se agachó igualmente y
comenzó a acariciar el cráneo. Sin saber si era de su padre, de su hermano o de
otra persona. Y por eso Remedios es Remedios. Y por eso hay belleza en esta
crueldad. Y por eso hay momentos en la vida que no pueden ser descritos.
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